lunes, 26 de mayo de 2014





NIETZSCHE

Friedrich Nietzsche (1844-1900) va a poner en cuestión no sólo la razón moderna sino que la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando que en nombre de ella el hombre occidental ha olvidado de su propia vida.
Nietzsche estudió profundamente en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y encontró en ella, sobre todo en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una de ellas es la que podemos llamar apolínea, por referencia al dios Apolo. Consiste en la expresión del orden, el equilibrio, la mesura, la armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha quedado a lo largo de la historia como la esencia del espíritu griego. Pero hay en Grecia otros dioses muy distintos del perfecto Apolo, entre ellos el desmesurado Dionisos (Baco en la tradición romana), que juegan un papel muy importante en la cultura clásica, sobre todo en el teatro y la música. Es la corriente vital que se expresa en las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión, la desmesura, el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de ellas: la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a la vida como la unión de lo masculino y lo femenino.
Pero la tradición griega renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la vida, que caracterizará la historia de occidente, se encarna en la figura de Sócrates y Platón, que inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”, sacrificando para ello no sólo el cuerpo y lo material sino el carácter histórico de la vida. La potencia de la cultura griega ha sido castrada: el mundo de ideas que inventa Platón constituye la antítesis de la vida: es un mundo eterno, inmutable, inmaterial, es decir, todo lo contrario de nuestra existencia concreta. La metafísica del verdugo ha triunfado.
Y esa tarea la continúa más tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en sus palabras. El mundo platónico de las ideas se transforma bien pronto en el “más allá” cristiano: el destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en un más allá fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.
Esta metafísica decadente fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha consagrado como virtudes aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la vida, como la humildad, la paciencia, la obediencia, la compasión, mientras estigmatiza como vicios las verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el egoísmo.
Ha triunfado la moral del resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los fuertes, los aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad directamente y sin subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo poder se asienta en la culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es culpable el cristianismo ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de contenido positivo la vida humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como fundamento de la vida, que alcanza su máxima expresión en la invención de un Dios a quien se atribuye el poder que el hombre no es capaz de asumir para sí mismo.


Dios ha muerto; nace el superhombre.
Por eso es necesario matar a Dios. Nietzsche es ateo. No se trata en su caso de una cuestión teórica sino de una necesidad vital: Dios debe morir para que el hombre viva, el hombre debe recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la vida le ha llevado a poner en Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente el de la tradición cristiana sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a reemplazarlo como fundamento de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo, muy presentes en su tiempo. Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque implica asumir una absoluta soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba sentido a su existencia y comprender que sólo al hombre le corresponde crear sus propios valores. La muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio moral externo y situarse “más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga a afrontar ese temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la cual “por fin aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el superhombre.

Nietzsche afirma que habla demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados para este parto. Porque el superhombre representa la superación del animal enfermo que es el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que permanece “fiel a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores frente a la moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida y creando sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre? Nietzsche ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de ellos lo caracteriza como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva, capaz de imponer su voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena conciencia el sacrificio de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de igualdad). Otros textos, por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha recuperado la inocencia del niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de odiar francamente, sin resentimientos ni disimulos.

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