RESUMEN ADAPTADO AL PROGRAMA DE
MEMORIA DE LA FILOSOFÍA POR AUGUSTO KLAPPENBACH MINOTTI
Los
viejos griegos.
La Filosofía nace en Grecia. Lo cual
no quiere decir que en otros lugares y en otros tiempos no haya existido
pensamiento, ni que la manera griega de pensar sea superior al pensamiento de
otros pueblos, ni siquiera que el pensamiento griego no dependa en muchos
aspectos de ideas ajenas. Se trata, simplemente, de que la Filosofía griega ha puesto en
marcha un modo peculiar de desarrollar la razón, que ha dado como resultado una
manera también peculiar de enfrentarse al mundo y del cual ha nacido este
estilo europeo de vivir y de pensar que se ha extendido ya por más de medio
planeta con diversas variantes. Con sus logros y sus miserias: con el
dominio del mundo y su deterioro ecológico, con los derechos humanos y la
explotación del trabajo ajeno, con la curación de enfermedades y las armas de
destrucción masiva. Lo mejor y lo peor de nuestra cultura surge en esas
pequeñas ciudades diseminadas entre lo que hoy llamamos Grecia, Italia y
Turquía. Nos guste o no, somos griegos, y probablemente lo seguiremos siendo
por mucho tiempo: por citar sólo algunos ejemplos, el pensamiento científico,
la democracia como forma de gobierno, nuestros criterios éticos y estéticos,
los idiomas como transmisores de una actitud ante el mundo, constituyen una
herencia recibida hace más de dos mil años, aunque más tarde esta herencia se
haya mezclado con otras, como la hebrea, la cristiana y la islámica.
Aunque no lo
sepamos, hablamos como griegos, pensamos como griegos y conservamos muchos de
sus gustos y valores. Y todo eso, cosas de la historia, aunque Grecia sea hoy
poco más que una oferta turística en las agencias de la Unión Europea.
El escenario.
En aquellos
tiempos, Grecia no era un país. Desde el sur de Italia hasta las costas del
Asia Menor, pasando por lo que hoy llamamos Grecia, surgieron varias
ciudades -pequeñas para los criterios actuales- cada una de las cuales
constituía un Estado independiente, con su propio gobierno y sus propias leyes.
Las unían, sin embargo, algunos vínculos como el idioma –todas hablaban griego,
con algunas variantes- ciertas tradiciones literarias folklóricas y religiosas,
como los poemas de Homero y de Hesíodo, y la realización periódica de los
Juegos Olímpicos, que convocaban a los mejores atletas de esas ciudades en
Olimpia. Eran ciudades prósperas, cuya dedicación al comercio marítimo les
aseguraba un continuo contacto con otras culturas y otras ideas, y en las
cuales dominaba lo que hoy llamaríamos una burguesía acomodada que podía
dedicarse al ocio creativo en la medida en que sus necesidades productivas
estaban cubiertas por el trabajo de sus esclavos. Como se ve, las ciudades
griegas -a las que en adelante llamaremos las polis, para diferenciarlas de lo que hoy entendemos por ciudades- estaban lejos de constituir
un poderoso imperio al estilo de Egipto o de Persia: eran sociedades de clase
media, la mayoría de cuyos habitantes seguramente estaban más preocupados por
vivir bien que por pasar a la historia por sus grandes hazañas.
¿Cómo se
explica entonces que en estas modestas polis se produjera la revolución
cultural más importante quizás de toda la historia, al menos de la historia
occidental? Probablemente no exista una respuesta global a esta pregunta. Como
sucede en la vida humana, en la historia aparecen a veces consecuencias que
superan sus causas. Se han mencionado algunas particularidades de las polis, todas ellas ciertas pero que
probablemente no llegan a explicar “el milagro griego”. Por ejemplo, la
creciente democratización de sus clases dirigentes, que reemplazaron
progresivamente a una nobleza más preocupada por el poder que por la cultura,
su carácter de ciudades portuarias dedicadas al comercio, que les obligó a abrir
su mente por el trato constante con otras formas de vida y otras maneras de
pensar, y sobre todo las peculiaridades de su religión.
A
diferencia de otros pueblos de su época, la religión griega tenía más de
poético y folclórico que de sagrado y mistérico. Las aventuras de los dioses y
las diosas griegas, bellamente narradas por sus poetas, expresan todas las
pasiones humanas: los dioses y las diosas se enamoran, tienen celos, se tienden
trampas, tienen hijos con los mortales, protegen o castigan a los humanos según
su capricho y, en general, son personajes que comparten las grandezas, miserias
y debilidades de sus fieles. Este tipo de religión deja espacio para que los
creyentes busquen por sí mismos las respuestas a las grandes preguntas que las
grandes religiones se han ocupado de responder. Un egipcio o un hebreo, por
ejemplo, anonadado ante la grandeza y el poder de sus divinidades, no necesita
elaborar una filosofía: su religión, por medio de sus sacerdotes y profetas, se
encarga de pensar por ellos, de enseñarles cuál es el sentido de la vida y el
contenido del bien y del mal. Los grandes dioses de la antigüedad no permiten
que se les mire a la cara, y la única relación del creyente con ellos consiste
en la adoración sumisa. El griego, en cambio, establece con sus dioses una
complicidad en ocasiones festiva, que le deja espacio para buscar en otra parte
las respuestas a las grandes preguntas de la vida. La filosofía encuentra así
un terreno libre para plantear sus cuestiones y sobre todo, un ambiente tolerante
que permite respuestas diversas y contradictorias, en la medida en que no están
garantizadas por una instancia sobrenatural sino que provienen de la modesta
razón humana. Por el contrario, cuando declina la época clásica y la crisis
histórica y cultural se generaliza, muchos griegos comienzan a buscar
respuestas en religiones importadas de oriente, menos tolerantes y más
absorbentes. Pero nos ocuparemos de esto más adelante, ya que todavía faltan
varios siglos para que suceda.
El mito y el logos.
Los humanos
tenemos una inveterada necesidad de explicar el mundo en que vivimos. No
nos basta con adaptarnos a él, aprovechar sus ventajas y evitar sus peligros,
como tratan de hacerlo los demás animales. Tenemos la manía de preguntarnos por qué las cosas son así y no de
otra manera, y ello aunque ese por qué
carezca de utilidad inmediata. Queremos saber por saber y esa curiosidad es
quizás una de las características más específicas de nuestra especie.
De ahí que
aun los pueblos más primitivos hayan buscado explicaciones al mundo que les
rodea. Y las primeras explicaciones de las que tenemos noticias toman la forma
de relatos. Pero unos relatos
que no buscan tanto entretener o agradar cuanto transmitir al oyente una
explicación de la realidad. Una explicación, en la mayoría de los casos,
sembrada de elementos sobrenaturales, de dioses y demonios, de potencias
positivas o negativas de carácter sobrenatural, pero que no pierde de vista la
realidad de la vida humana.
Un ejemplo
típico de mito lo encontramos en El
Banquete de Platón, quizás narrado con cierta ironía. Aristófanes -uno
de los asistentes al banquete que da nombre al diálogo- trata de explicar el
amor humano acudiendo a un mito. Según él, en tiempos remotos los sexos no eran
dos sino tres: hombres, mujeres y andróginos, que participaban de ambos sexos.
La forma de todos era esférica, con cuatro brazos y cuatro piernas, como si dos
personas de las actuales se unieran por la espalda. Como se sentían muy
poderosos, cometieron el peor pecado de la cultura griega: la hybris, la soberbia del hombre que
trata de equipararse a los dioses. Zeus, para castigarlos, los divide en dos,
dejándolos como son ahora. De tal modo que cada uno de las mitades resultantes
busca a su otra mitad: las mitades de los andróginos buscan al sexo opuesto
(heterosexualidad), las mitades de los hombres buscan a otro hombre
(homosexualidad masculina) y las mitades de mujeres buscan a otras mujeres
(homosexualidad femenina). Y a su vez estos amores participan de los astros: el
sol (principio masculino) la luna (principio femenino) y la tierra (que
participa de ambos)
Como se ve,
el relato contiene elementos sobrenaturales y fantásticos, pero la explicación
no puede calificarse sin más como falsa. Buena parte de la literatura amorosa
de nuestra cultura describe el amor como la aspiración de dos personas a unirse
en una sola: “seréis dos en una carne”, dice el ritual del matrimonio, mientras
que el lenguaje popular habla de “media naranja”. En los mitos, el relato
fantástico sirve de vehículo a una concepción de la vida humana en ocasiones de
una riqueza y profundidad que no tiene nada que envidiar a explicaciones más
racionales. La mitología griega, en particular, es capaz de transformar en
relatos algunas experiencias que se resistirían al lenguaje abstracto de la
ciencia.
Pero los
griegos, sin abandonar el mundo de los mitos, buscan otros caminos para
explicar la realidad. Y lo encuentran en lo que se ha llamado el camino del logos. Como sucede con tantas
palabras griegas, la traducción de logos
es muy difícil: su significado primitivo remite a la idea de juntar, de reunir,
de recoger. Y a partir de allí su significado se dirige al lenguaje. Significa,
entre otras cosas, palabra, dicho, definición, razón, explicación, afirmación,
discusión, argumento, razonamiento, tratado, estudio, concepto, pensamiento y
otras muchas acepciones. De entre ellas, nos interesa fijarnos en dos: logos significa a la vez lenguaje y
razón. Y esta coincidencia no es casual. El nuevo camino explicativo que van a
emprender los griegos consiste en apelar a la razón renunciando al relato. Pero
la razón humana no tiene otra manera de desarrollarse si no es por medio del
lenguaje, de la palabra. Los relatos del mito serán sustituidos por conceptos,
por palabras que renuncian a contar historias y tratan de apresar la esencia de
la realidad.
Los primeros pasos de la
filosofía.
En cualquier
caso, los griegos siguen pensando sobre el mundo, preocupados por explicarlo. Y
lo primero en que se fijan es en la naturaleza que les rodea. El problema que
les preocupa podría describirse así: la naturaleza incluye muchas cosas: las
montañas, los mares, los pájaros, las fieras, el rayo, la lluvia, los insectos.
La inteligencia se desorienta ante tal multiplicidad: es necesario encontrar un
orden en medio de este caos. Y para encontrarlo es preciso fijar un criterio
que permita ordenarlo, es decir, un punto de vista que permita reunir cosas muy
distintas bajo un único concepto. Recordemos que la palabra logos evoca la idea de recoger, juntar,
reunir. Es lo que hacemos todos los días cuando usamos el lenguaje: llamamos hombre o mujer a una persona alta, baja, blanca, negra, joven o vieja,
así como reunimos bajo el concepto vegetal
objetos tan diferentes como un álamo, una rosa o una lechuga. Siguiendo
el modelo del lenguaje, esos primeros filósofos se esforzaron en encontrar algo común, que fuera el origen de
todo lo que nos rodea y que hiciera comprensible para la inteligencia la
desordenada variedad de las cosas naturales. Y lo buscaron en la misma materia,
sospechando que la diversidad no era otra cosa que las sucesivas
transformaciones que sufre ese elemento común, cargado todavía de un fuerte
simbolismo religioso, que ellos llamaron la physis, palabra que podría traducirse por naturaleza, recordando que ambos
términos aluden al nacimiento:
aquello de lo que todo nace.
Los físicos.
Así, por
ejemplo, Tales de Mileto (el primer filósofo del que tenemos noticias)
supuso que ese elemento común que está en el origen de todos los elementos naturales
era el agua. No le faltaban razones: el agua, protagonista de muchas
cosmogonías, es capaz de sufrir transformaciones por las cuales pasa del estado
líquido al sólido y al gaseoso y constituye la condición necesaria de la vida. Anaximandro,
sin embargo, supuso que este origen no había que buscarlo en un elemento tal
como lo conocemos sino en una especie de materia primordial que está en el
origen de todos ellos pero no se identifica con ninguno y le llamó el ápeiron (lo indefinido) Anaxímenes
prefirió elegir el aire, que todo lo envuelve, a todas partes llega y
constituye el soplo vital de los seres animados. En cualquier caso, y más allá
de la ingenuidad de estas explicaciones, estos primeros filósofos dan un paso
decisivo en nuestra manera de entender el universo. La necesidad de explicar el
mundo en que vivimos, necesidad que no compartimos con los demás vivientes, ya
no busca la explicación en relatos sobrenaturales, en historias fantásticas en
las que intervienen dioses y demonios sino en la naturaleza misma, en una
reflexión sobre el mundo que renuncia a lo sobrehumano y se conforma con las
modestas fuerzas de nuestra razón.
Estos
primeros filósofos, de quienes no conservamos ningún texto y de los que sólo
tenemos noticias por referencias de otros pensadores posteriores, fueron
llamados los físicos por su
búsqueda de la physis. Vivieron
en Jonia, en ciudades griegas situadas en el territorio del Asia Menor, que hoy
corresponde a Turquía, durante el siglo VI antes de Cristo.
En el mismo
siglo, pero a muchos kilómetros de Jonia, en el sur de Italia, se desarrolla
otra escuela de pensamiento totalmente distinta pero que busca lo mismo: poner
orden en la variopinta diversidad de la naturaleza. Es la escuela de Pitágoras,
que fundó una especie de monasterio filosófico con una rígida disciplina. A su
juicio, ese principio del orden natural no hay que buscarlo en un elemento
físico sino en un principio formal: el número. “Todas las cosas que se conocen
contienen un número, pues sin él nada sería pensado ni conocido”, decía
Pitágoras. Adelantándose a la física moderna, los pitagóricos afirman que el
universo está regido por leyes matemáticas, que explican desde el movimiento de
los astros hasta la armonía musical y la misma vida humana. Si bien hay que recordar
que, como en caso de los físicos, ese principio está teñido de una concepción
simbólica y religiosa que la distingue del pensamiento científico.
Los metafísicos.
Volvemos a
las costas del Asia Menor, a la ciudad de Éfeso. Surge allí uno de los pensamientos
más importantes de esta primera época, que tendrá una enorme influencia
posterior. Heráclito vive entre el siglo VI y el V a. C. y según él la
realidad consiste en un continuo proceso imposible de detener y fijar, como las
aguas de un río. Este proceso funciona movido por la contradicción: la lucha de
contrarios (como la noche y el día, lo seco y lo húmedo, lo frío y lo caliente)
hace que nada sea lo que es. Todo es un continuo flujo, un constante devenir,
incluyendo nuestra vida humana. Pero sin embargo esta contradicción permanente
entre el ser y su negación se resuelve en una armonía universal, en un orden
que integra los polos opuestos en un perfecto equilibrio. El logos es capaz de reconciliar los
contrarios, como el acorde una lira nace de las distintas notas que surgen de
ella. Si los físicos elegían como principio elementos estáticos, como el agua y
el aire, Heráclito busca en el fuego el elemento primordial, un elemento que en
ningún instante es idéntico a sí mismo y que nace de la negación de aquello que
lo alimenta.
Pero una vez
más tenemos que emprender un largo viaje y volver al sur de Italia, a la ciudad
de Elea. Casi contemporáneo de Heráclito, Parménides concibe la realidad
de modo muy distinto. Para él, el ser es lo único que existe y el no-ser no
existe, de tal modo que ni siquiera se le debe nombrar. Pero si tomamos en
serio estas aparentes trivialidades, llegamos a la conclusión de que todo
cambio es una mera apariencia. Porque si cambiar es pasar “de ser algo” a “no
ser algo” (o al revés) y uno de esos términos (el no-ser) hemos dicho que no
existe, sólo podemos llegar a la conclusión de que nuestra razón sólo puede
admitir la existencia del ser inmóvil e inmutable. Y único, porque lo que
distinguiría a un ser de otro sería precisamente que uno de ellos “no es” el
otro. Y ya hemos vuelto a pronunciar la palabra prohibida: el no-ser. Y, por
supuesto, eterno. Si no fuera eterno ¿qué hubiera podido existir antes (o
después) del ser? ¿El no-ser? A estas alturas, es ocioso recordar que el no-ser
no existe...
Nuestro
sentido común se rebela ante estas conclusiones, que parecen meros juegos de
palabras: vemos todos los días que los seres que nos rodean son muchos,
cambian, se mueven, aparecen y desaparecen. Parménides no lo negaría. Pero eso
sólo demuestra que nuestros sentidos no son capaces de ofrecernos la verdadera
realidad, aquel principio que los griegos están buscando desde hace ya un siglo
y que no se deja atrapar por la vista o el oído y que sólo se muestra a la
razón. En los comienzos de la filosofía ese principio fue un elemento material
(el agua, el ápeiron, el aire),
luego lo buscaron en el número y ahora se piensa en una realidad meta-física,
es decir, situada más allá del mundo físico de nuestros sentidos, ya se trate
del devenir de Heráclito o del ser de Parménides. Y eso que el camino del logos recién está empezando.
Esta
concepción del ser de Parménides como único, eterno, inmóvil e inmutable va a
tener una enorme influencia en todo el pensamiento posterior. Cuando hablemos
de Platón vamos a tener ocasión de recordar este tema y cuando, mucho más
adelante, el cristianismo construya su propia filosofía, su concepción de Dios
va a heredar las características del ser de Parménides. Pero no nos
adelantemos.
Los pluralistas.
Se llama así
a algunos filósofos que van a tratar de reconciliar el ser único e inmutable de
Parménides con el hecho evidente del cambio. Ellos van a aceptar que el ser no
cambia, pero negarán que sea sólo uno, y afirmarán que la naturaleza surge de
la combinación de varios principios.
Así, por
ejemplo, Empédocles recurre a los cuatro elementos tradicionales: el
aire, el agua, la tierra y el fuego, que ya habían inspirado a algunos
filósofos que conocemos. Estos elementos, entremezclándose, adoptan pluralidad
de formas, como dice en uno de sus poemas, hasta el punto que los mismos dioses
están compuestos de ellos. Los elementos se unen y se separan movidos por dos
principios activos: el amor y el odio. El tiempo no es más que la incesante
repetición de estas uniones y separaciones, que continuarán eternamente.
Anaxágoras
va más allá. No se trata de cuatro elementos sino de infinidad de semillas,
cada una de las cuales contiene las cualidades de todas las cosas, y por eso
pueden transformarse sin dejar de ser lo que son. Pero, como siempre, la
combinación de estas semillas (spermata,
en griego) no está librada a la casualidad. Todo el mundo está regido por una
mente o inteligencia (el nous,
en griego), independiente de esas semillas, una especie de amor intelectual que
genera una especie de torbellino que une y separa esas semillas.
Demócrito
es probablemente el más maduro de los pluralistas. Su filosofía anticipa, a su
modo, conclusiones que la física moderna va a tardar siglos en postular. Según
él, todo lo que existe está compuesto por partículas simples llamados átomos, que etimológicamente
significa “lo que no puede dividirse”. Los átomos se parecen al ser de
Parménides: son eternos e inmutables, pero se distinguen entre sí por la forma,
el orden y la situación y su número es infinito. Según la forma en que esos
átomos se combinen en el vacío tendremos la diversidad de seres que pueblan
nuestro mundo y sus constantes cambios se deben al constante movimiento
(torbellino) a que están sometidos: cuando se juntan producen la generación y
cuando se separan la corrupción.
Evidentemente,
hay enormes diferencias con la teoría atómica de la física moderna. Pero si
tenemos en cuenta que Demócrito escribe en el siglo V antes de Cristo,
basándose únicamente en el pensamiento racional y sin ninguna base
experimental, no podemos menos de sorprendernos de que formulara un sistema que
tanto se acerca a la concepción moderna de la materia. Es verdad que la
combinación de los átomos es la que produce las diferencias entre unos seres y
otros: el agua es agua porque se combinan dos átomos de hidrógeno y uno de
oxígeno, pero si otro átomo de oxígeno se les une se convierte en agua
oxigenada. Y así con todo.
La teoría
atómica de Demócrito (y de un posible maestro suyo que fue Leucipo) va a
ser retomada más adelante por los epicúreos, que extraerán de ella preceptos
morales, e incluso va a inspirar la poesía de Lucrecio, ya en el mundo latino.
Recapitulando.
En adelante
nuestra historia va a desarrollarse en un nuevo escenario. Pero antes de dejar
a estos primeros filósofos (que suelen llamarse los presocráticos, aunque
algunos fueron contemporáneos de Sócrates) conviene echar una mirada al camino
que hemos recorrido hasta ahora.
Nos hemos
encontrado ya con un problema que nos va a acompañar a lo largo de toda la
historia y que para algunos constituye la prueba de la inutilidad de la Filosofía. Cada filósofo
rechaza lo que dijo el anterior y propone su propia solución al problema.
Parece que cada uno está empezando de nuevo la historia del pensamiento, cosa
que no sucede, por ejemplo, en la ciencia. Tales afirma que el principio es el
agua, Anaximandro que es el ápeiron,
Pitágoras que es el número, Heráclito habla del devenir, Parménides del ser,
etc. Y la historia del pensamiento seguirá por ese mismo camino.
Sin embargo,
en lo poco que llevamos visto aparece ya una unidad muy profunda. Como hemos
dicho antes, en el fondo de todas esas respuestas diferentes, estos primeros
filósofos buscan, cada uno a su modo, un principio único que explique la
diversidad de las cosas naturales. Los sentidos, -la vista, el oído, el
olfato...- nos ofrecen multitud de datos desordenados y revueltos: vemos
colores, formas, oímos sonidos graves y agudos, ruidos, música. Pero si
queremos pensar acerca de lo que
ellos nos informan, no tenemos más remedio que reducirlas a conceptos, es decir, a unidades que
abarcan muchos datos de los sentidos reunidos en un mismo significado. Cuando
hablamos de “la humanidad”, por ejemplo, o del “universo”, no nos estamos refiriendo
a un confuso montón de impresiones sensitivas (aunque ellas sean necesarias
para formar esos conceptos) sino que estamos apelando a lo que esos viejos
griegos llamaban logos:
recordemos una vez más que su significado originario era el de reunir, juntar.
Y esa tarea
de buscar la unidad detrás de la diversidad de las apariencias es lo que hace
desde el lenguaje cotidiano (que llama “animal” al mosquito y al elefante)
hasta la ciencia más avanzada (los físicos actuales tratan de encontrar una
fuerza única que unifique las cuatro fuerzas que rigen el universo). Y esa
tarea la inician, de modo tentativo y a veces ingenuo, estos primeros
filósofos, que tratan de descubrir un principio único y permanente detrás del
aparente desorden de la naturaleza.
El hombre y la política: los
sofistas.
Como habíamos
anunciado, cambiamos de escenario. Hasta ahora nos hemos movido a saltos por
todo el territorio de lo que se ha llamado “la magna Grecia”, que incluye lo
que hoy llamamos Grecia junto con el sur de Italia y las costas del Asia Menor.
(Notemos, de paso, que los filósofos del Asia Menor, como los físicos, tienden
a pensar de un modo más concreto y material que los del sur de Italia, como
Pitágoras y Parménides, más proclives al pensamiento formal y abstracto).
Pero en
adelante la gran Filosofía se va a concentrar en Atenas, la ciudad que hoy es
capital de Grecia. Y al hacerlo, va a cambiar su centro de interés. Porque en
Atenas, durante el siglo V antes de Cristo, se va a implantar un sistema
político totalmente novedoso en el mundo antiguo: la democracia.
La democracia
ateniense (como es sabido la palabra democracia
significa poder del pueblo) no
es comparable con las democracias modernas. En primer lugar, no participaban de
ella ni los esclavos, ni las mujeres ni los llamados metecos, los naturales de otras ciudades griegas, lo cual reduce
la participación del pueblo a una mínima parte del total: los atenienses
varones y libres. Además, se trataba de una democracia directa y no
representativa como las actuales: el pueblo decidía los asuntos públicos por
votación en grandes asambleas. Muchos cargos, además, se ejercían por sorteo
entre los ciudadanos, en turnos rotatorios.
Pero más allá
de estas peculiaridades y de su carácter limitado, resulta sorprendente la mera
existencia de este sistema político cinco siglos antes de Cristo. Pensemos que
en nuestro mundo occidental la democracia no comienza a implantarse hasta fines
del siglo XVIII, y ello con muchas restricciones: el voto femenino, por
ejemplo, no se autoriza en muchos países hasta bien entrado el siglo XX. Como
en tantos temas, los griegos adelantaron formas de vida que serían recogidas
por occidente muchos siglos más tarde.
Pero lo que
nos interesa para nuestra historia es la influencia que tuvo esta democracia
naciente en la Filosofía. En
un régimen democrático, a diferencia de los regímenes autoritarios, es
necesario convencer a los demás
de que nuestra propuesta es la mejor, asegurándose así los votos suficientes
para sacarla adelante, cosa que no necesita el monarca absolutista o el
dictador, que imponen su voluntad sin discusión. Pero para convencer es
necesario saber desarrollar los argumentos que justifican nuestras propuestas.
De tal modo que se crea en Atenas una demanda de profesores de retórica, que es
precisamente el arte de convencer. Y a esas demandas responde un grupo de
filósofos a quienes se les ha llamado los sofistas. Los sofistas, por lo tanto, se dedican a formar
políticos y para ello echan mano de la filosofía. Sólo que su filosofía ya no va
a preocuparse tanto de la naturaleza y sus principios sino sobre todo del
hombre y la vida política, de preparar ciudadanos que sepan proponer las
mejores leyes, es decir, las leyes más convenientes para la polis. El afán de
buscar la verdad oculta de la naturaleza, propio de los filósofos anteriores,
va a convertirse en la búsqueda de las razones que resultan más útiles para
justificar las leyes que el político propone. De tal modo que los sofistas van
a renunciar a la búsqueda de la verdad absoluta. Las leyes -y su justificación
filosófica- no son verdaderas ni falsas, sólo son más o menos convenientes: más
que buscar la verdad, se trata de ponernos de acuerdo en lo que más nos
conviene. De ahí el llamado “relativismo y convencionalismo sofista”: el criterio
de la filosofía ya no será “natural” sino “antropológico”, es decir, relativo
al hombre en su situación concreta. Una famosa frase de Protágoras hay que
entenderla en este sentido: “el hombre es la medida de todas las cosas”: ya el
hombre no depende de las leyes naturales que buscaron los presocráticos sino
que él mismo establece la ley.
Los sofistas
tienen muy mala prensa, debido a las críticas de Sócrates y Platón que
enseguida veremos. Se les acusa de cobrar por sus enseñanzas, de despreciar la
verdad objetiva reemplazándola por un oportunismo interesado, de compromisos
con el poder que cuestionan la pureza del pensamiento filosófico. Sin embargo,
los sofistas fueron quizás los filósofos de la democracia, que dieron un paso
decisivo para adecuar el pensamiento filosófico a los intereses de lo que hoy
llamaríamos “clases medias”, abandonando el carácter aristocrático de la
filosofía anterior. Introdujeron en el pensamiento filosófico ideas que hoy
consideraríamos modernas, como cierto cosmopolitismo que adelantaba la
afirmación de la igualdad de todos los hombres, incluyendo en algún caso el
rechazo de la esclavitud y una actitud agnóstica con respecto a la creencia en
los dioses. En cualquier caso, no se puede negar que tuvieron una gran
importancia en la historia del pensamiento al comenzar una reflexión
sistemática, que ya nunca se abandonaría, acerca del hombre y la política.
Sócrates: presentación (470-399 a. C.).
Sócrates, que
se sepa, no escribió una sola línea y sin embargo es uno de los filósofos que
dividen en dos la historia del pensamiento: antes de Sócrates y después de
Sócrates, como sucederá mucho más adelante con Kant. Según su propia expresión,
su misión era comparable a la de un tábano que pica al caballo para mantenerlo
despierto: aguijoneando a los ciudadanos de Atenas para impedirles dormir
satisfechos de su ignorancia.
Se podría
calificar a Sócrates como un sofista disidente, ya que comparte con los
sofistas muchos rasgos de su pensamiento: su interés por los temas
antropológicos, éticos y políticos, su dedicación a enseñar a los jóvenes -si
bien se enorgullecía de no cobrar por sus enseñanzas-. Pero se separa de ellos
en lo que se refiere al relativismo y escepticismo de los sofistas: Sócrates
busca incansablemente verdades absolutas que fundamenten las decisiones morales
y políticas, no acepta que la filosofía se reduzca al “arte de persuadir” y por
lo tanto renuncia al arte de elaborar bellos discursos que convenzan a los
ciudadanos.
Detrás de
todo ello existen, sin duda, razones políticas. Hemos dicho antes que los
sofistas eran los filósofos que demandaba la nueva sociedad democrática. Pero
Sócrates ha tenido tiempo de desilusionarse de la democracia ateniense: después
de las guerras del Peloponeso y la dictadura de los llamados Treinta Tiranos,
proliferan las conspiraciones y la lucha de intereses personales, corrompiendo
el régimen democrático de los primeros tiempos del siglo de oro (el siglo V
a.C.). Probablemente Sócrates añora el antiguo esplendor de la polis y trata de
restaurarla buscando un fundamento filosófico sólido que la decadencia y el
oportunismo de los tiempos no le ofrecía. Y la consecuencia política de ese
intento es su defensa de un régimen aristocrático, que no se refiere a la
aristocracia que proporciona el dinero ni la nobleza del nacimiento sino a lo
que indica la etimología de la palabra: gobierno de los mejores.
Sea como
fuere, sus enseñanzas y su constante cuestionamiento a los poderosos de su
tiempo irritaron a las clases dominantes hasta el punto de acusarle de impiedad
y corrupción de la juventud. Sócrates es sometido a juicio. Asume su propia
defensa y la ejerce de un modo tan brillante que fuerza al jurado a condenarlo
a muerte; quizás si hubiera admitido su culpa y solicitado clemencia la pena hubiera
sido menor.
Por respeto a
las leyes de la polis se niega a aceptar un plan de fuga y espera el momento de
la ejecución rodeado de sus discípulos y filosofando sobre la virtud y la
inmortalidad del alma. Cuando llega el momento de beber el veneno lo hace con
absoluta tranquilidad, convencido de que la muerte no es un mal sino un
tránsito a una vida mejor, liberada de la servidumbre del cuerpo. Se ha
comparado muchas veces este final de Sócrates con la muerte de Cristo, que,
como él, divide en dos la historia.
Lo que hemos
dicho sobre Sócrates, y lo que diremos en adelante, está basado casi totalmente
en lo que cuenta su discípulo Platón, que dedica varios libros -llamados Diálogos- a su maestro. En la Apología de Sócrates narra el desarrollo del
juicio y su condena, en el Critón
su cautiverio y en el Fedón sus
últimos momentos y su muerte. Y en muchos otros Diálogos desarrolla su doctrina, poniendo su propia filosofía en
boca de su maestro. ¿Hasta qué punto el retrato de Platón es fiel al Sócrates
real? Nunca lo sabremos. Aristófanes -un autor teatral bastante irreverente- lo
presenta como un viejo pedante y engreído. Jenofonte -un historiador de la
época- coincide bastante con Platón. En cualquier caso, el Sócrates que ha
pasado a la historia es el que nos legó Platón, y a él vamos a atenernos.
Sócrates: su filosofía.
La madre de
Sócrates era comadrona. Y Sócrates solía bromear diciendo que su oficio era el
mismo que el de su madre: sólo que en lugar de ayudar a parir niños, él ayudaba
a dar a luz la verdad. Porque una de las ideas centrales del pensamiento
socrático consiste en su afirmación de que la verdad habita en el interior de
cada uno y sólo es necesario conocerse a sí mismo para encontrarla. Rechaza por
lo tanto el estilo sofista de enseñar, basado en la aceptación de la doctrina
de un maestro. El verdadero maestro no inculca sus verdades al discípulo, sino
que busca con él la verdad que habita en el alma de ambos. Desde este punto de
vista podemos decir que conocer es
recordar lo que el alma ya sabe desde siempre pero que permanece oculto
por las necesidades y preocupaciones materiales de la vida Y esta verdad es la
misma para los dos, porque la verdad -a diferencia de lo que pensaban los
sofistas- es una sola. De ahí su método, llamado mayéutica, que significa precisamente “el arte de dar a luz”. La
mayéutica, por lo tanto es el arte del diálogo, de una conversación en la cual
maestro y discípulo comparten su ignorancia y buscan juntos el recuerdo de una
verdad cuyo germen está en el alma de los dos. Pero para encontrar la verdad,
el primer paso es convencerse de que no la conocemos, es decir, abandonar las
falsas verdades que son fruto de la costumbre y la ignorancia. De ahí que el
primer paso del método socrático consista en la ironía: cuestionar mediante hábiles preguntas al interlocutor
para hacerle caer en la cuenta de su ignorancia y sus contradicciones, hasta
que se convenza de lo primero que se necesita para aprender: reconocer que no
se sabe. Al “saber que no sabe” su situación ha mejorado, ya que antes era
ignorante sin saberlo. Pero no todos saben aprovechar este paso, y muchos de
los interlocutores de Sócrates se sienten humillados y furiosos al ser víctimas
de esta ironía del maestro.
Una vez que
se ha reconocido la ignorancia se puede pasar a la dialéctica, es decir, a un diálogo en el cual maestro y
discípulo, a partir de sus ideas personales, buscan una verdad universal de la
que ambos participan. Búsqueda que en los diálogos socráticos nunca termina, ya
que lo que le interesa al maestro no consiste en encontrar verdades completas y
definitivas sino indicar el camino para que cada uno sea capaz de buscarlas en
su propio interior. Uno de los diálogos de Platón en que se muestra claramente
este método de su maestro es el Menón.
En él, Sócrates logra que un esclavo analfabeto resuelva un problema de
geometría sin indicarle la solución, sólo orientándole con hábiles preguntas a
buscar la solución por sí mismo, solución que se supone debía existir ya,
aunque olvidada, en el alma del esclavo. (Aunque, todo hay que decirlo, las
preguntas de Sócrates orientan bastante las respuestas de su interlocutor...).
Y esta
sabiduría que el alma posee desde que nace es también la fuente de la bondad,
de la vida moral. Porque el alma que conoce el bien necesariamente va a tratar
de hacerlo realidad en su vida. La maldad, por lo tanto, no es más que
ignorancia: todos buscamos el bien, pero el ignorante, el que ha olvidado en
qué consiste, se equivoca y confunde el bien con el mal. Por lo tanto, lo que
hay que hacer con el hombre malo es educarlo. Una vez que conozca el bien se
sentirá inclinado a buscarlo en sus acciones, tal es la fuerza de esa idea
suprema. Esta doctrina, conocida como el
intelectualismo moral va a tener una enorme influencia en la historia,
en particular en la historia de la educación.
Platón pone
en boca de Sócrates los fundamentos filosóficos de este método, que abarcan una
importante teoría del conocimiento, así como muchas otras afirmaciones de su
filosofía sobre política, moral, estética y metafísica. Veremos algunas de
ellas en el capítulo dedicado a Platón, recordando que hoy resulta imposible
separar claramente la doctrina del maestro y la del discípulo.
Platón: presentación
(427-347a. C.).
Se ha dicho
que la historia de la Filosofía
no es más que un comentario a la filosofía de Platón. Probablemente esta
afirmación es exagerada, pero no cabe duda de que con Platón comienza la gran
Filosofía occidental: todo lo anterior, Sócrates incluido, son intentos muchas
veces geniales pero siempre fragmentarios y parciales. Por primera vez Platón
propone un sistema filosófico,
es decir, un conjunto de reflexiones articuladas entre sí que abarcan los
grandes temas del pensamiento humano: cómo podemos conocer la verdad, qué es el
bien y el mal, en qué consiste la belleza, cómo debe organizarse la vida
política y en definitiva en qué consiste la realidad. Sin embargo su
filosofía no toma la forma de un tratado académico o científico. Los libros de
Platón son, en su mayoría, diálogos
en los cuales dos o más interlocutores -uno de ellos suele ser Sócrates- hablan
acerca de un tema, utilizando muchas veces recursos literarios y poéticos de
una gran belleza y frecuentemente dejando el tema inacabado.
Quizás se
pueda definir a Platón como un político frustrado (genialmente frustrado). En
su juventud intentó dedicarse a la política activa con poco éxito. Hizo varios
viajes a Siracusa como consejero político y uno de ellos terminó tan mal que lo
vendieron como esclavo, siendo rescatado por algunos amigos. Cuando volvió a
Atenas abandonó la política activa y dedicó sus esfuerzos a la teoría política,
proponiendo la primera utopía
de la historia, es decir, un modelo de sociedad que él consideraba perfecta. En
sus diálogos La República y Las Leyes describe esa sociedad ideal, en ocasiones hasta el
mínimo detalle. Sin embargo, en todos sus demás libros está presente su teoría
política, incluso cuando trata temas aparentemente tan distintos como la teoría
del conocimiento o la metafísica, como veremos enseguida.
Platón: su filosofía.
Un breve
resumen de la filosofía de Platón es imposible. De modo que sólo vamos a
indicar algunos temas fundamentales de su pensamiento, sin pretender siquiera
desarrollar los más importantes.
Comencemos
por el modo de llegar a conocer la verdad, lo que se llama teoría del conocimiento. Como en
muchos otros temas, Platón lo explica en el diálogo La República por medio de una ficción literaria,
una historia alegórica que utiliza para transmitir su teoría filosófica. Método
que nos recuerda lo que hemos dicho acerca del mito: las historias pueden
utilizarse para expresar ideas.
Imaginemos un
grupo de cautivos, encadenados de tal modo que no pueden moverse, encerrados en
las profundidades de una caverna. Los cautivos sólo pueden mirar hacia el mundo
de la caverna, que está abierta a la luz del sol a sus espaldas. Frente a la
entrada de la cueva hay una hoguera encendida y entre los cautivos y la hoguera
pasan caminantes que llevan objetos en sus manos y hablan entre sí. Los
cautivos, como no pueden volverse, sólo pueden ver las sombras de los
caminantes y su carga proyectadas en el fondo de la caverna y oír el eco de sus
voces. Y como están encadenados desde que nacieron confunden esas sombras con
la verdadera realidad.
Lo mismo nos
pasa a nosotros. Ya hemos explicado por qué los griegos desconfían del
testimonio que nos dan los sentidos, incapaces de ofrecernos la verdadera
realidad. Recordemos a Parménides: si nosotros somos capaces de conocer la
verdad, la belleza, la bondad es necesario que esas ideas existan realmente. Y
conviene aclarar que el término idea
no significa aquí lo mismo que en nuestra cultura: para nosotros la palabra idea indica un producto de nuestra
mente, algo que nosotros pensamos. Para Platón, las ideas son, por el
contrario, realidades objetivas, que existen por sí mismas, independientemente
de que las pensemos o no. En este sentido son reales, más aún, son las únicas
realidades en el sentido pleno de la palabra, ya que las cosas materiales sólo
participan imperfectamente de la realidad de las ideas. Y cuando decimos, por
ejemplo, que un ser humano es bello o bueno, estamos afirmando que esos datos
que nos dan los sentidos participan de las ideas de belleza o de bondad. Así
como las sombras tienen algo de los objetos que las proyectan en el fondo de la
cueva, así los cuerpos que vemos y las palabras que oímos contienen algo que
reciben de esas ideas.
Y para que
eso suceda es necesario que esas ideas sean universales: las ideas matemáticas
(como proporción, igualdad, semejanza), la belleza, el bien, son ideas únicas.
Las cosas materiales, por el contrario, son muchas y diversas. Pero así como la
luz del sol es capaz de iluminar numerosos objetos a la vez, cada uno de los
cuales recibe algo de su luz, así las ideas pueden iluminar las cosas y
personas que nos ofrecen los sentidos. Y por eso podemos decir, por ejemplo,
que una flor es bella o que un hombre es bueno: la flor y el hombre han
recibido algo de las ideas de belleza y de bondad. Y eso también explica que
haya unas flores más bellas que otras y unos hombres más buenos que otros. Es
la misma idea la que los ilumina, pero así como la luz del sol no llega del
mismo modo a todas partes, también las cosas materiales participan de las ideas
en distinta medida.
Y lo mismo
vale para otro tipo de conocimientos, como los matemáticos. Supongamos la
siguiente afirmación como ejemplo: “una semilla es a un árbol, como un huevo es
a un pollo”. Se trata, como sabe cualquier estudiante de matemáticas, de una proporción, cuyo significado es
evidente. Sin embargo, nuestros sentidos sólo nos permiten ver la semilla, el
árbol, el huevo y el pollo. Ni la vista más aguda ni el oído más sensible nos
pueden aportar lo más importante de esa frase: la idea de proporción. Un animal vería los
mismos objetos que nosotros, pero no sería capaz de comprender su significado,
porque el animal sólo puede conocer la realidad por medio de sus sentidos. Lo
mismo sucede con la idea de igualdad: vemos cada uno de los objetos, pero
cuando decimos que son iguales estamos afirmando que ambos participan de la
misma idea.
Por lo tanto
hemos de aceptar la existencia real de un mundo de ideas (mundo inteligible, lo
llama Platón). Al hablar de “mundo” no nos estamos refiriendo a un lugar: sólo
las cosas ocupan lugar, y sería absurdo decir, por ejemplo, que la idea del
bien está a la derecha o a la izquierda de la idea de belleza. Para comprender
a Platón, y no sólo a él, hemos de quitarnos de la cabeza el prejuicio de que
sólo es real lo que podemos ver, tocar u oír: las ideas son reales pero no
materiales, existen pero no en un lugar determinado. Y casi se podría decir que
son más reales que las cosas, porque son eternas y no cambian. Una persona
bella sólo lo es durante un espacio de tiempo, el triángulo que dibujo en la
pizarra será borrado mañana. Pero las ideas de belleza y la idea de triángulo
son eternas y no cambian con el tiempo.
De modo que
vivimos en un mundo de cosas (los cuerpos de las personas, los árboles, los
animales) que sólo puede ser comprendido porque participa de un mundo de ideas.
Gracias a este mundo podemos llegar a conocer ideas que no cambian nunca (como
las ideas matemáticas, por ejemplo), descubrir que unas cosas valen más que
otras, distinguir el bien y el mal (por las ideas de belleza y de bien) y
afirmar verdades universales, que valen para todo tiempo y lugar, cosa que la
vista y el oído nunca podrían ofrecernos. Sólo por la existencia del mundo
inteligible es posible la ciencia, el conocimiento que va más allá de lo que se
ofrece a nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras narices. Y de todas esas
ideas, la idea del bien es la suprema. Así como el sol hace posible que
nuestros ojos vean las cosas materiales, la idea del bien ilumina todo lo que
conocemos por la razón. Porque es la idea que nos atrae en la búsqueda de la
verdad, lo que se ha llamado el amor o eros
platónico, que no nos permite quedarnos instalados en el mundo material
y las necesidades del cuerpo. El mundo de los sentidos sólo puede ofrecernos,
como sustituto de la verdadera ciencia, lo que Platón llama opinión, es decir, un conocimiento de
inferior calidad, propio de las cosas que cambian y que resulta útil en muchos
casos, pero que no llega a comprender la realidad misma.
Pero el
conocimiento de las ideas requiere un aprendizaje largo y difícil, como veremos
enseguida.
El hombre.
Sólo el
hombre es capaz de conocer así. Los demás animales están limitados a los datos
que les ofrecen sus sentidos y por lo tanto son incapaces de conocimientos
universales. ¿Por qué? Porque el ser humano no es sólo cuerpo: él posee un alma
que es, por así decirlo, ciudadana del mundo de las ideas y que hace posible
que el hombre se eleve más allá de lo material y visible. Un alma que, a
diferencia de nuestro cuerpo, es inmortal y capaz de vivir muchas vidas
sucesivas y que vive en una lucha constante con un cuerpo que no comprende su
aspiración a lo más alto, ocupado como está en satisfacer sus necesidades y
deseos terrenales. Sócrates decía no temer a la muerte, porque estaba
convencido de que constituía la liberación del cuerpo y el paso a una vida
mejor para el alma.
Para explicar
todo esto Platón recurre a nuestro viejo conocido, el mito. No queda muy claro
si Platón cree realmente en esta explicación mítica, o simplemente la utiliza
como elemento pedagógico, para facilitar la comprensión de su filosofía a sus
discípulos. De todas formas, lo explica más o menos así. Antes de unirse al
cuerpo, al alma vivió en el mundo de las ideas y por lo tanto las conoció
directamente, cara a cara. Por una especie de “pecado original”, el alma es
exiliada de este mundo y se une a un cuerpo. Y cuando esto sucede, al alma se
olvida de los conocimientos que adquirió en su vida anterior: el cuerpo la
llena de inquietudes, de necesidades y deseos que hacen que el alma se ocupe
más del mundo visible que del inteligible. Sin embargo, algo queda en ella de
su antigua sabiduría, y cuando advierte en el mundo visible ese reflejo de las
ideas de que hemos hablado antes, es capaz de recordar las ideas mismas que
había olvidado. Aprender, por lo tanto, es recordar, y esto explica el episodio
del esclavo que resuelve ante Sócrates un problema de geometría: el alma del
esclavo ya sabía la respuesta, aunque la había olvidado, y bastaron las hábiles
preguntas de Sócrates para sacarla a la luz.
En términos
más filosóficos, podemos decir que Platón defiende el innatismo del
conocimiento: las ideas son innatas, las tenemos desde antes de nacer, y no
porque un maestro nos las inculque. Como vimos al hablar de Sócrates, todo
aprendizaje es reminiscencia,
es decir, recuerdo de lo que habíamos olvidado, de tal modo que la acción del
maestro se parece a la de una comadrona que ayuda a dar a luz la verdad.
Conviene advertir, de paso, que si separamos de las explicaciones platónicas
las alusiones al mito, este innatismo se parece mucho a modernas teorías
psicológicas y pedagógicas, que afirman la existencia en el ser humano de
estructuras innatas que hay que ayudar a desarrollar, antes que introducir en
el alumno los conocimientos desde fuera. Pero este es otro tema, que va más
allá de lo que podemos tratar aquí.
La política.
Antes hemos
dicho que toda la filosofía de Platón tiene un significado político. Para
comprenderlo, es necesario recordar que la política no significaba para los griegos
lo mismo que para nosotros. La polis
griega no era solamente un lugar donde vivir, como pueden serlo las ciudades
modernas: formaba parte fundamental de la vida de un griego libre. En la época
clásica no se concibe la búsqueda individual de la felicidad. La felicidad es
la felicidad de la polis, y el ciudadano será feliz en la medida en que se
integre como una parte de ella, de tal modo que el destierro de la polis era
para un griego similar a la pena de muerte. Todavía no había surgido el
concepto de individuo y mucho menos el de individualismo: el hombre se
comprendía a sí mismo formando parte indisoluble de la sociedad en la que
habitaba.
Platón es uno
de los representantes más claros de esta concepción política del hombre. Todo
el proceso de conocimiento que hemos descrito tiene un objetivo: conocer el
bien, la idea suprema que orienta o debe orientar toda nuestra vida, y sólo
aquellos que hayan llegado a conocerlo serán capaces de dirigir la ciudad hacia
su finalidad última: la felicidad de los ciudadanos. Es decir, el conocimiento
de las ideas está orientado a la formación de políticos, aunque de un modo muy
distinto al que ejercitaban los sofistas. Los políticos platónicos no deben
tratar de convencer sino de
buscar el bien de la ciudad. Y ese bien es universal, válido para todos los
ciudadanos, lo sepan ellos o no, ya que se no se fundamenta en una mera
convención o acuerdo entre los habitantes de la polis sino en ideas eternas que
deben ser el modelo por el cual se gobierne este mundo. Por ello sólo pueden
dirigir la ciudad aquellos ciudadanos que hayan sido capaces de elevarse sobre
el mundo visible y conocer las ideas en sí mismas, llegando hasta la idea
suprema del bien: el gobernante debe ser un rey filósofo.
La propuesta
política de Platón es, pues, una propuesta aristocrática en el sentido etimológico de la palabra: gobierno de los mejores, y por lo
tanto se aleja de la democracia
ateniense, que otorgaba el poder al pueblo. Para Platón, el pueblo nunca podrá
gobernar, porque el camino hasta las ideas es largo y difícil, y sólo una
pequeña parte de los hombres es capaz de ascender desde este mundo visible al
mundo de las ideas. La democracia sólo lleva a la lucha de facciones por el
predominio y la consiguiente fragmentación de la sociedad. Hay que notar, sin
embargo, que esta aristocracia platónica es una aristocracia de la sabiduría,
muy distinta de las aristocracias que han gobernado este mundo y que sólo
exigían “a los mejores” haber nacido de padres tan “aristocráticos” como ellos,
poseer suficiente cantidad de tierras y riquezas o haber vencido en la guerra.
Como dijimos antes, Platón echa de menos el esplendor de la polis del siglo de
oro y busca en la filosofía el camino para restaurarla, aunque este camino le
lleve muy cerca de una concepción totalitaria de la sociedad. Basándose en
estos principios construye -sobre el papel- lo que él considera una ciudad
perfecta, diseñando la primera utopía de la historia.
Coherente con
su doctrina filosófica, habrá que ocuparse ante todo del plan de estudios para
formar gobernantes. Platón detalla en La República lo que hoy llamaríamos las
asignaturas de ese currículo. No ha de quedarse en las enseñanzas corporales
tan valoradas en el mundo griego, como la gimnasia y la danza: esas asignaturas
se dirigen a perfeccionar el cuerpo que, como ya sabemos, está limitado al
mundo de los sentidos. De lo que se trata es de ayudar al alma a elevarse hasta
el mundo de las ideas. Para ello, conviene empezar por las matemáticas, no
porque Platón quiera formar matemáticos profesionales, sino porque su estudio
ayuda a superar el mundo de los sentidos. Las verdades matemáticas no se ven ni
se oyen: se piensan con la razón. Cuando enunciamos una ley matemática estamos
afirmando una verdad que los sentidos no pueden darme, ya que se trata de leyes
universales y necesarias. Y este aprendizaje acostumbra al alma a comprender
los límites del conocimiento sensible para llegar a la verdad. Los gobernantes
también deben estudiar astronomía, no para que se esfuercen en mirar hacia
arriba, sino porque el orden y la armonía del universo, que ya había
descubierto Pitágoras, son un buen reflejo de ese mundo de ideas a los cuales
el gobernante tiene que llegar. Pero la asignatura suprema, a la que pocos
llegan, será la dialéctica, es decir, el estudio de las ideas en sí mismas y no
sólo de sus reflejos en este mundo, hasta llegar a comprender la idea del bien.
Así como los ojos necesitan acostumbrarse para mirar el sol, así también el
alma se deslumbra con la idea del bien, y son necesarios muchos años de estudio
para poder hacerlo. Sólo el que lo consiga será digno de ser el rey filósofo y
podrá dirigir la polis hacia su
verdadera finalidad: la felicidad de los ciudadanos.
Esta
felicidad, sin embargo, no consiste en lo mismo para todos. Platón distingue
tres grupos de habitantes de la polis,
según el punto a que hayan llegado en el camino de ascensión hacia las ideas.
El grupo más numeroso lo forman los artesanos, que no han superado el mundo de
los sentidos (la opinión): su misión es el trabajo manual, que provee a la
ciudad de los bienes materiales que necesita para la vida. La virtud propia de
los artesanos es la templanza, es decir, el hábito de moderar las pasiones
conformándose con lo necesario: no se puede pedir más que esta virtud inferior
a quienes no han sido capaces de asomarse al mundo de las ideas. Algo más han
avanzado los guerreros o guardianes, que se encargan de defender la polis de sus enemigos y por lo tanto
su virtud característica es de un tipo más alto: la fortaleza, el valor capaz
de enfrentarse al enemigo y dar la vida por su ciudad. Queda reservado al
tercer grupo, el de los gobernantes, la virtud más alta que es la prudencia, es
decir, la sabiduría práctica, capaz de tomar las decisiones que convengan en
cada momento a la luz de las ideas, especialmente de la idea del bien. Y hay
que notar, cosa insólita en la época, que Platón abre la posibilidad de que a
este grupo de gobernantes accedan las mujeres, tradicionalmente ausentes de la
vida política de Atenas. Corresponde finalmente a la virtud de la justicia,
propia de la misma polis, dar a
cada uno lo suyo, es decir, distribuir las funciones públicas según la
capacidad de cada uno de los habitantes de la ciudad.
La
pertenencia a uno u otro grupo de ciudadanos la decide el proceso de la
educación: los que se quedan en los primeros pasos serán artesanos y según
vayan ascendiendo llegarán a guerreros o gobernantes. Pero una vez que forman
parte de uno de estos estamentos no deberán conspirar para pasar a un nivel superior,
bajo severas penas. Además, a los dos grupos superiores se les exige más que al
pueblo llano: no podrán tener una familia propia ni gozarán de propiedad sobre
sus bienes. Será el Estado quien decida las uniones, eduque a los hijos y
distribuya los bienes según las necesidades. Una especie de “policía secreta”
vigila para que este orden no se ponga en cuestión, llegando incluso a
desconfiar de los poetas, cuyo discurso no siempre se atiene a la corrección
política.
Como dijimos
antes, no hay lugar en la polis platónica
para lo que hoy llamaríamos “derechos individuales”: el ciudadano está en
función de la comunidad política y su felicidad radica en su integración en la
sociedad antes que en el cumplimiento de sus proyectos individuales.
Probablemente ninguno de nosotros querría habitar en esta ciudad platónica.
Pero algunas críticas actuales a esa utopía pierden de vista la época y el
contexto histórico en que se escribe: falta mucho tiempo para que se abran paso
lo que hoy entendemos por derechos humanos, como el derecho a la vida y a la
libertad. No se puede negar que, pese a su carácter totalitario, la República de Platón supera los
criterios dominantes en esa época acerca del ejercicio del poder, basado en el
nacimiento, la fuerza militar o la riqueza al proponer el predominio de la
sabiduría en la política.
En cualquier
caso, la filosofía de Platón inicia un camino que va a marcar todo el
pensamiento de nuestra cultura occidental. Como veremos más adelante, el
cristianismo tomó de Platón muchas de sus ideas fundamentales, hasta el punto
de que Nietzsche llamó a la doctrina cristiana “platonismo para el pueblo” y no
hay filósofo en la historia occidental que no haya tenido en cuenta su
pensamiento, empezando por su discípulo Aristóteles, de quien pasamos a hablar.
Aristóteles: presentación
(384-322 a.C.).
Pese a haber
sido durante veinte años discípulo de Platón, Aristóteles pertenece
culturalmente a otro siglo: en la segunda mitad del siglo IV a.C. ya no se
puede pretender la vuelta de Atenas a su pasado glorioso. Aristóteles acepta
más que su maestro la realidad en la que vive y trata de sacarle partido
renunciando a toda utopía. Como veremos cuando tratemos su política, no
pretende proponer un modelo de ciudad perfecta sino aprovechar lo mejor posible
los elementos positivos que encuentra en unos tiempos que ya anuncian la
decadencia de la polis.
Esta actitud
realista va a marcar toda su filosofía. También Aristóteles es un político, y
también toda su filosofía va a estar marcada por su concepción de la sociedad,
pero la distancia que toma del pensamiento de su maestro le va a permitir un
acercamiento más terrenal a la realidad de su tiempo. Incluyendo una actitud
más científica y menos poética que Platón, aun cuando desde muchos puntos de
vista haya superado a su maestro.
Revisando hoy
los escritos de Aristóteles (muchos perdidos para siempre) no llegamos a
comprender cómo la mente de un solo hombre ha podido producir una obra de tal
magnitud. Todos los temas posibles fueron objeto de su atención; escribió sobre
física, biología, astronomía, lógica, ética, política, estética, metafísica. Y
en unos tiempos en que no era posible recurrir a bibliotecas que recogieran
obras de sus antepasados sobre los mismos temas, como podemos hacer hoy. Quizás
esta misma genialidad ha sido la causa de que su doctrina frenara durante
muchos años la investigación científica: era tal el prestigio del imaestro que
durante siglos muchos intelectuales se limitaron a repetir y comentar sus obras
antes que a buscar caminos nuevos.
Aristóteles: su filosofía.
El conocimiento.
Aristóteles,
lo mismo que su maestro Platón, intenta resolver el viejo problema común a toda
la filosofía griega, del que ya hemos hablado: sabemos que sólo con los datos
que nos dan los sentidos no se puede hacer ciencia (o filosofía, que en esa
época no se distinguen). Porque la ciencia trata de las leyes universales y
necesarias de la realidad, y los sentidos lo único que nos pueden dar son datos
particulares (este árbol, aquel animal) y contingentes (que son así pero
podrían ser de otro modo). Los sentidos nos presentan un mundo que cambia
constantemente, mientras que la ciencia (por ejemplo las matemáticas) es capaz
de llegar a verdades que valen para todos los tiempos y lugares.
Acabamos de
ver la solución que da Platón a este problema: afirmar la existencia de un
mundo de ideas, de las cuales participan las cosas materiales. Pero a
Aristóteles no le convence esta división de la realidad en dos mundos
distintos: ¿cómo explicar un mundo de objetos materiales, que cambia
continuamente, por otro mundo de ideas universales que siempre permanecen
iguales? ¿Qué parentesco puede haber entre las cosas y las ideas? Él quiere
resolver el problema sin salir del mundo real que nos rodea.
Y por eso, en
lugar de aceptar la existencia de otro mundo, necesita distinguir en las mismas
cosas dos aspectos, dos modos de ser. Todo lo que existe (lo que él llama una sustancia) está compuesto por una materia (que es aquello de que está
hecha la cosa, el mármol de la estatua, por ejemplo) y una forma (que es lo que hace que esa
cosa sea lo que es, y no otra cosa distinta). En el caso de la estatua, la
forma sería -inventando una palabra horrible- “la estatuidad”, lo que hace que
ese mármol sea una estatua y no una columna. Todo lo que existe en nuestro
mundo tiene la misma composición, pero es importante comprender que no se trata
de “dos cosas” o “dos mitades”: la materia y la forma no se pueden separar, ya
que son maneras de ser y no realidades independientes. El mejor ejemplo es el
de los vivientes. Un gato, por ejemplo, está compuesto de un cuerpo (la
materia) y una forma (la vida, lo que le hace ser gato). Esta forma es
universal, ya que la comparte con todos los otros gatos. ¿Por qué distingue
Aristóteles estos dos aspectos? Porque la realidad lo exige, porque las cosas
cambian: cuando el gato muere, pierde su forma, deja de ser un gato, y sin
embargo su materia ha permanecido (ahora con otra u otras formas). Y lo mismo
sucede con todo lo demás. A esta teoría se la ha llamado hilemorfismo.
Gracias a esa
distinción podemos hacer ciencia. Porque al existir algo universal en los seres
particulares (su forma) podemos establecer leyes generales sobre la realidad.
Exagerando un poco, es como si las ideas de Platón hubieran bajado a la tierra
y habitaran en las cosas mismas, convirtiéndose en formas.
¿Cómo
llegamos a conocer esas formas? La explicación de Aristóteles es menos mítica
que la de Platón. Ya no es necesario que nuestra alma haya habitado en el mundo
inteligible y las recuerde. Lo que sucede es que nuestra inteligencia es capaz
de extraer de las cosas su forma universal (a esta operación se la llama
“abstraer”). Y gracias a esta capacidad, exclusiva del hombre, podemos formar
conceptos universales, que valen para todos los objetos de la misma especie, lo
que hace posible el lenguaje. Cuando hablamos de “árbol”, “piedra” u “hombre”
estamos aplicando a esos objetos particulares una forma universal que comparte
con todos los otros árboles, las otras piedras y los otros hombres, y lo
mismo sucede con todas las palabras que utilizamos. Los conceptos universales,
por lo tanto, están en nuestra mente, aunque con un fundamento real en las
cosas, que es su forma.
Nuestra
manera de conocer, por lo tanto, comienza por los sentidos: vemos, oímos,
tocamos lo que nos rodea. Captamos los colores, el calor y el frío, lo duro y
lo blando: lo que Aristóteles llama los accidentes.
No tenemos conocimientos innatos, como afirmaba Platón. Pero no nos quedamos
ahí: somos capaces de ir más allá (trascender) de esos datos y abstraer la
forma universal que nos permite un conocimiento intelectual, que hace posible
el lenguaje y la ciencia. Como se ve, una teoría del conocimiento quizás más
complicada que la de Platón, pero más cercana al mundo material.
El cambio y sus causas.
Pero esto es
sólo una fotografía de la realidad. Hasta ahora, hemos descubierto lo que
Aristóteles llama causas intrínsecas de las cosas (la materia y la forma),
hemos mirado dentro de ellas para ver cómo están compuestas. Pero nos falta
explicar el movimiento, el cambio, aunque algo hemos adelantado al explicar que
también las formas cambian, como en el ejemplo de la muerte de un ser viviente.
Habrá que profundizar ahora en la explicación aristotélica del problema del
cambio, que nos ayudará a entender mejor lo que hemos visto.
La idea
fundamental de Aristóteles para explicar el cambio o el movimiento (él los usa
como sinónimos) es la siguiente: todo
lo que cambia es compuesto. Y esto es fácil de comprender: todo cambio
implica que en la cosa que cambia hay algo que cambia y algo que permanece
(porque si no permaneciera ya no podríamos hablar de cambio, sino de
sustitución de una cosa por otra). Dicho de otro modo: entre los dos extremos
del cambio hay algo común y algo distinto. Por lo tanto lo que cambia no puede
ser simple: tiene que estar compuesto de dos modos de ser. Recordemos que no se
trata de partes o pedazos que se pudieran separar: se trata de principios o
formas de ser, que sólo se pueden distinguir con la inteligencia y nunca con
los sentidos.
Y esto nos
lleva al gran descubrimiento de la metafísica de Aristóteles: todo lo que
existe en el mundo que nos rodea está compuesto de acto y potencia. El acto
es el modo de ser terminado, completo. La potencia es aquello que todavía no es, pero puede ser. Pensemos,
por ejemplo, en una semilla y preguntémonos: ¿esa semilla es un árbol o no lo
es? Respuesta de Aristóteles: es un árbol en potencia, pero no lo es en acto. Cuando nació Platón era un filósofo en potencia, pero tardaría
unos años en serlo en acto. Y tengamos en cuenta que una misma cosa puede estar
en potencia en un sentido y en acto en otro. Por ejemplo, la crisálida de la
mariposa está en acto con respecto al huevo, pero en potencia con respecto a la
mariposa misma. Aplicando esta distinción el hilemorfismo que vimos antes, la
materia es la potencia con respecto a la forma, que es el acto: para que el
cuerpo del gato (potencia) sea realmente un gato necesita la vida (acto). Esta
distinción de Aristóteles, que entre el ser y el no-ser admite una tercera
forma, el ser en potencia, le permitirá enfrentarse al problema del cambio, que
Parménides consideraba imposible porque no admitía esa otra forma de existir.
Cambiar, por
lo tanto, no es otra cosa que pasar de la potencia al acto. Pero nada puede
pasar al acto por sí mismo: la potencia puede
cambiar, pero para que lo haga es necesario que un ser en acto la “empuje”, por
así decirlo. Nada se mueve a sí mismo. El bronce no se convertirá en estatua
por sí mismo ni un gato nacerá de la nada: en el primer caso necesita un
escultor, en el segundo unos padres. Es lo que Aristóteles llama la causa eficiente, es decir, la que le
da el ser a una cosa, la que la produce en realidad.
Pero esa
causa eficiente no es ciega, no actúa por casualidad sino en una dirección
determinada, que procede de su misma naturaleza: los escultores producen
estatuas (y no árboles), los gatos producen otros gatos (y no rinocerontes).
Esa dirección, esa intención de la causa eficiente es lo que Aristóteles llama causa final. Cuando se trata de
acciones del hombre, esa intención será consciente (el escultor sabe que va a
crear una estatua y quiere hacerlo); cuando las acciones sean de seres no
inteligentes la acción no será consciente (la semilla no sabe que creará un
árbol). Pero en los dos casos la causa eficiente tendrá una dirección
determinada, sea producida por la inteligencia humana o por la misma
naturaleza.
Aristóteles
aplica esta idea a todo el universo. El mundo en que vivimos es una inmensa cadena
de pasos de la potencia al acto, de formas que se producen por el influjo de
causas eficientes. Pero este proceso no es caótico ni desordenado: está
orientado por la causa final que está inscrita en la forma de cada ser y que
siempre tiende al acto, al ser terminado y perfecto, aunque nunca llegue a
conseguirlo. Todo funciona así en el universo: los astros recorren sus órbitas
según un orden eterno, los vegetales crecen, los animales se reproducen, los
hombres tratan de ser felices. Son aspectos del mismo orden de la naturaleza,
en la cual va floreciendo la forma sobre la materia, el acto sobre la potencia.
El Dios de Aristóteles.
Pero como
cada uno de esos pasos requiere un ser en acto (una causa eficiente) que lo
produzca, llegamos a la necesidad de que exista un Primer Motor que sea acto puro y forma pura, una Causa Primera.
Porque si no existiera ¿de dónde surgiría la energía que necesita esta cadena
de cambios? ¿Cómo explicar una serie de causas que reciben el movimiento unas
de otras sin que exista un origen de toda esa serie? Si nada se mueve a sí
mismo, es necesario que haya un principio que mueve sin ser movido, y ese es el
Primer Motor, el Dios de Aristóteles. Pero un Dios muy distinto al de nuestra
cultura cristiana: no se trata de un Dios personal, que conoce, quiere, ama y
decide. Es un Dios que se parece más a la fuerza de la gravedad universal que a
un Padre bondadoso; de hecho, Aristóteles lo sitúa más allá de las estrellas,
iniciando un movimiento que se transmite desde los astros hasta la hierba más
humilde. Como es acto puro, forma pura, todo lo que existe tiende a él, que es
la causa final del mundo en que vivimos. Y por supuesto, no se trata del
creador del universo: el universo es tan eterno como el Primer Motor.
Afirmación, por cierto, común a toda la filosofía griega, que no acepta la idea
de creación de la nada: habrá que esperar a la aparición de la cultura hebrea y
cristiana para que la idea de un Dios Creador aparezca en la Filosofía.
El ser humano y la
felicidad.
Como decía su
maestro Platón, el ser humano está compuesto de cuerpo y alma. Pero el concepto
de alma para Aristóteles es muy distinto del concepto platónico. Como todo lo
que existe en esta tierra, el hombre está compuesto de materia y forma, puesto
que también él cambia, nace y muere. Y, como en el caso de cualquier animal, el
cuerpo es la materia y el alma la forma, que en el caso de Aristóteles es un
sinónimo de vida. Pero así como no se puede separar físicamente la vida del
gato (su forma) de su cuerpo (su materia), lo mismo sucede con el alma humana.
A diferencia del alma inmortal de Platón, que había vivido antes de unirse al
cuerpo y seguiría viviendo después de la muerte, el alma aristotélica forma una
única realidad con el cuerpo y por lo tanto nace y muere con él. (Si bien en
algunos de sus textos habla de un “intelecto agente” universal con el que se
unirían las almas particulares en una especie de alma del universo cuyo
concepto no queda del todo claro).
Sin embargo,
el alma humana es esencialmente distinta del alma animal: porque la vida del
hombre no se limita a las funciones vitales del cuerpo sino que es capaz de
pensar racionalmente, de utilizar su inteligencia. Como hemos visto cuando
hablamos de su teoría del conocimiento, el alma humana es capaz de obtener
conceptos universales a partir de los datos que le dan sus sentidos, cosa de la
que no es capaz el animal.
Y por lo
tanto también será distinta su finalidad,
su causa final, recordando que para Aristóteles esta causa final es el motor de
todo lo que existe, lo que explica todos los cambios que suceden en el mundo.
En este sentido, la causa final es lo mismo que el bien: el bien de la semilla
es el árbol, el bien del huevo es el pollo, el bien del gusano la mariposa. Lo
que Platón ponía como coronación del mundo de las ideas ahora ha bajado a las
cosas mismas. El bien ya no está más allá de la realidad sino en todo lo que
existe, el bien es aquello que cada cosa tiende a conseguir: el amor platónico
toma un carácter más terrenal.
¿Cuál será
entonces el bien del hombre? Dicho en términos filosóficos, llevar al acto todo
lo que en él está en potencia, cumplir su finalidad. Dicho en términos más
sencillos, ser feliz. Pero ¿qué se entiende por felicidad? Desde luego que no
se trata de copiar el bien de los seres inferiores al hombre. El bien del cerdo
consistirá en comer hasta saciarse y dormir a pierna suelta. Pero si el hombre
lo imitara no estaría buscando el bien propio de su naturaleza humana sino
cometiendo un error al confundir su bien con el bien de otra especie. Desde
este punto de vista no hay que confundir la felicidad con el gusto: la
felicidad no es un asunto subjetivo, en el cual cada uno puede elegir lo que
más le apetece en cada momento. La felicidad del hombre consiste en desarrollar
lo que hace de él un ser humano, distinto por lo tanto de los demás animales. Y
esto que lo hace distinto es su capacidad racional, la facultad de emplear su
inteligencia para contemplar la verdad. Sin negar, por supuesto, el desarrollo
de lo que tiene de común con los otros animales: para ser feliz también
necesitará comer, dormir, gozar de buena salud y un moderado uso de los bienes
materiales. Pero todo esto es secundario: la felicidad plena (la actuación de
sus potencias) hay que buscarla en la vida contemplativa, en aquello de lo que
solamente el hombre es capaz. Como se ve, un concepto de felicidad bastante
distinto del mero placer.
Para lograr
esta felicidad hay que ejercitar la virtud, que es el hábito de elegir lo mejor
en cada caso, guiados por la razón. Y la virtud humana consiste en buscar el
punto medio entre los extremos, es decir, encontrar el equilibrio que nos evite
caer en los excesos característicos de las pasiones irracionales. Por ejemplo:
entre la cobardía del soldado que huye ante el enemigo y la temeridad de quien
se enfrenta a un ejército solo y desarmado está la virtud del valor, que
es el hábito de enfrentarse racionalmente al peligro. La generosidad será el
justo medio entre la avaricia y el despilfarro. Y así en los demás casos. Por
eso es tan difícil la virtud: porque hay muchas maneras de equivocarse, pero
sólo una de acertar. Como se ve, también en este punto Aristóteles lleva a la
tierra lo que su maestro Platón había situado en el mundo de las ideas: la
felicidad ya no consiste en elevarse hasta el bien que está más allá del mundo
sino en cumplir lo que nuestra misma naturaleza nos pide.
La política.
Como dijimos
antes, Aristóteles ya no sueña con recuperar la grandeza de la polis de los tiempos clásicos.
Renuncia, por lo tanto, a diseñar una ciudad perfecta, como había hecho su
maestro y trata de aprovechar los elementos positivos del tiempo que le ha
tocado vivir. Pero no por ello renuncia a la política: según sus propias
palabras, el hombre es “un animal político”, de tal modo que el hombre que no
necesita una polis deja de ser
humano para convertirse en una bestia o en un dios. Y es el único animal
político porque es el único que tiene lenguaje, ya que la ciudad está formada
por las leyes y esas leyes están hechas con palabras, a diferencia de las leyes
naturales que rigen las comunidades de los animales gregarios, que no tienen
lenguaje sino solamente voz. De tal modo que la comunidad política no es un
invento de los hombres sino una necesidad que está incluida en su propia naturaleza,
y en ese sentido la ciudad es anterior al mismo individuo: somos humanos porque
somos políticos, lo que nos hace humanos es pertenecer a una ciudad.
Como sabemos,
la idea central que recorre toda la filosofía de Aristóteles es la idea de
finalidad, de causa final. Y también aquí, el bien de la ciudad equivale a su
finalidad: la ciudad existe, según sus palabras, para “vivir bien”, es decir,
para conseguir la felicidad de sus ciudadanos. Pero hay que recordar que
todavía no puede hablarse de “derechos individuales”: el ciudadano está en
función del Estado, porque si bien es deseable la felicidad de un individuo, lo
es mucho más la de la ciudad, de modo que el bien de la polis está por encima
del bien de sus habitantes. Y, por supuesto, en esa comunidad política carecen
de derechos civiles los esclavos, las mujeres y los extranjeros.
Aristóteles
se pregunta cuál será la mejor forma de gobierno para la polis, y coherente con su abandono de
toda utopía, comprende que la monarquía y la aristocracia que Platón
propugnaba, aunque teóricamente superiores, suelen degenerar en regímenes
totalitarios y corruptos. Propone por lo tanto regímenes mixtos, que, según las
condiciones de cada ciudad, combinen lo mejor de la monarquía, la aristocracia
y hasta de la democracia.
Políticamente
hablando, Aristóteles fue el filósofo de las clases medias: el hecho de haber
abandonado los sueños platónicos de la ciudad perfecta, situar la virtud en el
justo medio y proponer como modelo al ciudadano corriente en lugar de exigir la
sabiduría casi heroica que pedía Platón hacen de él un pensador capaz de unir
la genialidad de su sistema con la comprensión del momento que le tocó vivir,
preludio de la disolución de la antigua polis.
El Renacimiento. Siglos XV y
XVI.
Después de la
crisis del siglo XIV, Europa está otra vez en condiciones de intentar una nueva
aventura cultural. De esa crisis ha quedado como herencia para el futuro una
actitud de cuestionamiento de los grandes sistemas teológicos medievales que va
a dejar un espacio libre para intentar nuevos caminos artísticos y filosóficos,
así como un interés naciente por comprender este mundo en el que vivimos,
interés que se expresa sobre todo en los rudimentos de una nueva ciencia.
Se suceden en
esta época una multitud de acontecimientos capaces cada uno de ellos de sacudir
profundamente el modo de vida medieval. Constantinopla cae en poder de los
turcos (1453), lo cual provoca que muchos intelectuales de Oriente emigren a
Italia, llevando con ellos la lengua y la cultura griega. La invención de la
brújula permite un desarrollo importante de la navegación, que entre otras
consecuencias hacen posible la expansión marítima y comercial de Europa y el
descubrimiento de América (1492). La utilización de la pólvora influye en la
decadencia de la antigua nobleza, cuyos castillos comienzan a caer bajo las
balas del cañón, facilitando así el dominio de las monarquías absolutas que
reinan en los nacientes estados nacionales y que reemplazan el poder disperso
de los nobles de la Edad Media.
La invención de la imprenta ayuda a difundir la cultura y favorece la Reforma religiosa al facilitar a los
creyentes el acceso al texto de la
Biblia. Desde el punto de vista económico empieza a surgir
una nueva clase, la burguesía, que carece de títulos nobiliarios pero posee
abundantes recursos financieros a los que deben recurrir los mismos reyes para
financiar sus guerras y sus cortes: no faltará mucho para que esta clase
comience a adquirir poder político. Se comienza a preparar la Revolución Francesa y el
capitalismo moderno. Todo ello sin contar la revolución científica, de la que
nos ocuparemos más adelante.
El
Renacimiento toma su nombre de la vuelta a la cultura clásica greco-romana que
se produce en estos siglos, superando una Edad Media que se consideraba
oscurantista y bárbara. Pero esta afirmación es demasiado simplista. Es verdad
que en el siglo XV y XVI la cultura de buena parte de Europa alcanza en poco
tiempo un grado de refinamiento que no conoció en los siglos pasados con una
nueva interpretación de la época clásica. Pero el corte no es tan claro como
parece. En muchos sentidos el Renacimiento es una prolongación de la Edad Media, y en el siglo XVI se
produce en muchos lugares un retroceso con respecto a la apertura del siglo
anterior. La Inquisición,
por ejemplo, es especialmente activa en esta época y a más de un renacentista
le costó el cuello su búsqueda de novedades. Más que un florecimiento general
de la cultura, el Renacimiento constituye un campo de batalla entre una cultura
que no quiere morir y una nueva forma de vida que se abre paso trabajosamente.
Y ello no del mismo modo en todas partes: el Renacimiento pleno, sobre todo
desde el punto de vista artístico, se produce en Italia, y se contagia en
diversa medida y con distinto ritmo al resto de Europa.
Sin embargo,
y teniendo en cuenta estas restricciones, se pueden señalar algunas
características comunes de estos nuevos tiempos. Quizás la más importante sea
el descubrimiento que el ser humano hace de sí mismo: el hombre empieza a mirar
su propia realidad, a valorar lo humano por su propio valor y no por ser el
resultado de la creación divina. “El hombre es un Dios humano”, decía el
Cardenal de Cusa. El humanismo renacentista intenta lograr un nuevo ideal
humano, un modelo de hombre adecuado a los nuevos tiempos. Y así como los
teólogos medievales habían recurrido a los viejos griegos en busca de
inspiración para su pensamiento, los renacentistas hacen lo mismo, aunque con
resultados muy distintos. El hombre del Renacimiento redescubre su cuerpo, que la Edad Media había expulsado de su
cultura, se interesa por el mundo que habita y las leyes que lo rigen y toma
conciencia de su poder frente a él. Donde más se nota este nuevo humanismo es
en las artes plásticas. La diferencia con el arte medieval no radica en el
talento de los pintores y escultores, sino en la diferente intención de los
artistas. Mientras la representación del cuerpo humano en la Edad Media era sólo un pretexto
para expresar la trascendencia divina, en el Renacimiento la representación del
cuerpo, frecuentemente desnudo, forma parte de ese interés por lo humano que se
expresa en todo el arte de esta época. Se introduce la perspectiva en la
pintura, que constituye una afirmación de que toda la realidad se somete al
punto de vista de quien la representa. La naturaleza empieza a intervenir en el
arte y no sólo como fondo sino con una reproducción muy cuidadosa de sus
características. En definitiva, el artista del Renacimiento mira al mundo que
le rodea, mientras que el medieval lo consideraba sólo un reflejo de una
realidad trascendente. Y lo mismo sucede en la música, la poesía o la
literatura.
No hay que
pensar, sin embargo, que el Renacimiento deja de interesarse por la religión.
La mayor parte del arte de esta época es arte religioso y el ateísmo aún no ha
aparecido en la escena intelectual. La diferencia con los siglos anteriores
radica en que se trata de una religiosidad distinta: se valora el mundo
considerando que en él resplandece la obra de Dios, mientras que en el arte medieval
se miraba la tierra como un mero peldaño para ascender hasta la trascendencia.
Las posturas panteístas, de las que hablaremos luego, expresan esta concepción
renacentista que considera el mundo como un ser divino, y por lo tanto valioso
en sí mismo.
Sin embargo,
no son estos siglos especialmente fecundos para la Filosofía, aunque no faltan
pensadores interesantes. Buena parte del pensamiento filosófico de la época se
dedicó a comentar a Platón y Aristóteles y a las escuelas helenísticas,
ignorando y aun despreciando los movimientos científicos que nacían en esa
época y que marcarían más adelante la orientación de la Filosofía. Surgió en esta
época el divorcio entre “ciencias” y “letras” que persiste en la actualidad.
Tal vez los cambios eran demasiados y demasiado bruscos para que la Filosofía encontrara la necesaria
distancia que se necesita para pensar sosegadamente lo que la época exige. Dijo
Hegel que la Filosofía
es como el búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer, queriendo expresar
que el pensamiento filosófico reacciona una vez que la historia ha señalado su
camino. Tal vez tenga razón. En cualquier caso, habrá que esperar un poco para
que llegue la gran Filosofía moderna.
Mientras esta
llega, se pueden señalar algunos autores que hicieron aportaciones
interesantes. Nicolás de Cusa (1401-1464), por ejemplo, es un filósofo
de transición: medieval en sus planteamientos básicos, adelanta sin embargo una
visión moderna de la naturaleza que se acerca al panteísmo, afirmando que el
universo es infinito, que carece de centro y que la tierra se mueve, todo ello
interpretado utilizando símiles matemáticos. Juan Pico della Mirandola
(1463-1494), es el autor de una famosa “Oración por la dignidad del hombre”,
que constituye un manifiesto del nuevo humanismo. Pico imagina (siguiendo un
texto de Platón) que en el momento de la creación del mundo Dios agotó todos
sus dones en las creaturas superiores e inferiores al ser humano, de tal modo
que cuando llegó el momento de crear al hombre no le quedaba ya nada que darle.
Decide entonces que en lugar de otorgarle una esencia determinada, como a todo
lo demás, le concederá la posibilidad de convertirse en lo que él quiera: podrá
elevarse hasta convertirse en un ángel o degradarse hasta ser una bestia. Pico
adelanta así una concepción del hombre que reaparecerá de otro modo en el
existencialismo del siglo XX. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es
considerado el creador de la ciencia política, que independiza de la ética a la
que había estado unida desde Platón en adelante. También en esta línea de
filosofía social, renacen en esta época las utopías o modelos de sociedades
perfectas, siguiendo la tradición de La República
platónica, como las de Tomás Moro (1480-1535) y Campanella (1568-1639).
Giordano Bruno (1548-1600) tuvo, como Tomás Moro que fue decapitado, un
destino trágico, ya que terminó quemado en la hoguera por la Inquisición. Aceptó el
heliocentrismo de Copérnico, que enseguida veremos, y la infinitud del
universo, afirmando además que existen en él otros mundos habitados. Su
concepción del universo es claramente panteísta: se trata de un organismo
viviente, que no es otra cosa que el despliegue de Dios mismo.
Muchos otros
autores se dedicaron a releer a los griegos desde una óptica distinta,
renunciando a los sistema teológicos que dominaron la Edad Media y atendiendo a la
originalidad del ser humano en el conjunto del universo. Todo ello recibiendo
la influencia de los pensadores árabes, que provenían de una cultura mucho más
elaborada que la de la Edad Media
europea. Pero quizás la influencia decisiva para comprender los siglos que se
avecinan hay que buscarla en el profundo cambio que sufre el pensamiento
científico desde finales del siglo XIV hasta el siglo XVII, que comentaremos
enseguida.
El nacimiento de la ciencia
moderna. Siglos XIV a XVII.
Como hemos
dicho antes, el pensamiento científico de Aristóteles era tan potente que su
influencia duró casi dos mil años sin que nadie se atreviera a cuestionarla
seriamente. Antes de revisar estos cuestionamientos conviene echar un vistazo a
los principios científicos del filósofo griego, que significó un gran progreso
en su tiempo pero un freno para la ciencia siglos más tarde.
La ciencia
de Aristóteles se basa en el mismo concepto que marca todo su sistema
filosófico: el concepto de causa final. La naturaleza se rige por unas leyes
simples: todo lo que se mueve es movido por otro y es movido según una
finalidad que la naturaleza lleva inscrita en su misma esencia y que todo lo
que existe tiende a realizar. Por ejemplo: cuando una piedra cae sucede lo
mismo que cuanto el fuego sube. Ambos tienden a su lugar natural, tienden a la
finalidad que su esencia les marca, tratando de recuperar su lugar natural.
Cuando una flecha surca el aire es porque el arco le ha comunicado el
movimiento y si se sigue moviendo después es porque el aire que desplaza la
continúa empujando. Por otra parte, la tierra está inmóvil en el centro del
universo (modelo geocéntrico), rodeada de esferas cristalinas en las cuales
están engarzados los astros. Estas esferas giran a su alrededor con un
movimiento circular uniforme, que es el más perfecto de los movimientos, ya que
están movidas por el Primer Motor que a su vez mueve varios primeros motores
secundarios. Además, los astros son esferas (la forma más perfecta) compuestas
por una materia incorruptible, el éter o quinta esencia (las otras cuatro, de
las que está compuesto este mundo, son la tierra, el agua, el aire y el fuego).
Como se ve, la física de Aristóteles se basa en principios metafísicos antes
que en la observación de los datos: la noción de movimiento implica cierta
imperfección, de tal modo que sólo el Primer Motor Inmóvil constituye un ser
pleno y realizado. Y los astros, más cercanos a ese Primer Motor, se acercan
más a la perfección que nuestra pobre tierra, ya que son esferas perfectas y
están compuestos de una materia que no cambia ni se corrompe. La sombra del
viejo Parménides sigue presente en la física aristotélica.
Como este
modelo astronómico de Aristóteles no coincidía con la observación de los
cielos, el astrónomo greco-egipcio Claudio Ptolomeo establece en el siglo II
una serie de correcciones que permiten adecuar el modelo geocéntrico a los
datos observables, si bien aclara que su sistema no pretende describir la
realidad tal como es sino aportar un modelo de cálculo que permita salvar las
apariencias. El sistema de Ptolomeo es adoptado por los astrónomos durante casi
diecisiete siglos, ya que permitía realizar cálculos astronómicos con
suficiente precisión manteniendo el prejuicio ideológico y religioso de que la
tierra se mantenía inmóvil en el centro del universo. Sin embargo, era tan
complejo que Alfonso X, el Sabio, comentó que si Dios le hubiera pedido consejo
para hacer el universo el resultado no hubiera sido tan complicado.
Los primeros intentos de una
nueva ciencia.
Los primeros
cuestionamientos a esta visión aristotélica del universo son algo ingenuos y
poco tienen que ver con los principios sobre los que va a edificarse la ciencia
moderna. Pero tienen el mérito de intentar nuevos caminos para la investigación
y sobre todo de haber llamado la atención sobre la necesidad de observar los
hechos antes que tratar de imponerles un prejuicio ideológico. Ya en el siglo
III a.C., cuando los griegos en plena época helenística establecieron en
Alejandría un importante polo de desarrollo cultural, Arquímedes
(278-212) había hecho descubrimientos físicos y matemáticos de enorme
importancia. Pero es a partir del siglo XIV cuando los dogmas aristotélicos
comienzan a dejar espacio para una nueva física, que en pocos siglos
transformará el mundo.
Algunos
pensadores del siglo XIV, como Buridán (1295-1348) y Oresme (1325-1382)
comienzan a dudar acerca de la necesidad de que la tierra permanezca inmóvil en
el centro del universo, aunque finalmente terminan afirmándola. El primero
insinúa también los fundamentos del principio de inercia, cuestionando así la
afirmación de Aristóteles acerca de la necesidad de que causa permanezca activa
durante toda la trayectoria del móvil.
Durante el Renacimiento
se abre paso progresivamente la necesidad de reformar la astronomía, que será
en adelante la ciencia pionera, si bien algunos de estos intentos de reforma se
limitan a una vuelta a las teorías ptolemaicas y aristotélicas. Para la gran
reforma habrá que esperar al siglo XVI: un clérigo polaco, Nicolás Copérnico
(1473-1543), propone un nuevo modelo del universo radicalmente distinto del
de Aristóteles, hasta el punto de que se extendido el uso del término
“revolución copernicana” para calificar cualquier proceso radical de cambio.
Decidido a simplificar el complejo sistema de Ptolomeo, introduce un modelo
heliocéntrico de raíz platónica, suponiendo que es el sol el que ocupa el
centro del universo y la tierra gira a su alrededor a la vez que rota sobre sí
misma. Mantiene, sin embargo, las esferas celestes con su movimiento circular
uniforme, que no será revisado hasta un siglo más tarde. A pesar de que su
sistema resulta en ocasiones menos operativo que el de Ptolomeo, que había
tenido tiempo de ser ajustado a la observación, Copérnico abre la puerta a una
nueva manera de ver el mundo, que rompe los límites cerrados del modelo
vigente, perfeccionado y matematizado ya en el siglo XVII por Johannes
Kepler (1571-1630). Por eso, su importancia va a extenderse mucho más allá
de la astronomía: lo que pone en cuestión Copérnico es el puesto del hombre en
el universo.
A partir de
allí, la astronomía representará la avanzada de una profunda transformación que
se extenderá no sólo a la ciencia sino al conjunto del pensamiento moderno. Y
el profeta de esa nueva visión del mundo será Galileo Galilei (1564-1642),
un italiano genial que puso las bases del futuro método científico, aunque haya
que esperar un siglo más para que sus intuiciones lleguen a la madurez, ya que
están marcadas por un enfoque racionalista que reduce el papel de la
experimentación empírica.
Galileo no
fue un filósofo ni un teólogo, aunque su defensa del heliocentrismo copernicano
fue considerada herética por la
Inquisición, que a punto estuvo de quemarlo en la hoguera. Su
concepción del universo, pese a algunos descubrimientos importantes, repite el
sistema de Copérnico (que había sido tolerado un siglo antes) y desde el punto
de vista físico-matemático su astronomía es más primitiva que la de su
contemporáneo Kepler. Y sin embargo, uno puede preguntarse por qué llegó a
poner en su contra con tanta virulencia a los poderes de su época, aun cuando
se cuidó de mantenerse fiel a la doctrina teológica de la Iglesia. Además de cierta
imprudencia temperamental de Galileo, que era un provocador nato, quizás haya
que buscar la razón en que sus propuestas anunciaban una transformación radical
de la relación entre el hombre y el mundo que le rodea. Probablemente el poder
de su tiempo intuyó que detrás de esos cambios astronómicos y físicos se
avecinaban cambios más profundos, que afectarían a la estructura social,
política y económica de Europa, cambios que las estructuras conservadores de la Iglesia y del Estado de su tiempo no
estaban dispuestos a tolerar. Como en efecto sucedió.
No es este el
lugar para enumerar los numerosos aportes de Galileo a la astronomía y a la
física. Pero para entender la historia de la Filosofía de la modernidad es
necesario detenerse un momento en su manera de concebir el estudio de la
naturaleza. Galileo echa las bases de lo que sería el método científico, es
decir, de los pasos que un científico sigue para realizar una demostración.
Esos pasos, en el caso de la física, pueden reducirse a tres: el
científico observa un hecho cualquiera de la naturaleza; en segundo lugar
elabora una hipótesis, es decir, una explicación provisional de ese hecho,
utilizando para ello el lenguaje matemático; finalmente, realiza un
experimento, mediante el cual pone a prueba su hipótesis para ver si realmente
sirve para explicar ese hecho. Si sirve, tenemos una ley física comprobada; si
no sirve, habrá que elaborar una nueva hipótesis. Pongamos un ejemplo. Se
cuenta que Galileo observó durante una misa la oscilación de una araña de luces
que pendía del techo de la iglesia (observación); Galileo supone que el tiempo
que tarda la araña en oscilar es siempre el mismo, independientemente de que la
oscilación sea más corta o más larga (hipótesis). Galileo mide, utilizando su
propio pulso, el tiempo de oscilación y comprueba que no varía según su
amplitud (comprobación de la hipótesis). Y ya tenemos verificada la ley de
isocronía del péndulo. El mismo método lo aplica a otros fenómenos, como la
trayectoria de la bala de un cañón o la caída de un objeto desde una torre.
Más adelante
estas comprobaciones de Galileo alcanzarán una formulación matemática más
precisa. La ley del péndulo quedará de la siguiente manera: el tiempo de
oscilación es igual a dos pi multiplicado por la raíz cuadrada de la longitud
de la cuerda partida por la constante de la gravedad. (Pedimos disculpas por
introducir una fórmula matemática en este texto, que según la dicotomía
renacentista pertenece a las “Letras”. Prometemos que será la última). Es
difícil exagerar la importancia de estos descubrimientos: esta unión de un
fenómeno físico con una fórmula matemática es la herramienta científica que
provocará un cambio sin precedentes en los siglos futuros, aplicando la
conocida frase de Galileo: “el mundo es un libro escrito en caracteres matemáticos,
y es necesario saber matemáticas para poderlo leer”. Una vez descubierta la ley
matemática del péndulo (o de cualquier otro fenómeno) el péndulo queda
“domesticado”, a disposición del hombre. Con sólo variar la longitud de la
cuerda (única variable de la fórmula) el péndulo oscilará según el ritmo que el
científico decida, de tal modo que en un reloj el péndulo ha quedado cautivo y
obediente al relojero que desea utilizarlo para medir el tiempo. Y la bala del
cañón deberá seguir la trayectoria prefijada por el artillero. Y si extendemos
este ejemplo a toda la naturaleza, cualquier fenómeno natural podrá ser
dirigido para adaptarse a las necesidades del hombre. Entre la domesticación
del péndulo para construir un reloj y la domesticación del silicio para
fabricar un ordenador sólo hay una diferencia de tiempo. Si bien hay que
recordar, para no caer en un optimismo ingenuo, que la domesticación del átomo
lleva también a la destrucción de ciudades enteras.
El siglo XVIII: la Ilustración.
Como siempre,
la identificación de un siglo con una época histórica tiene mucho de
arbitrario. La Ilustración
(o el Siglo de las Luces) se venía preparando desde el Renacimiento, y aun
antes, y de hecho muchas de las características que ahora veremos no son
otra cosa que la maduración de reformas renacentistas. Hay que notar además que
así como el Renacimiento nace en Italia y se contagia con ritmo muy diverso al
resto de Europa, la Ilustración
es un fenómeno que si bien se inicia en Inglaterra se desarrolla fundamentalmente
en Francia. Alemania le sigue, pero hay regiones, como España, en las cuales la Ilustración pasa casi de largo,
de no ser por algunos intelectuales aislados. Sin embargo, y con estas
precisiones, se pueden mencionar algunas características de esta época que han
tenido un papel importante en la construcción de este mundo occidental en
que vivimos.
La Ilustración se produce en la
época de las revoluciones liberales-burguesas, que culminan en la Revolución Francesa de
1789. Como ya había comenzado a suceder en el Renacimiento, los comerciantes y
financieros de las ciudades habían acumulado un poder económico mucho mayor que
el de los nobles terratenientes, que agotaron su fortuna en guerras y lujo. Y,
como sucede siempre, el poder económico otorga poder político: simbólicamente,
el fin del siglo XVIII está marcado por la toma del poder por parte de esa
burguesía en Francia, que culmina así su lucha contra el absolutismo reinante.
Mientras, se comienzan a formar los Estados Nacionales, sustituyendo a los
antiguos reinos, preparando así el camino a los Estados modernos.
Si bien la
economía sigue siendo fundamentalmente agraria, se empieza a desarrollar hacia
fines del siglo (sobre todo en Inglaterra) la revolución industrial que
cambiará radicalmente el modo de producción en el siglo siguiente: la ciencia
comienza a dar sus frutos tecnológicos. Y la población experimenta un
considerable incremento, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de
“revolución demográfica”. El mundo europeo se amplía a finales de siglo con la
aparición en escena de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya Constitución es
la primera de la historia y que en poco tiempo se convertirá en la primera
potencia industrial.
Estos hechos
tienen una relación muy directa con los cambios en el modo de pensar: los
burgueses son individuos, en el
sentido estricto de la palabra, mientras que los antiguos nobles eran parte de
un linaje, una familia, un territorio. La nueva clase dirigente ha conseguido
el poder con su propio esfuerzo, así como el científico de la era moderna se
siente capaz de transformar la naturaleza a la medida de sus necesidades. El
individualismo de Descartes no hace más que dar fe de esta nueva manera de
comprenderse el hombre a sí mismo, si bien habrá que esperar un poco para que
esa proclama llegue a su madurez.
Esta actitud
activa y crítica del hombre moderno implica un optimismo en ocasiones algo
ingenuo. Con algunas excepciones, como la de Rousseau, los dirigentes de la Ilustración se sienten capaces
de iniciar una etapa de la humanidad en la que la naturaleza sea dominada, el
hombre supere todos los prejuicios y supersticiones que han detenido su
progreso y la humanidad entera llegue a un estado de paz y prosperidad. Los
ilustrados franceses publican La Enciclopedia, un
enorme tratado que intenta recopilar todo el conocimiento de la época, desde
los más abstrusos problemas filosóficos y científicos hasta las técnicas para
trabajar la madera o cultivar los campos. Se pretende recoger en ella la
inmensa cosecha de sabiduría cultivada desde los griegos hasta el presente,
esperando que con esos instrumentos a su disposición el hombre moderno se
haga dueño del mundo y de su propio destino. Afortunadamente para ellos, estos
ilustrados no podían conocer la trágica historia de los siglos siguientes
porque en ese caso hubieran sufrido un duro golpe en su optimismo.
¿Cuál era el
fundamento filosófico de esta confianza en la Humanidad que destilaba el Siglo
de las Luces? Sin duda, el descubrimiento de la razón. Pero este tema
merece un tratamiento aparte.
La razón ilustrada.
Por supuesto
que el descubrimiento de la razón es muy anterior al siglo XVIII. Desde el logos de los viejos griegos hasta la
razón teológica de Santo Tomás de Aquino, pasando por el más modesto empleo del
lenguaje articulado, siempre la relación del hombre con el mundo que le rodea
estuvo determinada por su naturaleza racional. Pero la razón que orienta el
Siglo de las Luces es una razón que ha pasado por muchas experiencias
históricas. Kant llamaba a la
Ilustración la época en que la razón había adquirido la
mayoría de edad. Quizás al hacerlo pagaba también un tributo a ese optimismo
moderno del que hemos hablado, pero no cabe duda de que en el movimiento
filosófico ilustrado la razón empieza a liberarse de la tutela que había
padecido por parte de la teología medieval y toma conciencia de su autonomía.
Por otra parte, y eso la diferencia del viejo logos griego, se trata de una razón que ha asumido el formidable
paso que da la ciencia en esa época y que es capaz de cuestionarse a sí misma,
de asumir una actitud crítica con respecto a sus posibilidades y sus límites,
cosa que no había logrado la incipiente filosofía del Renacimiento.
Quizás esta
posibilidad que tiene la razón moderna de preguntarse por su propia capacidad
de conocer, como ya había hecho Descartes, sea la característica fundamental
del pensamiento de esta época. Por eso el tema primero del que se ocupa
la filosofía de la Ilustración
ya no será el mundo y ni siquiera el hombre en general sino la teoría del
conocimiento: qué se entiende por verdad y hasta qué punto la razón humana es
capaz de alcanzarla. La razón siempre ha sido crítica, pero ahora es crítica
ante todo de sí misma, es capaz de dudar de sus propias fuerzas y someterlas a
examen.. Y ello implica que la razón moderna intenta despojarse de la
carga que implicaba el principio de autoridad, por el cual el peso de la
tradición y la doctrina de los maestros constituía un freno para la libertad
del pensamiento, como bien lo experimentaron Giordano Bruno o Galileo,
por ejemplo.
Especialmente
interesante resulta la relación de la razón ilustrada con la fe. Esa relación
no se rompe sino que se seculariza: la razón abandona el ámbito de lo sagrado,
del misterio teológico, para ocuparse del saeculum, es decir, del siglo, del mundo en el que viven los
hombres, de la realidad de aquí abajo. Pero al hacerlo los nuevos conceptos
conservan un aire de familia que delata su origen. Por ejemplo: la idea
cristiana de Providencia, es decir, de la paternal conducción de la historia
por parte de Dios se convierte en la idea de Progreso; la comunión de los
santos que definía el concepto de Iglesia se transforma en la Humanidad; muchos de los atributos
de Dios se aplican a la Naturaleza;
finalmente, la Razón
asume en buena parte el papel de la fe. Y sin embargo estos nuevos conceptos
secularizados siguen conservando el recuerdo de su origen religioso: la
confianza que muchos ilustrados depositan en estos nuevos conceptos, el
optimismo con que esperan su cumplimiento, hacen pensar que la nueva cultura
ilustrada consiste no sólo en ideas filosóficas sino que incluye creencias que
no han olvidado del todo su origen trascendente.
De hecho, el
ateísmo es raro durante el siglo XVIII, mientras que surge con fuerza el
deísmo: la creencia en un Dios que se puede conocer por la pura razón, creador
y organizador del universo pero que no interviene en el curso de la historia.
La filosofía de Voltaire (1694-1778) constituye un ejemplo clásico de
esta religión natural. Sin embargo, no pocos autores siguen afirmando posturas
teístas, es decir, su creencia en la revelación, en la providencia divina y en
el carácter personal de Dios, como por ejemplo sucede en el caso de Kant, que
veremos con más detalle.
Rousseau: una teoría de la
democracia.
Si Hume pone
en crisis la teoría del conocimiento, Jean Jacques Rousseau (1712-1778)
dedica su filosofía a defender una nueva visión del hombre y la sociedad que
tendrá un enorme influjo en la
Ilustración y después de ella.
Rousseau
retoma el problema que ya habían planteado Hobbes y Locke: ¿cuál es el estado
natural del hombre? Es decir: ¿cómo era el hombre antes de fundar la sociedad?
O quizás mejor: ¿cómo sería el hombre si prescindiéramos de lo que la sociedad
ha puesto en él? Rousseau supone lo contrario que Hobbes: el hombre natural era
un ser benévolo, que vivía en paz con la naturaleza y con los demás hombres,
satisfacía con facilidad sus limitadas necesidades y carecía de ambición y de
avaricia. Este “buen salvaje” gozaba de una placentera libertad natural y
estaba guiado por un sano amor de sí.
Todo se
arruina cuando aparece la propiedad privada: cuando un hombre cerca un terreno
y proclama que es suyo, comienza el egoísmo, las envidias y la injusticia. Se
termina la paz del estado de naturaleza y esta situación es aprovechada por los
poderosos para imponer unas leyes injustas que, bajo pretexto de establecer la
paz, sólo se dirigen a perpetuar la opresión de los débiles y anular su
libertad. Es decir, el progreso en la cultura, las ciencias y las artes, ha
traído consigo una situación de esclavitud para un ser humano que había nacido
libre. Como se ve, una postura pesimista acerca de la situación social de su
tiempo que no compartían muchos de sus contemporáneos ilustrados, encandilados
por la idea de progreso.
¿Qué hacer
ante esta situación? Rousseau comprende que no se puede volver a un estado
adánico y resucitar al buen salvaje: su crítica no apunta a la civilización en
general sino a la forma concreta que esta civilización ha adquirido. Propone en
cambio establecer un nuevo contrato social muy distinto del que propugnaba
Hobbes con su legitimación del absolutismo. Un contrato mediante el cual el
individuo una sus fuerzas con las de los demás sin perder su libertad. Para
lograrlo, se trata de establecer lo que él llama la voluntad general, es decir, la voluntad de la comunidad en su
conjunto, que no es la mera suma de las voluntades individuales. Desde el
momento en que el ciudadano acepta someterse a esta voluntad general no pierde
un ápice de su libertad, ya que se somete a una ley que él mismo se ha dado
como parte de esa comunidad y por lo tanto no obedece a nadie más que a sí
mismo. Cada uno se da a todos los demás y al hacerlo recobra esa libertad que
entrega, con la ventaja de que aumenta su fuerza y la defensa de lo que es
suyo. Esta voluntad general se determina por medio del sufragio
universal, que tiene la virtud de eliminar las opiniones extremas y establecer
la opinión común de la sociedad. Desde el momento en que un ciudadano ha
aceptado libremente el pacto, el resultado de la votación, cualquiera que sea,
estará expresando su propia voluntad, aun cuando él haya votado otra cosa
distinta.
Se pasa así
del estado de libertad natural propio del buen salvaje al de una libertad civil
fundada en la razón, creando una unión social perfecta que está muy por
encima del estado de naturaleza. Y aquí Rousseau, ilustrado y optimista en el
fondo, supone que este nuevo orden social será capaz de erradicar el mal y la
injusticia y asegurar la felicidad del hombre.
La concepción
de la democracia que defiende Rousseau no coincide demasiado con las
democracias modernas. Él propone una democracia directa que excluye toda
delegación del poder, rechaza los partidos políticos y la división de poderes.
Su influencia, sin embargo, ha sido enorme no sólo entre los teóricos de la
filosofía política sino también en la filosofía moral, como veremos enseguida
al describir la ética de Kant.
Kant: la síntesis de la Ilustración.
Emmanuel
Kant (1724-1804) llena todo el siglo XVIII, tanto desde el punto de vista
cronológico como ideológico. Su filosofía intenta recoger en una síntesis
genial los elementos sueltos que construyeron la Ilustración: el racionalismo, el
empirismo, la ciencia moderna, la teoría ética y política. Y ello hasta el
punto de que sucede con él algo parecido a lo que pasó con Sócrates: su
pensamiento divide en dos la historia de la Filosofía de su época, en un
período pre-kantiano y otro post-kantiano.
Y sin
embargo, no fue en su tiempo un personaje famoso sino más bien un oscuro
profesor en una ciudad perdida de la
Prusia oriental (Koenigsberg, ahora parte de Rusia) de la que
casi no salió en su vida, dedicada en su totalidad a leer, escribir y dictar
clases. Desde allí, Kant revoluciona el pensamiento ilustrado, en una época en
que las comunicaciones eran extremadamente difíciles. Hombre metódico hasta la
exageración, creyente convencido, cordial y amable con los demás y exigente
consigo mismo, soltero empedernido. Se cuenta que las amas de casa de
Koenigsberg ponían el reloj en hora guiándose por la hora en que veían pasar a
Kant para dar su paseo de la tarde. Siguiendo un estricto régimen de vida logró
vivir ochenta años en un clima inhóspito y continuar escribiendo casi hasta el
final de su vida.
A Kant le
preocupaba un problema que sigue preocupando hoy a quienes se aventuran por la
historia de la Filosofía:
¿por qué las ciencias progresan según pasa el tiempo y sin embargo la Filosofía vuelve a empezar
continuamente, sin llegar a ningún acuerdo en los problemas fundamentales?
Adelantemos la respuesta de Kant, dejando para después su explicación: eso
sucede porque la ciencia trata de conocer aquello que puede conocer, es decir,
aquellos temas adecuados a la capacidad de nuestra razón porque tenemos datos
para pensar en ellos. La Filosofía,
en cambio, está empeñada en conocer problemas metafísicos, aquellos a los que
no alcanzan nuestros sentidos, como la existencia de Dios o la
inmortalidad del alma. Y las modestas fuerzas de nuestra mente no son capaces
de enfrentarse a estas cuestiones. Aunque quizás pueda encontrarse en la
experiencia humana algún otro camino que nos permita acercarnos a ellos. Pero
vayamos por partes.
La razón práctica.
Pero nosotros
no usamos la razón solamente para saber cómo son las cosas ni para hacer
ciencia. También la utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para dirigir
nuestra conducta. Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos ¿qué debo
hacer?, nuestra razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la respuesta:
buscamos razones a favor o en contra, las comparamos, justificamos con ellas
nuestra decisión o nos sentimos culpables por haber actuado por razones
equivocadas. Este es el llamado uso
práctico de la razón, o razón practica.
Y aquí
aparece una diferencia muy importante con la razón teórica, que es su dimensión
moral. La razón práctica en las decisiones morales no puede basarse en los
datos de los sentidos, en la experiencia. Por una razón muy clara: cuando la
razón pregunta ¿qué debo hacer? no se está refiriendo a lo que existe sino a lo
que debe existir, no pregunta
por lo que es sino por lo que debe ser. Y es evidente que lo que debe ser (y por lo tanto
todavía no es) no podemos verlo, oírlo o tocarlo. En este sentido la razón
práctica es siempre pura, en el
sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El deber ser no puede justificarse en la observación de la
naturaleza: aunque veamos que alguien asesina a otro (dato empírico) la razón
sigue afirmando que no se debe matar: veremos en qué se basa pero lo que está
claro es que no se basa en la observación de los hechos. Tal vez si
examinamos este uso de la razón podamos aproximarnos a esos noúmenos que la ciencia no podía
conocer precisamente por su falta de datos empíricos.
Mientras que
la razón teórica formula afirmaciones o juicios (“el calor dilata los
cuerpos”), la razón práctica formula mandamientos o imperativos (“no se debe
matar”). Pero existen dos tipos de imperativos: el primero, que Kant llama hipotético, es aquel en el cual la
obligación se basa en motivos de tipo empírico, o, dicho de otra forma, en un
premio que se pretende conseguir o un castigo que se pretende evitar. Por
ejemplo: “si quieres conservar bien la dentadura, lávate los dientes”, “si no
quieres que te suspendan, estudia filosofía”. Es evidente entonces que si no
nos importan las consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este
tipo de imperativo no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en
motivos que implican datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar
los mismos límites que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que
advertir que Kant considera empíricos también los sentimientos, como el placer,
el dolor y los afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos
produce placer o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo
hipotético.
¿Es que acaso
hay otro tipo de imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez sin buscar
un premio, aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant no lo
duda: existen imperativos categóricos,
es decir aquellos en los cuales la obligación se basa únicamente en el deber:
haz esto porque debes. Y punto. Por lo tanto no dependen de ninguna condición,
de ningún premio ni castigo, ni siquiera afectivo, ni siquiera, para los
creyentes, de la esperanza de la salvación eterna ni del temor al infierno. Por
ejemplo: supongamos que tengo un amigo rico que está casado con la mujer que yo
quiero. Estamos solos al borde de un precipicio, no hay nadie en varios
kilómetros a la redonda. Me bastaría un suave empujón en su espalda para
quedarme con su dinero y su mujer, sin ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo
hago? Desde el punto vista hipotético y empírico todo son ventajas; sin
embargo, está claro que no debo
hacerlo. Pero también es cierto que podrían existir otras razones ocultas, como
el miedo a los remordimientos o el temor a la vida futura, lo cual nos volvería
a llevar al terreno empírico de los premios y los castigos.
El deber
moral no se puede demostrar con teorías: es un hecho, y como todo hecho se
impone sin necesidad de pruebas. Si alguien le discutiera a Kant la existencia
del deber moral, argumentando que siempre obramos por nuestras conveniencias
empíricas, Kant le contestaría que no puede seguir la discusión. Se trataría de
un caso similar al de una persona que escuchara una sinfonía de Mozart y
opinara que desde el punto de vista estético no se diferencia del ruido de una
moto: es imposible demostrarle lo contrario. Todo lo que sigue parte del hecho
de que existe el deber moral, aun cuando siempre podamos discutir acerca de su
contenido concreto, su fundamento, su origen. Y aun cuando no podamos
demostrarlo, hay que reconocer que la experiencia cotidiana de cualquier
persona normal es capaz de distinguir cuándo está obrando por interés propio y
cuando se enfrenta a una obligación moral, aun cuando existan situaciones
confusas.
¿En qué
consiste ese imperativo categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten los
mandamientos judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre,
etc. El imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un
imperativo formal: se refiere a
la forma, a la manera en que actuamos, y no pretende proponer una lista
de acciones buenas o malas. Porque una misma acción puede ser moral o no serlo
según su forma: podemos, por
ejemplo, ayudar a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y
por eso también el imperativo es autónomo:
para que la acción tenga valor moral debe provenir de mi propia voluntad, de
tal modo que la mera obediencia a una norma que viene de fuera no basta para
que la consideremos valiosa moralmente.
Kant propone
varias fórmulas del imperativo categórico. .Dice una de ellas: “Obra de manera
que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás,
siempre como un fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo, un
medio vale en la medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una
persona para conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no
significa que esté actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían
motivos morales sino la utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos nos
tratamos como medios: yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida, de
modo que sería absurdo creer que acudir a la peluquería me convierte en una
buena persona. Pero imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto
y yo olvido mi prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser
un medio y lo estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya
que como peluquero ha dejado de serme útil. Sólo allí comienza la
moralidad de la acción.
Obsérvese que
Kant no censura que nos tratemos como medios: todas las relaciones sociales
están organizadas así, desde los peluqueros a los profesores, pasando por los
médicos y los fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos
como medios, nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no
está determinado por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres
humanos. La humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y
por lo tanto el único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir
que esta humanidad no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según
Kant, tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios,
lo cual implica que tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el
mismo respeto con que debemos tratar a los demás.
Esta es la
norma fundamental de la razón práctica, y por lo tanto es una norma universal,
como todo lo que procede de la razón. Cuando voy a tomar una decisión moral,
dice Kant, debo preguntarme si lo que voy a hacer puede convertirse en una
norma universal, que valga para todos los hombres. Si es así, puedo estar
seguro de que me estoy guiando por un criterio racional y no por mis intereses
particulares y egoístas. Interpretando esta afirmación desde el momento actual,
la universalidad del imperativo se opone a toda forma de discriminación como el
racismo, la xenofobia o el machismo, que seleccionan a los seres humanos según
cualidades empíricas.
La ética
kantiana es muy exigente y en ocasiones de un rigorismo algo inhumano. Llega a
decir que las acciones de una persona naturalmente bondadosa y compasiva tienen
un valor moral inferior a las que realiza un hombre seco y poco sensible pero
respetuoso del deber. Es difícil simpatizar con la desconfianza kantiana hacia
todo tipo de sentimientos, así como compartir algunos ejemplos suyos, como el
que declara peor la masturbación que el suicidio. Pero más allá de su
talante personal, la ética de Kant constituye probablemente la reflexión más
honda que se ha realizado sobre ese tema en la historia de la Filosofía.
Libertad, Dios e
inmortalidad.
Habíamos
anunciado que por este camino de la moral, que no depende de los datos
empíricos, quizás podríamos asomarnos a ese mundo de las cosas en sí al que no
llegaba el conocimiento y la ciencia. Kant lo hace, pero advierte que lo que
establecerá en adelante no serán demostraciones sino algo más modesto: serán
postulados. Un postulado es algo que la razón humana exige pero no es capaz de
demostrar, es una condición que da sentido a la experiencia moral pero que no
se puede probar teóricamente.
Por ejemplo,
la libertad. No podemos probar científicamente que somos libres, pero podemos
postular la existencia de la libertad, ya que sin ella la existencia de la
moral sería imposible. Y recordemos que la moral es un hecho. La acción humana
no tendría valor moral si estuviéramos determinados a hacer una cosa u otra sin
que pudiéramos decidirlo. Pero, puesto que tiene ese valor, somos libres.
Kant era un
ilustrado y como hemos dicho antes, en todo ilustrado late una confianza en la
razón que se parece mucho a la fe de otros tiempos. Él constata que la razón
exige que la virtud moral y la felicidad vayan juntas. El hombre racional
reclama que el bueno sea feliz, y se rebela contra las desgracias que sufren
los justos y los premios que reciben los canallas. Sin embargo, vemos todos los
días que felicidad y virtud no siempre son compañeras de viaje, y que muchas
veces el sufrimiento es el resultado de la virtud. Por lo tanto, la razón tiene
derecho a postular una vida futura en la cual la felicidad, que es empírica, y
la bondad, que es moral, se reconcilien para siempre. Es decir, a postular la
inmortalidad del alma.
Y ello supone
la existencia de un Dios que asegure esa reconciliación entre el mundo empírico
de las cosas naturales y el mundo moral de la libertad. Dios constituye la
aspiración última de una razón que apuesta porque el mundo está bien hecho y
tiene un sentido. Aun quienes no seguimos a Kant hasta tan lejos estaríamos
encantados de que tuviera razón y la racionalidad triunfara en la historia.
Aunque lo que hemos visto hasta ahora no avala tanto optimismo.
Sociedad, historia, derecho,
religión.
Es imposible
resumir todas las consecuencias que saca Kant de esta visión del hombre y de la
ética. Su pensamiento incursiona en la filosofía de la historia, de la sociedad
y del derecho, así como de la religión y de la experiencia estética, temas que
no podemos desarrollar aquí. Comprende que no es el individuo quien está
llamado a realizar los fines de la humanidad sino la especie humana, aunque
para hacerlo siga caminos aparentemente desviados. Y que esa realización la
debe hacer en sociedad, superando la contradicción que él caracteriza como “la
insociable sociabilidad del hombre”: el derecho, el imperio de le ley, debe
guiar esta tarea dentro del Estado, aspirando a una sociedad universal de
naciones que asegure una paz perpetua entre los hombres bajo el imperio de le
ley. Todo ello tiende a realizar en la tierra lo que él llama “el reino de los
fines en sí”, es decir, una comunidad de seres racionales que organicen la
sociedad según el imperativo moral. A Kant no se le oculta el carácter utópico
de este sueño, pero no renuncia al derecho que tenemos de aspirar a él.
Como dijimos
al principio, la filosofía de Kant constituye la síntesis más acabada de los
diversos caminos que siguió la
Ilustración, con sus aciertos y sus errores, sus logros y sus
límites. El pensamiento posterior, aun el más anti-kantiano como el de
Nietzsche, tiene necesariamente que contar con él.
Karl Marx (1818-1883) constituye un caso
peculiar en la Historia de la
Filosofía. En primer lugar porque no se trata de un filósofo: como dijo Engels en
su funeral, era ante todo un revolucionario, cuya intención principal era la de
preparar el camino para un cambio de estructura social que juzgaba inevitable.
Y en función de ese objetivo desarrolló una intensa vida intelectual, dentro de
la cual la Filosofía constituye sólo uno de sus
aspectos junto a una concepción de la historia, de la sociedad y de la economía
de una enorme originalidad y fuerza especulativa.
Pero además, su misma Filosofía
es objeto de discusión. Algunos afirman que existe en su obra una primera etapa
filosófica (que se suele llamar del “joven Marx”) en la que su pensamiento
permanece todavía atado al de Hegel, aun cuando intenta superarlo, y por lo
tanto conserva restos de idealismo. Según estos intérpretes, hay que esperar al
Marx maduro y la aparición de su obra fundamental, El Capital, para encontrar su auténtico aporte científico, que
abandona la filosofía especulativa por una teoría económica e histórica de
corte decididamente materialista. Otros autores, por el contrario, defienden la
continuidad de estas dos etapas de su desarrollo intelectual, afirmando que su
sistema científico hay que interpretarlo a la luz de la filosofía desarrollada
en sus primeras obras. Sin contar con diversas corrientes marxistas, cada una
de las cuales se declara auténtica heredera de su pensamiento: el marxismo
ortodoxo de la Unión Soviética, el trotskysmo, el marxismo
humanista, el eurocomunismo, etc. Y por si todo esto no bastara, no
resulta fácil desligar el pensamiento del mismo Marx de los aportes de Engels y
Lenin. De hecho, la obra de Marx ha sido interpretada en tantos sentidos
distintos que el mismo Marx le dijo a su cuñado: “Lo cierto es que yo no soy
marxista”.
Aquí nos vamos a limitar a
exponer algunas de sus tesis filosóficas, entendiendo que sin ellas la enorme
obra de Marx queda privada de un referente esencial para comprender su sentido.
De todas maneras, hay que advertir que con Marx sucede lo mismo que con todos
los autores geniales: es imposible resumir ni siquiera lo esencial de su
pensamiento. Lo único que se puede hacer en pocas páginas es seleccionar
algunas de sus ideas centrales, confiando al menos en no tergiversarlas
La época.
Como dijimos antes, el siglo XIX
de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden muchas cosas y se preparan
muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en el siglo siguiente. Pero una
de las principales consiste en las consecuencias sociales que trae consigo la
revolución industrial. El siglo anterior había sido el siglo de la ciencia
moderna y de sus primeras consecuencias tecnológicas. En el siglo XIX se
desarrolla lo que se ha llamado la primera revolución industrial, sobre todo en
Inglaterra, y se extiende la tecnología hasta invadir la vida cotidiana.
Las protagonistas de la vida económica serán en adelante la máquina y la
fábrica: la máquina de vapor y la producción de electricidad van a cambiar en
poco tiempo no sólo las técnicas productivas sino el modo de vida de la cultura
occidental, incluyendo su forma de pensar. Una revolución similar a la que
sucederá en el siglo siguiente con la introducción de la informática.
Pero esta revolución, como
siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes de sacar beneficios
de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que se ha llamado de
acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también como siempre, la
parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero. Las máquinas no
crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que Marx llamará el
proletariado, es decir, aquellos que participan en la producción aportando lo
único que tienen: su trabajo. Las condiciones del proletariado en este proceso
eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas sin días festivos en ambientes
insalubres, salarios de miseria, total ausencia de seguridad social. La
descripción que hace Engels del trabajo de niños en las minas parece un relato
de terror: niños de cuatro, cinco y siete años encargados de abrir y cerrar
puertas y empujar contenedores en galerías húmedas y oscuras durante doce horas
diarias, comiendo cuando pueden.
La obra de Marx resulta
inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la sociedad de su tiempo.
Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los fundamentos de una
transformación social que supere esta organización de la vida económica basada
en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar tres corrientes de
pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una profunda crítica.
La primera de ellas es la
filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. Él intenta invertir el sistema
hegeliano. En sus palabras “se trata de poner sobre sus pies lo que en Hegel
marchaba cabeza abajo”. Es decir: en lugar de considerar a la
Idea,
al Espíritu como el protagonista de la realidad, Marx supone que la historia
está determinada por la historia de la materia. Y en su explicación de esa
historia utiliza el formidable aporte que ha dejado la filosofía de su maestro:
la dialéctica. El materialismo histórico, por lo tanto, trata de superar tanto
el idealismo de Hegel como el materialismo groseramente mecanicista de otros representantes
de la izquierda hegeliana, como el mismo Feuerbach, poniendo a la materia en un
proceso de constante transformación. Más adelante veremos cómo se debe entender
ese materialismo en la obra de Marx, cuyo sentido se aleja bastante del que se
utiliza en el lenguaje cotidiano.
La segunda influencia importante
fueron los llamados “socialismos utópicos” que proliferaron desde fines del
siglo XVIII. Estos socialismos, como los de Fourier, Saint Simon y Owen, así
como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, trataban de dar una respuesta a las
injusticias de la sociedad, proponiendo modelos alternativos. Pero esa
respuesta se basaba únicamente en razones morales, en el deseo bien
intencionado de sus autores que diseñaban sobre el papel una sociedad en la que
prevalecieran la solidaridad, la justicia y el amor entre los hombres. Marx
comprende que ese no es el camino, que las buenas intenciones carecen de poder
para transformar las estructuras sociales y que es necesario fundamentar el
socialismo en una ciencia. El llamado socialismo
científico intentará mostrar que las leyes que dirigen la historia
tienden a la construcción de una sociedad socialista, que no consiste por lo
tanto en una aspiración ética sino en una meta a la que se dirige la historia
humana, considerada como una ciencia que sigue el modelo de las ciencias
naturales, regidas por leyes.
Finalmente, la tercera fuente en
que se inspira su obra es la economía política desarrollada sobre todo por
autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde fines del siglo XVIII. Por
primera vez estos y otros autores intentan construir una visión de conjunto de
las leyes que rigen la economía, lo que hoy llamaríamos una teoría
macroeconómica, continuando la tarea que se había iniciado ya en el siglo XVII
con el mercantilismo. El enfoque ideológico de estos economistas ingleses es
decididamente liberal capitalista, pero en su obra desarrollan instrumentos
teóricos como la teoría del valor o las leyes del mercado que Marx utilizará
para sus propios análisis, aunque dándoles la vuelta, como había hecho con
Hegel.
Con estos y otros elementos Marx
elaborará uno de los sistemas más importantes para comprender la historia de la
sociedad en los últimos dos siglos, integrando disciplinas tan diversas como la
economía, la filosofía y la historia en una síntesis genial aunque, por
supuesto, discutible. Probablemente uno de los peores enemigos que ha tenido la
obra de Marx ha sido la tendencia a convertirla en un dogma intocable que sólo
admite seguidores incondicionales. Marx inaugura la tradición que se ha llamado
“filosofía de la sospecha”, a la que también pertenecen Nietzsche y Freud y que
consiste en suponer que detrás de las ideologías comúnmente aceptadas se
ocultan razones de las que nuestra cultura prefiere no enterarse, de tal
modo que el individuo está dirigido en su acción por motivos que desconoce.
Será tarea del “filósofo de la sospecha” sacarlos a la luz.
Qué es el hombre.
Se trata de una vieja pregunta
de la Filosofía; según Kant la pregunta que
resume todas las otras. Y ha sido respondida de muy diversas maneras, algunas
de las cuales hemos mencionado antes, pero siempre, según Marx, desde un punto
de vista idealista, como si el hombre tuviera una esencia fija
independientemente de las condiciones en que se desarrolla su vida. Es hora de sospechar de ese enfoque y examinar
qué se oculta detrás.
Para Marx, el hombre es un ser
natural, es decir, un producto más de la evolución de la materia. Pero un
producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo, que en la relación
que establece con la naturaleza que le rodea produce su propio ser. Pongamos un
ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por supuesto: necesita libar
el polen de las flores para elaborar la miel y cambia su entorno construyendo un
panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que la repetirá una y otra vez y
seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le sucede lo mismo: al producir
lo que necesita para vivir el hombre se produce a sí mismo y por lo tanto no es
el mismo antes que después de ese acto productivo. Al descubrir el fuego el
hombre primitivo cambió su entorno natural: ahora era capaz de trabajar
metales, de cocinar sus alimentos, de regular la temperatura de su cueva. Pero
al producir todo esto también ha cambiado él, que en adelante podrá realizar
transformaciones que eran imposibles antes de la domesticación del fuego. Es lo
que Marx llama “la conversión de la naturaleza en hombre”. Y esta es la raíz de
lo que se entiende por materialismo:
son los procesos materiales de producción los que definen la realidad humana, y
como vamos a ver después, también su modo de pensar.
Por lo tanto, la pregunta ¿qué
es el hombre? No tiene sentido en general: habría que preguntarse de qué hombre
se trata, de qué proceso productivo estamos hablando. No es lo mismo el cazador
prehistórico que el agricultor medieval que el obrero industrial: cada uno de
ellos produce su propia vida de modo distinto y no tienen una esencia común de
la que todos ellos participen.
Démosle nombre a esta actividad
humana que transforma la naturaleza transformando a la vez al hombre que
realiza: esa transformación: es el trabajo.
Por eso casi podría decirse que el trabajo determina la esencia del
hombre, aunque una esencia histórica y no metafísica como las de la filosofía
anterior: según sea el trabajo será el ser humano que trabaja. El trabajo no se
reduce, por lo tanto a ser un medio para ganarse la vida, es más bien el medio
de construirse la vida, porque si en algo se distingue el hombre de los demás
animales es precisamente porque trabaja; la abeja no trabaja, sólo produce.
Este trabajo, por supuesto, es
siempre trabajo social. No es el individuo el que trabaja para satisfacer sus
propias necesidades sino una sociedad más o menos amplia la que distribuye las
tareas. Desde las sociedades más primitivas la producción ha sido siempre una
actividad social en la que el trabajo se ha diversificado, al menos a partir de
lo que se ha llamado “el comunismo primitivo”: en los primeros tiempos según el
sexo y la edad y más adelante según una amplia variedad de criterios. Y hay que
notar que el tipo de sociedad va a depender de esa distribución del trabajo; no
es lo mismo, por ejemplo, la sociedad esclavista que la sociedad industrial y
sus diferencias dependen ante todo del diverso papel que cumplen sus
integrantes en el proceso productivo. Marx resume esta idea en la siguiente
frase: “la esencia humana...es, en su realidad, el conjunto de sus relaciones
sociales”.
La alienación.
Si todo terminara aquí no habría
problema. Pero la realidad es que las cosas no funcionan en la historia
conforme a esa dialéctica según la cual el hombre transforma la
naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo lleva a realizarse
como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está alienado, es decir, el resultado del trabajo no se lo apropia el
trabajador sino una clase dominante que aprovecha el trabajo ajeno. Se divide
así la sociedad en clases sociales: los que aportan su fuerza de trabajo y los
que explotan el trabajo de los demás. Como decíamos antes, estas clases
sociales han ido variando a lo largo de la historia: al comienzo existió un
comunismo primitivo pero que pronto fue reemplazado por la división entre los
amos y los esclavos, luego los señores y los siervos; más tarde los
capitalistas y los proletarios. Pero estas distintas clases tienen en común que
rompen el proceso de humanización según el cual el hombre produce su propia
vida: para el trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el hombre
se hace hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse con
vida. El trabajo se convierte en ajeno,
que es lo que significa el concepto de alienación.
Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin
duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en
hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se
deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de
su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin
llegar a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que
hemos descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la
paradójica situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando
realizaban actividades que tienen en común con los animales (comer, beber,
engendrar) pero se sentían animales cuando realizaban la actividad
específicamente humana (trabajar).
Recordemos que Marx no está
hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se trata, por lo
tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con todos los
zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que cultiva. La
alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho de que la producción
es siempre una actividad social, mientras que la apropiación de sus frutos es
privada, ya que la gestiona una clase que además es minoritaria. Marx
explica la alienación del trabajo por la propiedad privada de los medios
de producción, es decir, por el hecho de que los instrumentos necesarios para
producir los bienes que el hombre necesita para su vida estén en manos privadas
y no sociales, ya se trate de la tierra, del ganado o de las fábricas. De tal
modo que esa “transformación de la naturaleza en hombre” no se cumple ni para
el trabajador ni para el explotador: para el primero porque el trabajo y sus
frutos le resultan ajenos; para el segundo porque no realiza la actividad
humana por excelencia, que es el trabajo.
Dicho en términos más técnicos.
El trabajo añade un valor a la materia que transforma: el zapato vale más que
el cuero de la vaca. Este valor que el trabajo añade se llama plusvalía. Pero la plusvalía que el
obrero produce no vuelve a la sociedad de la que el obrero forma parte, sino
que se la apropia el propietario de los medios de producción. Pagando, por
supuesto, un salario al obrero para que siga trabajando. Pero ese salario, aun
en el supuesto de que fuera elevado, nunca puede ser igual a la
plusvalía, pues en ese caso el propietario no obtendría ganancias. O sea que el
que produce la plusvalía la pierde y quien la goza no la produce.
La lucha de clases.
Esta situación provoca una lucha
entre las clases sociales, lucha que para Marx constituye el motor de la
historia. Porque los intereses de la clase cuyo trabajo es explotado nunca
pueden coincidir con los intereses de quienes lo explotan. Y esa tensión, que a
veces toma la forma de lucha abierta y otras de lucha larvada, se resuelve
según las posibilidades que ofrece el momento productivo del que se trate, y no
según los deseos de sus actores. Es clásico el ejemplo tomado de la guerra de
secesión en Estados Unidos: el norte industrializado se opone a la esclavitud;
el sur cuya producción es más bien rural, la defiende. La diferencia no hay que
buscarla en razones morales. Lo que sucede es que la esclavitud es una
institución muy eficaz para el trabajo rural, pero no sirve para una sociedad
industrializada, a la que le interesa fomentar el consumo y la consiguiente
capacidad adquisitiva del pueblo, entre otras razones. Y la guerra la gana el
norte, porque la abolición de la esclavitud coincide con lo que exige la marcha
del proceso de producción, que tiende a industrializarse.
Dicho en términos más técnicos.
En toda sociedad existe una tensión entre el modo de producción de esa sociedad
(rural, industrial, etc.) y las relaciones de producción que se establecen
entre sus miembros (esclavitud, trabajo asalariado, etc.). Cuando las
relaciones de producción son las adecuadas al modo de producción vigente, la
sociedad mantendrá su estructura, aunque existan tensiones entre las clases (la
esclavitud en el sur). Pero cuando los modos de producción necesitan otras
relaciones de producción para seguir desarrollándose se producen procesos
revolucionarios que cambian las estructuras de la sociedad (la guerra de
secesión y la abolición de la esclavitud). De modo que las revoluciones no se
basan únicamente en los deseos de los oprimidos sino que deben adecuarse a la
evolución histórica de los procesos materiales de producción. Por no tener esto
en cuenta fracasó la rebelión de los esclavos dirigida por Espartaco en el
Imperio Romano; el modo de producción de la época clásica necesitaba la
esclavitud para subsistir y por el momento no era posible su abolición. Pero
este proceso continúa. El capitalismo ha desarrollado notablemente las fuerzas
productivas, y al hacerlo ha creado una nueva clase: el proletariado. Pero al
crearla ha creado a la vez su propio verdugo, porque el desarrollo creciente de
las fuerzas de producción del capitalismo hará crecer a la vez la fuerza del
proletariado, que terminará tomando en sus propias manos los medios de
producción, que dejarán de ser propiedad privada para pertenecer a la sociedad
como tal. Es la etapa del socialismo,
durante la cual el Estado tomará las riendas de la producción estableciendo una
dictadura del proletariado provisional, hasta liquidar definitivamente el poder
de la burguesía capitalista, momento en el cual se iniciará la etapa del comunismo, en la cual el Estado como
aparato de poder desaparecerá por innecesario y dejarán de existir las clases
sociales antagónicas al no existir ya la propiedad privada de los medios de
producción que necesite ser defendida. Será el momento en que cada uno aporte a
la sociedad según sus capacidades y reciba de ella según sus necesidades. El
trabajo dejará entonces de ser una carga, teniendo en cuenta que la tecnología
habrá eliminado ya las tareas penosas y la actividad productiva cumplirá por
fin su papel de desarrollar la vida humana: habrá terminado lo que Marx llama
“la prehistoria de la humanidad” y comenzará la verdadera historia.
La superestructura.
Hasta ahora nos hemos detenido
en la estructura económica y social de la humanidad: el papel del trabajo y su
desarrollo a lo largo del tiempo. Para Marx, esta estructura es la que
determina también el modo de pensar de cada época histórica: pensamos como
vivimos, el pensamiento humano y todas sus creaciones “espirituales” como el
arte, el derecho, la filosofía, la moral, la religión, sólo se explican como
productos que surgen de esa forma de vida que tiene un fundamento material,
económico. Esos productos constituyen lo que llama una “superestructura”. Lo
cual no significa que esta superestructura sea un reflejo pasivo de su base
económica: si bien es cierto que depende de ella, también lo es que las ideas
influyen en la marcha de la historia y en este sentido constituyen un aspecto
importante en toda su evolución. Volvamos al ejemplo de la guerra de secesión norteamericana:
la esclavitud era considerada inmoral por la mayor parte de los intelectuales
del norte, mientras que en el sur se la justificaba con argumentos éticos y
religiosos. La explicación es evidente: la moral de unos y otros era distinta
porque sus normas surgían de un modo de producción diferente. Para el norte
industrial la esclavitud era un freno, para el sur rural era una necesidad
económica.
En general, se denomina ideología a la manera en que una
sociedad se piensa a sí misma, es decir, al conjunto de creencias y
representaciones que tiene cada cultura y que incluyen una determinada
jerarquía de valores. Esta ideología, como hemos visto, no surge tanto de la
mente de los hombres cuanto del reflejo de las condiciones materiales en que se
desarrolla su vida, y como estas condiciones materiales están alienadas,
también lo estará la ideología. Si el pensamiento ilustrado, por ejemplo, pudo
insistir en los derechos y libertades individuales era porque ya el
individualismo tenía un papel importante en la sociedad: la burguesía había
tomado el poder y expulsado a la nobleza, cuyos derechos no eran individuales
sino pertenecientes a grupos familiares. Y lo mismo sucede con otros productos
culturales como el arte o el derecho: piénsese por ejemplo en la defensa de la
propiedad privada de nuestros códigos jurídicos, que legitiman así la propiedad
privada de los medios de producción.
Pero la obra maestra de la
ideología la constituye la religión. Para Marx, la religión es la conciencia de
un mundo invertido: como el hombre alienado en su trabajo no produce su propia
vida, inventa un ser que se la ha dado (Dios). Como las condiciones de su vida
no permiten la felicidad en este mundo, imagina otro mundo después de la muerte
donde será feliz. Logra así mantener una ilusión que le permite creer en su
realización personal, aun cuando la realidad material diga otra cosa. La famosa
frase de Marx: “la religión es el opio del pueblo” expresa esta función de
huída de la realidad y creación de mundos imaginarios más hospitalarios que el
real, común a todas las drogodependencias.
La superación de la ideología
alienada y mistificada sólo tiene una solución radical: el cambio de la
estructura material de la cual surge. La religión, por ejemplo, sólo
desaparecerá cuando las condiciones materiales permitan al hombre realizar su
propia vida en una sociedad que haya superado la alienación mediante la
abolición de las clases sociales. Lo cual no quita importancia a la lucha
ideológica: tomar conciencia de la alienación contribuye y acelera el proceso
de su transformación material.
Esta descripción del marxismo se
basa fundamentalmente en las obras tempranas de Marx, sobre todo en sus Manuscritos de economía y filosofía.
Como hemos dicho antes, habrá que esperar a la publicación de sus obras de
madurez, sobre todo El capital,
para encontrar su fundamentación económica, que excede los límites de estos
apuntes.
Nietzsche y el cansancio de la razón.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) representa una
ruptura radical con la tradición del pensamiento que venimos siguiendo casi
desde los comienzos de la Filosofía. De un modo u otro, los pensadores
más importantes de la historia se han dedicado a cultivar la razón, aun cuando
la entiendan de distinto modo: la definición que Kant hace de la modernidad
como “la mayoría de edad de la razón” resume muchos siglos de historia del
pensamiento. Nietzsche va a poner en cuestión no sólo la razón moderna sino que
la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando que en nombre de ella el
hombre occidental ha olvidado lo que Ortega llamará “la realidad radical”, es
decir, su propia vida.
No será el único: en el
siglo XIX y XX abundan los autores que, desde distintos puntos de vista, ponen
el acento en dimensiones de la vida que el pensamiento racional había soslayado
y que la Ilustración no había atendido
suficientemente. Pese a grandes diferencias entre ellos, se los suele agrupar
bajo el rótulo de vitalistas:
no niegan el papel de la razón, pero consideran que la tradición occidental
ilustrada ha olvidado otros aspectos fundamentales de la vida humana. Quizás el
predecesor de todos ellos sea Arthur Schopenhauer (1788-1860), en quien
Nietzsche se inspiró en su juventud y a quien repudió en su madurez.
Schopenhauer rechaza el racionalismo de la
Ilustración, en especial la filosofía de Hegel, e incorpora a su pensamiento la
metafísica religiosa del budismo, relacionándolo con el idealismo kantiano.
Para él el mundo es una mera representación engañosa, que no puede superar la
razón sino sólo la intuición irracional de la voluntad que no es más que la
manifestación en cada individuo de una Voluntad que constituye la misma esencia
del mundo y que explica desde el nacimiento de un insecto hasta las más
sublimes obras de arte. La supresión por parte del hombre de su voluntad
individual para identificarse con el todo constituye la versión filosófica del
nirvana budista.
Otros autores seguirán este
camino que intenta superar el racionalismo de la tradición ilustrada. Así por
ejemplo Wilhelm Dilthey (1833-1911) va a insistir en el carácter
histórico de la vida, que el pensamiento metafísico tiende a dejar de lado; Henry
Bergson (1859-1941) reivindica la originalidad del impulso vital y defiende
la intuición como método para captar el contenido de la vida, mostrando la
insuficiencia de los conceptos y los métodos tomados de las ciencias naturales.
Y algo más tarde José Ortega y Gasset (1883-1955) encontrará en la
afirmación de la vida la posibilidad de reconciliar las posturas opuestas de la
Historia de la Filosofía. Pero será la ruptura de Nietzsche
con la tradición occidental la que marque un corte con el pensamiento anterior.
Pasa con Nietzsche algo parecido a lo que sucedió con Kant: se puede compartir
o no su postura pero es imposible ignorarlo si se pretende seguir haciendo
Filosofía.
La vida de Nietzsche fue tan
trágica como su obra. Vagó por Europa viviendo en una soledad sólo acompañada
por terribles dolores de cabeza y ojos, fracasó en su vida amorosa y murió a
los cincuenta y seis años después de haber pasado los últimos once perdido en
la locura. A pesar de ese escaso tiempo de vida productiva, su obra constituye,
junto con la de Marx, la filosofía más importante del siglo XIX. Y como suele
suceder con las grandes obras, la suya ha tenido que soportar las
interpretaciones más diversas, desde quienes la consideran precursora del
nazismo hasta quienes ven en ella un anarquismo radical. Y su misma persona ha
pasado de ser considerado un réprobo carente de moral a convertirse casi en un
psicoterapeuta que promueve la autoestima. Seguramente Nietzsche reaccionaría
indignado ante estas caricaturas y simplificaciones, como ante algunos
comentaristas que eluden sistemáticamente algunas ideas suyas que resultan
intolerables para nuestros oídos y justifican esta censura apelando al respeto
que se debe a la memoria del maestro. Olvidando que el verdadero respeto a la
memoria de un filósofo consiste en tomar en serio todo lo que dice, guste más o
menos al lector. Hay que reconocer, sin embargo, que la interpretación de sus
textos es difícil, ya que su brillante estilo literario permite diversas
lecturas de sus ideas y el carácter de su filosofía (según sus propias
palabras filosofaba “a martillazos”) resulta muchas veces oscuro y hasta
contradictorio. Aquí nos limitaremos a comentar algunos de sus temas clave,
renunciando a todo intento de interpretación global.
Lo apolíneo y lo dionisíaco.
Nietzsche estudió profundamente
en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y encontró en ella, sobre todo
en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una de ellas es la que podemos
llamar apolínea, por referencia
al dios Apolo. Consiste en la expresión del orden, el equilibrio, la mesura, la
armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha quedado a lo largo de la historia
como la esencia del espíritu griego. Pero hay en Grecia otros dioses muy
distintos del perfecto Apolo, entre ellos el desmesurado Dionisos (Baco en la
tradición romana), que juegan un papel muy importante en la cultura clásica,
sobre todo en el teatro y la música. Es la corriente vital que se expresa en
las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión, la desmesura, el instinto, lo
corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de ellas: la síntesis de lo apolíneo
y lo dionisíaco es esencial a la vida como la unión de lo masculino y lo
femenino.
Pero la tradición griega
renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la vida, que caracterizará
la historia de occidente, se encarna en la figura de Sócrates y Platón, que
inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”, sacrificando para ello no sólo
el cuerpo y lo material sino el carácter histórico de la vida. La potencia de
la cultura griega ha sido castrada: el mundo de ideas que inventa Platón
constituye la antítesis de la vida: es un mundo eterno, inmutable, inmaterial,
es decir, todo lo contrario de nuestra existencia concreta. La metafísica del
verdugo ha triunfado.
Y esa tarea la continúa más
tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en sus palabras. El mundo
platónico de las ideas se transforma bien pronto en el “más allá” cristiano: el
destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en un más allá
fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.
Esta metafísica decadente
fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha consagrado como virtudes
aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la vida, como la humildad, la
paciencia, la obediencia, la compasión, mientras estigmatiza como vicios las
verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el egoísmo.
Ha triunfado la moral del resentimiento.
En la antigüedad el poder lo tenían los fuertes, los aristócratas, los que eran
capaces de imponer su voluntad directamente y sin subterfugios. Ahora domina el
espíritu sacerdotal, cuyo poder se asienta en la culpa y el disimulo.
Convenciendo al pueblo de que es culpable el cristianismo ha conseguido imponer
la moral del rebaño y vaciar de contenido positivo la vida humana: es el
nihilismo, es decir, el vacío como fundamento de la vida, que alcanza su máxima
expresión en la invención de un Dios a quien se atribuye el poder que el hombre
no es capaz de asumir para sí mismo.
Dios ha muerto; nace el superhombre.
Por eso es necesario matar a
Dios. Nietzsche es ateo, pero su ateísmo no es del mismo tipo que el de Marx o
el de Comte. . No se trata en su caso de una cuestión teórica sino de una
necesidad vital: Dios debe morir para que el hombre viva, el hombre debe
recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la vida le ha llevado a poner en
Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente el de la tradición cristiana
sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a reemplazarlo como fundamento
de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo, muy presentes en su tiempo.
Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque implica asumir una absoluta
soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba sentido a su existencia y
comprender que sólo al hombre le corresponde crear sus propios valores. La
muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio moral externo y situarse
“más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga a afrontar ese
temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la cual “por fin
aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el superhombre.
Nietzsche afirma que habla
demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados para este
parto. Porque el superhombre representa la superación del animal enfermo que es
el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que permanece “fiel
a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores frente a la
moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida y creando
sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre? Nietzsche
ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de ellos lo caracteriza
como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva, capaz de imponer su
voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena conciencia el sacrificio
de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de igualdad). Otros textos,
por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha recuperado la inocencia del
niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de odiar
francamente, sin resentimientos ni disimulos. Posiblemente ambas visiones son
compatibles en un pensamiento que no se caracteriza por estar demasiado sujeto
al rigor lógico clásico. Lo que no parece aceptable por parte de un
comentarista, como hemos dicho antes, es seleccionar los textos más afines a
nuestros criterios, ocultando los más duros de escuchar, como se ha hecho con
demasiada frecuencia.
La voluntad de poder.
El eje alrededor del cual se
mueve todo el pensamiento de Nietzsche es, sin duda, el de la vida. Pero la
vida, según sus palabras, hay que entenderla como voluntad de poder. Desde este
punto de vista, la vida tiende a la expansión y a someter todo lo que le es
ajeno, incorporándolo a su propio ámbito, superando todas las resistencias que
se le oponen. Lo cual nos lleva a una nueva definición del bien y del mal: como
dice en El Anticristo, lo bueno
es “el poder mismo en el hombre”; lo malo “todo lo que procede de la
debilidad”. De tal modo que “los débiles y malogrados deben perecer... y además
se debe ayudarlos a perecer”, y el fuerte debe evitar la compasión como uno de
los peores vicios, porque sólo le lleva a compartir la debilidad de aquel a
quien compadece.
Pero esta brutal simplificación
de la vida es sólo una de las dimensiones de Nietzsche. No puede olvidarse su
aguda denuncia de la moral del resentimiento, basada en un temor patológico a
todo lo vital, que cualquier habitante de esta Europa ha tenido que sufrir en
su educación. Una moral difundida por innumerables púlpitos, confesionarios y
despachos oficiales convencieron a generaciones enteras acerca de la maldad
intrínseca del placer sexual, de la necesidad de someterse a los amos de turno,
de la superioridad del deber frente al amor, del carácter sospechoso de la
afectividad, de los peligros de la libertad y la espontaneidad, del desprecio
que merece el cuerpo humano y todos sus placeres. La utilización de la culpa ha
sido una de las principales armas para convertir al hombre en un dócil esclavo
dispuesto a sacrificar lo que tiene de más valioso: su propia vida.
Quizás Nietzsche no ha
encontrado otra manera de reaccionar contra esta moral hipócrita que defender
una concepción biológicamente racista de la moral y de la historia, añorando
unos imaginarios paraísos antiguos en los que dominaban los auténticos nobles
“de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores”, capaces de
imponer su voluntad de poder a los débiles. Imagen, sin embargo, que no se
puede comparar con la exaltación de la raza que hizo el nazismo, con el que
seguramente Nietzsche no hubiera simpatizado en la medida en que el programa de
Hitler constituye una apología de la mediocridad antes que una exaltación de la
excelencia. Como se ve, contradicciones no faltan.
Nietzsche no cree que exista
otra moral posible que la de someterse a una norma exterior: “autónomo y ético se excluyen”, dice en una de sus obras. Kant decía
justamente lo contrario: sólo existe moral cuando la norma procede de uno
mismo. Y hoy esa discusión sigue vigente. En cualquier caso, no puede negarse
que la crítica nietzscheana a la moral occidental hay que tenerla en cuenta: lo
que hizo Nietzsche alguien tenía que hacerlo, aunque sea necesario discutir el
modo en que lo hizo.
El eterno retorno.
Nietzsche entiende el tiempo de una manera
cíclica, similar a la de los viejos griegos. El tiempo no es una línea que
conduzca a alguna parte sino una rueda que repite eternamente lo mismo. La
diferencia está, entre otras cosas, en que el tiempo lineal implica que la
historia conduce a alguna parte, que tiene una finalidad y un sentido, como
supone el cristianismo, que anuncia el fin de los tiempos con la segunda venida
de Cristo y el juicio final. O como en el caso del marxismo, que anuncia una
sociedad sin clases. La historia cíclica, por el contrario, despoja al tiempo
de toda supuesta finalidad: el instante presente vale por sí mismo, y no porque
sea el camino a alguna parte. Como todo se repite, la voluntad de poder puede
con todo, hasta con el pasado: cada instante es eterno y no un paso en un
sendero que nos conduce más allá. En cualquier caso, el mismo Nietzsche afirma
que es demasiado pronto para que la doctrina del eterno retorno pueda ser
comprendida plenamente; muchas de sus afirmaciones sólo tendrán sentido cuando
el animal enfermo que es el hombre occidental haya dejado paso al superhombre.
Con todas sus oscuridades, desmesuras y contradicciones, la obra de Nietzsche
constituye una de las interpretaciones más agudas e implacables de nuestra
cultura occidental, aunque convenga evitar el riesgo de convertir sus
reflexiones en un programa político y social.
José Ortega y Gasset (1883-1955) también participa de
esta tradición existencial y de la herencia de la fenomenología de Husserl,
aunque tampoco él se definió como existencialista. Probablemente Ortega
anticipó muchos aspectos del análisis de la existencia humana que popularizó
Heidegger, aunque su condición de español y la claridad y elegancia de su
lenguaje no ayudaron a que fuera considerado internacionalmente tan profundo
como su contemporáneo. Además, su filosofía se expresó frecuentemente en
ensayos periodísticos, conferencias y críticas literarias destinadas al gran
público, evitando el academicismo erudito. Durante los años del vaciamiento
cultural que provocó el régimen de Franco, tuvo el mérito de traer a España el
pensamiento que se desarrollaba por entonces en Europa, intentando colocar a su
país “a la altura de los tiempos”, según sus palabras. En este sentido, Ortega
es uno de los iniciadores de lo que hoy llamaríamos el “europeísmo”, aun cuando
su postura ante la realidad de España sea francamente pesimista.
Su punto de partida, como el de
todos los que cultivaron el enfoque existencial de la filosofía, es el análisis
de la vida. Encontramos en él muchas ideas semejantes a las que hemos recorrido
desde Husserl hasta Sartre. La vida es la realidad radical, es decir, el lugar
donde radica todo lo que hacemos y nos pasa, es un quehacer y no una
sustancia, un drama y no una cosa, y en este sentido el mundo en que vivimos es
parte integrante de la vida: “yo soy yo y mis circunstancias”. A diferencia de
las cosas, el hombre no tiene naturaleza sino historia: es lo que no es (un
proyecto) y no es lo que es (un ser ya definido). Desde este punto de vista la
búsqueda de la verdad debe evitar tanto el absolutismo (la verdad ya terminada)
como el relativismo (todo vale lo mismo). Ortega, fecundo inventor de nuevas
palabras, apuesta por el perspectivismo:
la verdad es siempre una perspectiva histórica que se construye
colectivamente y que por lo tanto siempre queda abierta a nuevos puntos de
vista.
Y esta centralidad de la vida
permite superar los dualismos que han marcado la historia de la filosofía: la
disputa entre realismo e idealismo, por ejemplo, proviene de una falsa opción
entre yo y el mundo, que encuentran su unidad radical en la vida. El ser que
buscaba Heidegger no deja de ser una interpretación más de esa realidad
radical.
Y lo mismo sucede con la razón y
los sentimientos. Otra palabra de su invención define su postura como raciovitalismo: la razón vital no es
la razón que piensa la vida sino la vida misma que necesita la razón para poder
vivir. De ahí que junto con nuestras ideas
(los pensamientos que se nos ocurren) existan nuestras creencias (aquellas certezas con las
que contamos, el terreno sobre el cual la vida se mueve) y que no pueden
reducirse a los productos de la razón abstracta a los que se ha limitado
frecuentemente la filosofía.
La influencia de Ortega ha sido
considerable en España y los países de habla hispana pero muy limitada fuera de
ellos, quizás con la excepción de Alemania, siempre interesada por lo español.
Entre los pensadores más conocidos que se consideran deudores de su obra se
pueden mencionar a Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, Julián
Marías, María Zambrano, Pedro Laín Entralgo.
Habría que mencionar a muchos
otros autores para completar un panorama de la filosofía existencial, como Miguel
de Unamuno en España, Gabriel Marcel en Francia y Karl Jaspers
en Alemania. Si hemos elegido a los anteriores no es por considerarlos más
importantes que los ausentes sino porque los creemos suficientemente
representativos de los temas centrales del pensamiento existencial.