lunes, 26 de mayo de 2014

MARX

Karl Marx (1818-1883) constituye un caso peculiar en la Historia de la Filosofía. En primer lugar porque no se trata de un filósofo: como dijo Engels en su funeral, era ante todo un revolucionario, cuya intención principal era la de preparar el camino para un cambio de estructura social que juzgaba inevitable.

  
El siglo XIX de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden muchas cosas y se preparan muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en el siglo siguiente. Pero una de las principales consiste en las consecuencias sociales que trae consigo la revolución industrial. El siglo anterior había sido el siglo de la ciencia moderna y de sus primeras consecuencias tecnológicas. En el siglo XIX se desarrolla lo que se ha llamado la primera revolución industrial, sobre todo en Inglaterra,  y se extiende la tecnología hasta invadir la vida cotidiana. Las protagonistas de la vida económica serán en adelante la máquina y la fábrica: la máquina de vapor y la producción de electricidad van a cambiar en poco tiempo no sólo las técnicas productivas sino el modo de vida de la cultura occidental, incluyendo su forma de pensar. Una revolución similar a la que sucederá en el siglo siguiente con la introducción de la informática.
Pero esta revolución, como siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes de sacar beneficios de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que se ha llamado de acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también como siempre, la parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero. Las máquinas no crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que Marx llamará el proletariado, es decir, aquellos que participan en la producción aportando lo único que tienen: su trabajo. Las condiciones del proletariado en este proceso eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas sin días festivos en ambientes insalubres, salarios de miseria, total ausencia de seguridad social. La descripción que hace Engels del trabajo de niños en las minas parece un relato de terror: niños de cuatro, cinco y siete años encargados de abrir y cerrar puertas y empujar contenedores en galerías húmedas y oscuras durante doce horas diarias, comiendo cuando pueden.
La obra de Marx resulta inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la sociedad de su tiempo. Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los fundamentos de una transformación social que supere esta organización de la vida económica basada en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar tres corrientes de pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una profunda crítica.
La primera de ellas es la filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. La segunda influencia importante fueron los llamados “socialismos utópicos” que proliferaron desde fines del siglo XVIII. Estos socialismos, como los de Fourier, Saint Simon y Owen, así como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, trataban de dar una respuesta a las injusticias de la sociedad, proponiendo modelos alternativos. Finalmente, la tercera fuente en que se inspira su obra es la economía política desarrollada sobre todo por autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde fines del siglo XVIII. Por primera vez estos y otros autores intentan construir una visión de conjunto de las leyes que rigen la economía, lo que hoy llamaríamos una teoría macroeconómica, continuando la tarea que se había iniciado ya en el siglo XVII con el mercantilismo.
Con estos y otros elementos Marx elaborará uno de los sistemas más importantes para comprender la historia de la sociedad en los últimos dos siglos, integrando disciplinas tan diversas como la economía, la filosofía y la historia en una síntesis genial

Qué es el hombre.
Para Marx, el hombre es un ser natural, es decir, un producto más de la evolución de la materia. Pero un producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo, que en la relación que establece con la naturaleza que le rodea produce su propio ser. Pongamos un ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por supuesto: necesita libar el polen de las flores para elaborar la miel y cambia su entorno construyendo un panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que la repetirá una y otra vez y seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le sucede lo mismo: al producir lo que necesita para vivir el hombre se produce a sí mismo y, por lo tanto, no es el mismo antes que después de ese acto productivo. Al descubrir el fuego el hombre primitivo cambió su entorno natural: ahora era capaz de trabajar metales, de cocinar sus alimentos, de regular la temperatura de su cueva. Pero al producir todo esto también ha cambiado él, que en adelante podrá realizar transformaciones que eran imposibles antes de la domesticación del fuego. Es lo que Marx llama “la conversión de la naturaleza en hombre”. Y esta es la raíz de lo que se entiende por materialismo: son los procesos materiales de producción los que definen la realidad humana, y como vamos a ver después, también su modo de pensar.
Por lo tanto, la pregunta ¿qué es el hombre? No tiene sentido en general: habría que preguntarse de qué hombre se trata, de qué proceso productivo estamos hablando. No es lo mismo el cazador prehistórico que el agricultor medieval que el obrero industrial: cada uno de ellos produce su propia vida de modo distinto y no tienen una esencia común de la que todos ellos participen.
Démosle nombre a esta actividad humana que transforma la naturaleza transformando a la vez al hombre que realiza: esa transformación: es el trabajo.
Este trabajo, por supuesto, es siempre trabajo social. No es el individuo el que trabaja para satisfacer sus propias necesidades sino una sociedad más o menos amplia la que distribuye las tareas. Desde las sociedades más primitivas la producción ha sido siempre una actividad social en la que el trabajo se ha diversificado. Y hay que notar que el tipo de sociedad va a depender de esa distribución del trabajo; no es lo mismo, por ejemplo, la sociedad esclavista que la sociedad industrial y sus diferencias dependen ante todo del diverso papel que cumplen sus integrantes en el proceso productivo.

La alienación.
Si todo terminara aquí no habría problema. Pero la realidad es que las cosas no funcionan en la historia conforme a  esa dialéctica según la cual el hombre transforma la naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo lleva a realizarse como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está alienado, es decir, el resultado del trabajo no se lo apropia el trabajador sino una clase dominante que aprovecha el trabajo ajeno. Se divide así la sociedad en clases sociales: los que aportan su fuerza de trabajo y los que explotan el trabajo de los demás. Como decíamos antes, estas clases sociales han ido variando a lo largo de la historia: al comienzo existió un comunismo primitivo pero que pronto fue reemplazado por la división entre los amos y los esclavos, luego los señores y los siervos; más tarde los capitalistas y los proletarios. Pero estas distintas clases tienen en común que rompen el proceso de humanización según el cual el hombre produce su propia vida: para el trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el hombre se hace hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse con vida. El trabajo se convierte en ajeno, que es lo que significa el concepto de alienación. Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin llegar a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que hemos descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la paradójica situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando realizaban actividades que tienen en común con los animales (comer, beber, engendrar) pero se sentían animales cuando realizaban la actividad específicamente humana (trabajar).
Recordemos que Marx no está hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se trata, por lo tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con todos los zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que cultiva. La alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho de que la producción es siempre una actividad social, mientras que la apropiación de sus frutos es privada, ya que  la gestiona una clase que además es minoritaria. Marx explica la  alienación del trabajo por la propiedad privada de los medios de producción, es decir, por el hecho de que los instrumentos necesarios para producir los bienes que el hombre necesita para su vida estén en manos privadas y no sociales, ya se trate de la tierra, del ganado o de las fábricas. De tal modo que esa “transformación de la naturaleza en hombre” no se cumple ni para el trabajador ni para el explotador: para el primero porque el trabajo y sus frutos le resultan ajenos; para el segundo porque no realiza la actividad humana por excelencia, que es el trabajo.
Dicho en términos más técnicos. El trabajo añade un valor a la materia que transforma: el zapato vale más que el cuero de la vaca. Este valor que el trabajo añade se llama plusvalía. Pero la plusvalía que el obrero produce no vuelve a la sociedad de la que el obrero forma parte, sino que se la apropia el propietario de los medios de producción. Pagando, por supuesto, un salario al obrero para que siga trabajando. Pero ese salario, aun en el supuesto de que fuera elevado,  nunca puede ser igual a la plusvalía, pues en ese caso el propietario no obtendría ganancias. O sea que el que produce la plusvalía la pierde y quien la goza no la produce.

Política
La propia lógica del desarrollo del capitalismo será la que produzca las condiciones para su superación. En efecto, el capitalista necesita competir con sus mercancías en el mercado. Para hacerlo en condiciones ventajosas necesita acelerar la producción (con una producción cada vez a mayor escala, con mayor inversión en tecnología, etc.). Este desarrollo de la producción produce los siguientes efectos: (1) por un lado una concentración de capital en cada vez menos manos (la pequeña burguesía y los pequeños empresarios incapaces de competir acabarán arruinados y pasarán a engrosar las filas del proletariado). (2) Por otro, una sociedad cada vez más organizada y centralizada. Pues bien, llegará un momento en que esa sociedad ya perfectamente organizada podrá prescindir de la minoría dueña del capital, con una simple revolución (esa organización impuesta por las necesidades del sistema capitalista pasará a ser autoorganización). Ésta será la batalla definitiva en la lucha de clases, ya que, al ser ahora la inmensa mayoría de la población la que toma el poder en sus manos, no hay lugar para otra división en poseedores y desposeídos.
Los seguidores de Marx sostenían que todo poder político está siempre al servicio de una clase dominante, incluso el de las sociedades liberales y democráticas. Por ello, propugnaban:
1. La toma de poder del Estado por una vanguardia obrera que instaura­se una dictadura del proletariado.
2. Socializar los medios de producción (que pasarían a ser gestionados por el Estado).
3. Eliminar la propiedad privada, causa de las desigualdades sociales y de la explotación.
4. Finalmente, la destrucción del propio Estado (la sociedad, en la que ya no existiría la propiedad privada y, por lo tanto, la desigualdad entre clases, se organizaría ella sola).



La revolución de 1917, que convirtió a Rusia en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (y la oleada de revoluciones que le siguieron en el Este de Europa, China, Cuba, etc.) se hizo siguiendo los plantea­mientos de Marx y Engels.

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