martes, 21 de enero de 2014

ARISTÓTELES: ANTROPOLOGÍA, ÉTICA Y POLÍTICA

 

Antropología.  

La teoría de la sustancia mantenida por Aristóteles le apartará también de la interpretación platónica del hombre. Platón, en efecto, había concebido al hombre como el resultado de una unión accidental entre el alma y el cuerpo, dos entidades de naturaleza diferente que se veían obligadas a convivir provisionalmente, hallándose el alma en el cuerpo como un piloto en su nave o, como nos sugiere en el Fedón, como un prisionero en su celda. La muerte significa para el hombre la separación del alma y el cuerpo. Siendo el alma inmortal y el cuerpo corruptible, Platón identificará al hombre propiamente con su alma, por lo que, de alguna manera, concibe la idea de que el fin de la vida del hombre está más allá de su vida en la tierra.
Aristóteles, sin embargo, ha de concebir al ser humano de acuerdo con su teoría de la sustancia, es decir, en consonancia con la idea de que no es posible la existencia de formas separadas: la sustancia es un compuesto indisoluble de materia y forma. Además, todas las sustancias del mundo sublunar están sometidas a la generación y a la corrupción. El hombre, pues, ha de ser una sustancia compuesta de materia y forma: la materia del hombre es el cuerpo y su forma el alma. Aristóteles acepta, como era admitido entre los filósofos griegos, la existencia del alma como principio vital: todos los seres vivos, por el hecho de serlo, están dotados de alma, tanto los vegetales como los animales. Pero interpreta también que ese alma es la forma de la sustancia, es decir, el acto del hombre, en la medida en que la forma representa la actualización o la realización de una sustancia. Coincidirá pues, con Platón, en la concepción de que el hombre es un compuesto de alma y cuerpo; pero se separará de Platón al concebir esa unión no como accidental, sino como sustancial. No existen el alma por un lado y el cuerpo por otro lado, sino que ambos existen exclusivamente en la sustancia "hombre" la distinción entre alma y cuerpo es real, pero sólo puede ser pensada. Por lo demás, el alma no puede ser inmortal, como afirmaba Platón, ya que no es posible que subsistan las formas separadamente de la materia. Cuando el hombre muere se produce un cambio sustancial y, como hemos visto en la explicación aristotélica del cambio, eso supone la pérdida de una forma y la adquisición de otra por parte de la sustancia "hombre": la forma que se pierde es la de "ser vivo" (lo que equivale a decir "ser animado"), y la forma que se adquiere es la de "cadáver" (lo que equivale a decir "ser inanimado").
Aristóteles distinguirá en su tratado "De Anima" tres tipos de alma: la vegetativa, la sensitiva y la racional. El alma vegetativa ejerce las funciones de asimilación y de reproducción y es el tipo de alma propio de las plantas; asume, por lo tanto, las funciones propias del mantenimiento de la vida, en lo que podríamos considerar su escala más baja, ya que son ajenas a ella todas las funciones sensitivas así como el control del movimiento local. Dado que estas funciones vitales son comunes a todos los seres vivos todos han de poseer un tipo de alma capaz de realizarlas.
El segundo tipo de alma, superior al alma vegetativa, es el alma sensitiva, el alma propia de los animales. No sólo está capacitada para ejercer las funciones vegetativas o nutritivas, sino que controla la percepción sensible, el deseo y el movimiento local, lo que permite a los animales disponer de todas las sensaciones necesarias para garantizar su supervivencia, tales como las derivadas del gusto y el tacto; ello permite también a los animales disponer de imaginación y memoria dos facultades que, para Aristóteles, derivan directamente de la capacidad sensitiva de los animales.
El tercer tipo de alma, superior a las dos anteriores, es el alma racional. Además de las funciones propias de las almas inferiores, la vegetativa y la sensitiva, el alma racional está capacitada para ejercer funciones intelectivas. Es el tipo de alma propia del hombre. Siendo el alma la forma del hombre no puede existir más que un alma que ha de realizar tanto las funciones "irracionales" de la nutrición y la sensación, como las funciones racionales, intelectivas, la capacidad de razonar. Las funciones "irracionales" son las señaladas anteriormente para los otros tipos de alma. Las funciones racionales o intelectivas son el conocimiento de la verdad en sí misma (la capacidad del conocimiento científico), y el conocimiento de la verdad con fines prácticos (la capacidad deliberativa). Para Aristóteles, pues, el alma es no sólo principio vital, sino, al igual que para Platón, principio de conocimiento. De hecho, Aristóteles definirá el hombre como animal racional, atendiendo precisamente al tipo de alma que le es propia; aunque en la Política lo defina, atendiendo también a las características de su naturaleza, como animal social o "político".
Se ha discutido si Aristóteles aceptaba algún tipo de inmortalidad del alma racional. Parece claro que no respecto a las funciones vegetativa y sensitiva, que no tienen sentido separadas del cuerpo; también así lo parece respecto a la parte intelectiva, en cuanto se mantiene en el De Anima la concepción de la sustancia y, por consiguiente, la imposibilidad de la existencia separada de las formas, que constituye el núcleo de la crítica a la teoría de las Ideas de Platón. La cuestión, sin embargo, se oscurece al hablar de la parte activa del entendimiento, a la que se refiere en el De Anima como siendo inmortal. ¿Cómo cabe entender esta afirmación en relación con su teoría de la sustancia, que hace imposible una interpretación dualista de su antropología? ¿Es una simple metáfora en relación con la "inmortalidad" de la actividad intelectual? El tema será discutido por los averroistas latinos, entre otros, quienes considerarán que Aristóteles se refiere a un entendimiento en acto puro que se identificaría con Dios, pero no al entendimiento individual, que sería mortal. Opinión distinta mantendrá Santo Tomás de Aquino, considerando que del silencio aristotélico respecto a la inmortalidad individual del entendimiento agente no se sigue su negación.

Natural = Lo que tiene en sí un principio de movimiento o estancia

Tipos de movimientos propios del hombre:
1. En tanto cuerpo: los de los elementos que lo componen.
2. En tanto ser vivo: crecimiento, nutrición, reproducción.
3. En tanto animal: sensaciones, deseos, apetencias y movimientos locales.
4. En tanto hombre:
4.1. Movimientos orientados a la acción, cuyo fin (causa) es la búsqueda de la felicidad. Hay a su vez dos tipos:
4.1.1. Movimientos en los que interviene el alma sensitiva + la racional que pone un tipo de racionalidad, la prudencia (phrónesis).
4.1.2. Movimientos en los que interviene exclusivamente el alma racional con el ejercicio de tres tipos distintos de racionalidad: la ciencia (la episteme), la inteligencia (el nous) y la sabiduría (sophía).
4.2. Movimientos orientados a la producción, guiados por un tipo de racionalidad concreta: el arte (la tékhne)


Ética
Aristóteles definía lo natural como aquello que tiene en sí un principio de movimiento. El hombre como sustancia natural tiene movimientos o tendencias al movimiento enraizados en sí mismo. Ahora bien, algunos de estos movimientos los tiene en común con las otras sustancias. Así, en tanto que es cuerpo y que habita el mundo sublunar, el hombre tiene movimientos propios de los elementos. En tanto su alma engloba la vida vegetal tiene los movimientos propios de ésta: crecimiento, nutrición y reproducción; y en tanto que engloba la vida animal, tiene los movimientos propios de los animales: sensaciones, deseos, apetencias y movimientos locales.
Pero el hombre tiene además movimientos que le son propios en tanto hombre, es decir, que no tiene en común con ninguna otra sustancia. Estos movimientos son de dos tipos:
1. Orientados a la acción (praxis).
2. Orientados a la producción (poiesis).
Del primer tipo de movimientos propios (es decir, exclusivos) del hombre, se ocupan la ética y la política; del segundo tipo, las ciencias apropiadas al objeto a producir (poética, retórica, arquitectura, medicina, etc.).
Los movimientos propios del hombre están orientados a un fin. Ahora bien, se pueden distinguir dos tipos de fines:
1. Fines útiles como medios: los que mueven al hombre pero sólo como medios para conseguir otros fines. No son, por tanto, válidos por sí mismos. Ejemplo: tomar una medicina, se realiza no por sí mismo sino con vistas a sanar.
2. Fines últimos: serán los que no están condicionados por otros y valen, por lo tanto, en sí mismos. Aristóteles señala que el fin o bien último es conseguir la felicidad.
Así, pues, el fin último que intenta conseguir siempre el hombre es la felicidad (eudaimonia). El problema será decidir en qué consista esta felicidad. Para algunos hombres, consistiría en el placer, para otros en el honor, riquezas, o poder. Aristóteles considera que la felicidad consiste en realizar aquella actividad que le es más propia y natural al hombre, aquella por la cual el hombre es hombre: ésta es la actividad intelectual, y como culminación de ésta, la sabiduría. Ésta sería la forma suprema de felicidad que le estaría reservada al hombre, y a la cual ha de subordinar otras formas de felicidad.
Para conseguir la felicidad, tanto en el terreno intelectual como en el sensible, Aristóteles dice que se debe practicar la virtud. En el mundo heleno se concibe la como habilidad, capacidad, destreza para algo. También en Aristóteles sigue dominando esta concepción de que la virtud es una habilidad, una capacidad; pero ahora cambia el sentido de esta habilidad, de esta capacidad, ya que el objetivo de la virtud es alcanzar la felicidad (y no la purificación, o la justicia entre las partes del alma, como en Platón; ni el triunfo político y social, como en los sofistas). Aristóteles entiende la virtud como un hábito, como una disposición permanente a cumplir el fin (la felicidad). Ahora bien, hemos dicho que la felicidad superior consiste en realizar aquello que es propio del hombre: la actividad intelectual, aquella que radica en la parte racional del hombre, en la inteligencia (el nous). Pero además el hombre tiene apetencias sensibles (debido a la parte sensitiva del alma), de ahí que Aristóteles distinga dos tipos de virtudes:
Virtudes dianoéticas: Son las debidas al proceder de la inteligencia (el nous), es decir, virtudes intelectuales. Puesto que la felicidad superior consiste en la actividad intelectual, la disposición permanente a esta actividad es una forma de virtud, y, como consecuencia, los distintos modos de actividad intelectual: el arte (tékhne), la prudencia (phrónesis), la ciencia (episteme), la inteligencia (nous) y la sabiduría (sophía), son distintos tipos de virtudes intelectuales.
Virtudes morales: El hombre también tiene movimientos sensibles, deseos y apetencias; es decir, acciones que nacen de su alma sensitiva; pues bien, el regir estos movimientos por el intelecto constituye otro tipo de virtudes que Aristóteles denomina virtudes morales. Este regir las acciones nacidas del alma sensitiva por el intelecto lleva a imponer a las propias acciones un cierto orden, una cierta medida, de modo que la virtud, en este caso, consistirá en un cierto "hábito" por el que se trata de evitar los excesos y mantenerse siempre en el medio entre dos exageraciones. Aristóteles define la virtud moral como una "disposición voluntaria adquirida (hábito) dirigida por la razón y que consiste en el término medio entre dos vicios". En esta definición encontramos las tesis éticas fundamentales de este autor:

·         la virtud se puede aprender, no depende de la naturaleza y no es una disposición innata sino del ejercicio de la libertad, la repetición de actos.
·         La virtud es un hábito, es decir una disposición que se crea en nosotros para la realización de una tarea o actividad y es consecuencia del ejercicio o repetición: nos hacemos justos practicando la justicia, generosos practicando la generosidad, valientes practicando la valentía.
·         La virtud moral se realiza en un sujeto a partir de lo que su razón le enseña como bueno; para la vida buena es necesaria la perfección de la razón (como ya habían señalado Sócrates y Platón) de ahí que la virtud intelectual que llamamos prudencia sea fundamental también en el mundo moral; sin embargo, Aristóteles no defiende un intelectualismo moral radical pues no cree (como parece que era el caso de Sócrates) que para la vida buena sea necesario y suficiente que la razón nos sepa mostrar la conducta justa. En este punto Aristóteles se acerca al sentido común al indicar que si la voluntad de una persona no es buena, si no ha sido disciplinada y entrenada para la realización de lo correcto, aunque la razón le enseñe lo que es preciso hacer, es improbable que dicha persona lo haga.
·         La virtud consiste en saber dar con el término medio entre dos extremos, extremos que por ser tales son vicios. Para establecer lo que es mucho o poco en asuntos relativos al bien de las personas es preciso atender a las circunstancias, al sujeto que realiza la acción, sus necesidades y posibilidades, y para ello introduce Aristóteles la idea del término medio respecto a nosotros: en la moralidad el término medio se predica de las pasiones, los sentimientos y las acciones pues, dice este filósofo, en el temor, el atrevimiento, la apetencia, la ira, la compasión, y en general en el placer y el dolor caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien. El término medio es lo que no sobra ni falta, y no es único ni igual para todos. Parece claro, por ejemplo, que respecto de ser buen estudiante lo que para unos es muchas horas de estudio para otros es poco, y establecer el tiempo adecuado depende de las circunstancias y de las personas; o que, en relación con la humildad o el descaro, no hay un término matemático que corresponda a la conducta válida en todo momento y lugar pues en unas circunstancias lo correcto será mostrarse efusivo y cordial y en otras mantener una cierta distancia y no demasiada emotividad. En resumen, y utilizando las propias palabras de Aristóteles, si se vive la pasión o el sentimiento o se realiza la acción "cuando es debido, y por aquellas cosas y respecto a aquellas personas y en vista de aquello y de la manera que se debe, entonces hay término medio y excelente, y en esto consiste la virtud".

Sin embargo, Aristóteles también afirmará que no toda acción ni toda pasión admite el término medio, pues hay cosas malas en sí mismas: pasiones malas en sí mismas son la malignidad, la desvergüenza y la envidia, y malas acciones en sí mismas el adulterio, el robo y el homicidio.
Como ejemplos de virtud cabe señalar el valor (término medio entre la temeridad y la cobardía), la templanza (término medio entre la intemperancia o libertinaje y la insensibilidad) la generosidad (término medio entre el derroche y la tacañería); la virtud más importante es la justicia.

Política
Aristóteles considera al hombre como animal social. Desarrolla el tema en una obra titulada precisamente Política. Ética y política están en íntima unión. El desarrollo de la virtud sólo es posible dentro de la polis ya que el hombre es fundamentalmente un animal político. Su propia physis, su propia naturaleza, impulsa al hombre a vivir en sociedad con los demás hombres. Esta incorporación del hombre en la sociedad se realiza a tres niveles:
1. La familia: constituida por el marido, la mujer, hijos, nietos, esclavos e incluso los animales.
2. La aldea: conjunto de familias que se agrupa en busca de ventajas.
3. La polis: polis era llamada la Ciudad-Estado griega. Es, para Aristóteles, la agrupación más perfecta. Lo suficientemente grande para que pueda autoabastecerse, pero lo suficiente pequeña para que los ciudadanos se conozcan y puedan establecer auténticas relaciones.
La finalidad del Estado (la polis) es conseguir el bien común: esto es, el bienestar material y el perfeccionamiento moral de los ciudadanos a través de la práctica de la virtud. Sin embargo, como ya sabemos, en el mundo griego de la época, incluidas las polis democráticas, no todos los hombres son considerados ciudadanos (no lo son ni las mujeres, ni los extranjeros, ni los esclavos), y Aristóteles sigue en esto la opinión de su época, considerando, por ejemplo, que es necesaria la esclavitud (a este respecto Aristóteles sostiene la tesis de que hay hombres que son esclavos por naturaleza, aunque no siempre coincida que aquéllos que son esclavos de hecho lo sean por naturaleza, ni quienes son libres de hecho lo sean por naturaleza). El Estado está orientado a la consecución de la felicidad de los ciudadanos, y el tipo de gobierno adecuado será aquél que tenga por misión el bien del común de los ciudadanos. Aristóteles no se decanta por ninguna forma de gobierno (de constitución) en particular siempre que ésta cumpla con su misión. Así, lleva a cabo una clasificación de los distintos tipos de constituciones correctas e incorrectas atendiendo a si los que gobiernan es un solo individuo, son algunos, o son la mayoría:
- Son correctas aquel tipo de constituciones que están orientadas al bien común. Son las siguientes:
1. La monarquía: cuando gobierna uno solo en bien de la comunidad.
2. La aristocracia: cuando gobiernan los mejores en bien de todos.
3. La república (politek): cuando gobierna la mayoría en bien de todos (alcanzando un equilibrio entre los intereses de la aristocracia y los de los simples ciudadanos).
- Son incorrectas aquel tipo de constituciones orientadas a defender el interés privado de un individuo o un grupo. Son las siguientes:
1. La tiranía: cuando gobierna uno solo en su beneficio o en el del grupo que representa. Es la degeneración de la monarquía.
2. La oligocracia: cuando gobierna un grupo en su exclusivo beneficio. Es la degeneración de la aristocracia.
3. La demagogia: cuando los que gobiernan lo hacen en beneficio exclusivo de los más pobres. Es una degeneración de la república.
 La Democracia o República "Politeia" es considerada por Aristóteles la mejor forma de gobierno, tomando como referencia la organización social de la ciudad-estado griega; una sociedad por lo tanto no excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia económica y militar, de modo que pueda atender a todas las necesidades de los ciudadanos, tanto básicas como de ocio y educativas. Las otras formas buenas de gobierno le parecen adecuadas para sociedades o menos complejas y más rurales o tradicionales
PLATÓN: TEORÍA DEL CONOCIMIENTO, ANTROPOLOGÍA, ÉTICA Y POLÍTICA

La teoría del conocimiento en Platón.
   En  “República” nos ofrecerá una explicación, la dialéctica, al final del libro VI, basada en la teoría de las Ideas. En ella se establecerá una correspondencia estricta entre los distintos niveles y grados de realidad y los distintos niveles de conocimiento. Fundamentalmente distinguirá Platón dos modos de conocimiento: la  “doxa” (“opinión” o conocimiento sensible) y la “episteme” (“ciencia” o conocimiento inteligible). A cada uno de ellos le corresponderá un tipo de realidad, la sensible y la inteligible, respectivamente. La “doxa” presenta dos niveles: “pistis” (conjetura), cuando percibimos sólo el reflejo o las sombras de las cosas; y “eikasia” (creencia), la percepción directa de los objetos sensibles. La “episteme” (ciencia) se subdivide en: “dianoia” (razón discursiva), conocimiento de los objetos matemáticos (no sensibles); y “noesis” (intuición), la captación directa que el alma racional hace de las ideas, es decir, de la verdad. El verdadero conocimiento viene representado por la “episteme” (ciencia), dado que es el único conocimiento que versa sobre lo universal. Este es el saber propio del sabio, que habrá de entrenar su alma racional para alcanzarlo: la dialéctica es para Platón ese entrenamiento, el paso desde los conocimientos más imperfectos hasta el más perfecto, el de las ideas, dialéctica ascendente. Veamos el ejemplo del amor del Banquete:

   En "El Banquete" pone Platón en boca de Sócrates las distintas fases de esta “dialéctica del amor": debemos iniciarnos en la aspiración absoluta de la Belleza empezando por el anhelo por la belleza sensible, la belleza que se encuentra en los cuerpos, para pasar a la comprensión de la belleza de las almas, la belleza de las buenas acciones y de las leyes justas, la belleza de las ciencias, la belleza de la filosofía y, finalmente la comprensión de la existencia de una belleza absoluta o Idea de Belleza.
   Pues la dialéctica tiene dos direcciones. La dialéctica ascendente es la que va del mundo sensible al inteligible, conociendo todas las ideas hasta llegar  a la idea suprema de bien. La dialéctica descendente es aquella que, desde el mundo inteligible, desciende al mundo sensible para aplicar en él el conocimiento de las ideas adquirido anteriormente.

ESQUEMA DE LO ANTERIOR:
● Definición: Conocer es conocer lo UNIVERSAL = las IDEAS
● Grados de conocimiento:
INTELECTUAL (“episteme” o ciencia)
INTUICIÓN (“NOESIS”) CTO. DE LAS IDEAS DIALÉCTICA: ASCENDENTE Y DESCENDENTE
RAZÓN DISCURSIVA (“DIANOIA”): CTO. DE ENTIDADES MATEMÁTICAS
SENSIBLE (OPINIÓN O “DOXA”)
CREENCIA (“EIKASIA”): CTO. DIRECTO DEL MUNDO SENSIBLE.
CONJETURA (“PISTIS”): CTO. INDIRECTO DEL MUNDO SENSIBLE.

   Pero ese conocimiento no parece fácil de lograr, es necesaria una vida dedicada al saber. Aún así, siendo las ideas tan especiales y al parecer tan alejadas del mundo que habita el hombre ¿puede el alma racional llegar realmente a conocerlas? Esta dificultad es parcialmente salvada por Platón gracias a  la teoría de la reminiscencia (anámnesis) que nos ofrece en sus diálogos Menón o Fedón. Según ella el alma, siendo inmortal, al abandonar el cuerpo es posible pensar que entre en contacto con aquellos objetos de su misma naturaleza (esenciales, inmateriales, eternos…), es decir, con las ideas. Ese alma, al reencarnarse en otro cuerpo olvida lo aprendido, pero al entrar en contacto con los objetos sensibles que son copia de las ideas, puede “recordarlas” (incluso el hombre más indocto comprende que llamamos bellas a cosas diferentes –una acción, una estatua, un amanecer…-porque todas ellas coinciden en algo así como “la belleza”, aunque en principio no sepa definirla). Aprender es, por lo tanto, recordar, de algún modo el alma racional está “preparada” para la verdad (se halla en “nuestro interior” como diría Sócrates, sólo hay que preparar nuestra razón para sacarla a la luz).

Antropología: La concepción dual del hombre.
   En cuanto a la concepción de la naturaleza del hombre, Platón está fuertemente influido por los pitagóricos y el orfismo. Al igual que ellos lo considera un compuesto de:
   Cuerpo: es terrenal, y por tanto generable y corruptible. Es un obstáculo para alcanzar el perfecto conocimiento de las Ideas; por lo que, por sí mismo a lo más que puede aspirar es a ese conocimiento de segundo orden, que Platón, siguiendo a Parménides, llama doxa (parecer, opinión).
   Alma: después de su primer viaje a la Magna Grecia Platón comienza a introducir en sus Diálogos la concepción de un alma inmortal (idea procedente de los pitagóricos que la habían tomado, a su vez, del orfismo). Según Platón el alma tiene su origen en el mundo de las Ideas. Esta alma tiene tres partes con una facultad, o función, cada una: la concupiscible o apetitiva, que es la facultad por la cual deseamos los placeres; la irascible o volitiva, que es la facultad de la ira y de la voluntad; sometidas ambas a la parte racional o nous (a veces ésta aparece en los escritos platónicos como la única parte del alma que es eterna), en la que reside la facultad del conocimiento. Cuando las pasiones dominan y desobedecen al gobierno de la razón caen de ese mundo inteligible y tienen que encarnarse en un cuerpo como castigo (Fedro). De este modo, mítico otra vez, explica Platón cómo pasan las almas del mundo inteligible, al que pertenecen, al mundo sensible. En el alma reside, pues, el nous, la capacidad de conocimiento intelectual.
  En el Fedro explica Platón la naturaleza del alma a través de un mito, el del carro alado: el alma habita originalmente la región supraceleste donde tiene la posibilidad de contemplar las Ideas. Ahora bien, el alma es como un tronco de caballos y un auriga. Uno de los caballos es dócil y sigue las instrucciones del auriga, pero el otro, arrastrado por los deseos, se muestra díscolo y finalmente, hace caer al carro. (En este mito aparece desarrollada en forma simbólica la concepción platónica de la naturaleza tripartita del alma -que aparecerá expuesta de modo claro en Diálogos posteriores- El caballo dócil simboliza la parte irascible o volitiva del alma donde radica el valor y la voluntad; el caballo díscolo simboliza la parte concupiscible o apetitiva del alma, donde radica el deseo de placeres, y el auriga simboliza la parte racional del alma). Una vez caída al mundo terrestre, sensible, el alma tendrá que encarnarse en un cuerpo.
   En algunos de sus libros (Fedro, República) Platón acepta la tesis pitagórica de la reencarnación, según la cual el alma se reencarnaría, al morir el cuerpo, en uno u otro elemento según el tipo de vida que hubiese llevado en la reencarnación anterior.

Ética platónica.
    Como consecuencia de su división del mundo en mundo sensible y mundo inteligible, el conocimiento del bien, del buen gobierno, de la justicia, etc., ya no radica en meras definiciones, sino que tales cosas tienen entidad por sí mismas: tienen su propio mundo al que pertenece el alma inmortal humana. Como además el mundo inteligible pasa a ser el auténticamente real, y el alma pertenece a ese mundo, ahora lo que interesa sobre todo no será ningún tipo de éxito en nuestro mundo físico, lo que interesa por encima de todas las cosas es, por decirlo así, el éxito para el alma. 
   A partir de aquí el término virtud adquiere, en Platón, tres sentidos, que no se dan por separado sino vinculados a su teoría de las Ideas y a su concepción del alma:

1. Virtud como sabiduría: por influencia de Sócrates la virtud sigue siendo considerada como sabiduría (sabiduría que sólo se alcanza en un “ver” que realiza el alma a través del nous). Platón defiende, al igual que su maestro Sócrates, un intelectualismo ético o moral: sólo puede obrar bien quien conoce lo que es el bien. La diferencia es que ahora el Bien, la Justicia, y demás, son considerados entidades subsistentes por sí mismas. 

2. Virtud como purificación: por influencia del orfismo y el pitagorismo la virtud es considerada como purificación (por la cual el alma se libera del cuerpo); con el orfismo surge la concepción del alma como inmortal. Esta concepción es asumida por los pitagóricos que consideran que el alma es inmortal y se reencarna tras la muerte del cuerpo, que es concebido como una cárcel para el alma. Por todo ello, tanto el orfismo como los pitagóricos consideran necesaria la purificación, entendiendo por tal un proceso por el cual el alma se va liberando paulatinamente del cuerpo. En el caso de Platón esta liberación tendría por objeto último que el alma, ya enteramente libre, y sin necesidad de reencarnarse en otro cuerpo, pudiera contemplar las Ideas.
3. En virtud de su propia concepción tripartita del alma, la virtud es considerada como justicia (entendiendo por tal una armonía entre las facultades del alma). Platón sostiene que el alma tiene tres funciones (a veces habla de tres almas distintas). Estas funciones son: la concupiscible o apetitiva, la irascible o volitiva y la inteligible o racional. Pues bien, a cada una de estas tres funciones le corresponde su virtud particular. Tenemos así:
(1) La templanza (sophrosyne): es la virtud propia del alma en su función concupiscible; por ella el alma modera sus apetitos corporales.
(2) La fortaleza o valor (andreía): es la virtud propia del alma en su función irascible. Es la que mueve al alma a superar las dificultades en su ascensión hacia el mundo de las Ideas.
(3) La sabiduría o prudencia (phrónesis,); es la virtud propia del alma en su función racional. Es esta virtud la que acerca al alma al mundo de las Ideas. (De nuevo aparece aquí la virtud como sabiduría, pero ahora dentro de un esquema más general).
   Cuando se dan estos tres tipos de virtudes se da la justicia, que Platón, siguiendo la concepción general que tiene el mundo griego de la justicia, entiende como orden o armonía (en este caso entre las tres funciones del alma).  Pero la justicia no se da siempre, y ello puede deberse fundamentalmente a dos motivos: 1) cuando el alma en su función concupiscible no cumple con su virtud específica, esto sucede siempre que el individuo confunde el placer con la felicidad; 2) cuando el alma en su función irascible no cumple con su virtud específica, y esto sucede siempre que los individuos confunden la ambición con la felicidad.  

Política platónica.
    En los primeros tiempos de constitución de las polis la participación en los asuntos públicos ocupaba una buena parte del tiempo de la aristocracia; más tarde con el triunfo de los sistemas democráticos, la dedicación de una buena parte de sus vidas a los asuntos públicos se extendió a todos los ciudadanos (categoría en la que no entran, ni las mujeres ni los esclavos, ni los extranjeros residentes en las polis). Para un griego de la época arcaica o clásica es inconcebible una vida enteramente humana fuera de la polis.  Y en esto Platón es un buen griego; desde muy joven tuvo inquietudes políticas, y si renunció a una participación activa en la vida política de Atenas se debió a su falta de fe en los sistemas imperantes (después de comprobar cómo sucesivamente la oligarquía y la democracia tenían comportamientos poco virtuosos). Es en la polis, donde el hombre se realiza como tal, donde alcanza la virtud, la excelencia, donde el hombre da lo mejor de sí. Sin embargo, Platón introduce en su reflexión filosófica elementos poco griegos, fundamentalmente la idea de un alma inmortal que hay que cuidar (a pesar de toda la tradición órfica y pitagórica, estas ideas seguían siendo un poco extrañas a la mentalidad griega); y en dependencia de su concepción del alma pondrá Platón a la política. 
    Platón no se limita a describir un Estado justo, sino que además elabora una especie de filosofía de la historia que pretende mostrar el proceso de corrupción a que se ve abocado todo gobierno. Veamos este proceso: 
Aristocracia: es la mejor forma de gobierno, es el gobierno de los mejores, de los más justos y sabios. Pero  acabará degenerando tarde o temprano; a causa, por ejemplo, de una mala elección de los que han de gobernar. Los nuevos gobernantes, que ya no estarán correctamente formados, se aliarán con los guerreros para someter al pueblo y desproveerlo de sus propiedades, dando origen así a la timocracia. 
Timocracia: es un tipo de gobierno intermedio entre la aristocracia y la oligarquía. Como tal conserva algo de las virtudes del sistema aristocrático, tales como el respeto por las leyes y los magistrados, así como el valor propio de los guerreros. Pero no es un gobierno regido por la sabiduría y la justicia sino por la ambición y la cólera, propias del carácter de los guerreros. Esto les lleva a un afán de riquezas y propiedades, lo que hará que finalmente sólo se les preste atención a éstas, degenerando en una oligarquía, en un gobierno de los ricos. 
Oligarquía: es aquel tipo de gobierno movido por la codicia y la avaricia. Arrastra consigo múltiples vicios, tales como: (1) Se elige a los gobernantes en función de la riqueza y no de la capacidad para dirigir el Estado. (2) Genera una división en el seno del Estado entre dos clases enfrentadas: ricos y pobres. (3) Los ricos tienden a acaparar cada vez más riqueza, con lo que habrá cada vez más pobres, con sus secuelas de miseria e inseguridad. Finalmente, las revueltas del pueblo acabarán instaurando la democracia. 
Democracia: es el gobierno del pueblo. Es el tipo de gobierno regido por la libertad. En principio puede parecer el más dulce de los gobiernos, pero llevada a sus extremos la defensa de la libertad hace que toda forma de poder sea vista como insufrible, por lo que no se respeta la autoridad de los magistrados ni de las leyes. Sucede, además, que los más ricos ven peligrar sus fortunas a manos de los demagogos que incitan al reparto de bienes, por lo que conspiran continuamente contra la democracia. Para acabar con esta situación de caos el pueblo encumbra a alguien que se erige en su defensor dando origen así a la tiranía. 
Tiranía: surge como degeneración de la democracia. El pueblo pone el poder en manos de un individuo para que imponga orden en el Estado y defienda sus intereses contra los oligarcas. Pero una vez en el poder el protector del pueblo, en cuyas manos se ha puesto una guardia, elimina a quienes pueden estorbarle, y busca la forma de hacerse imprescindible para mantenerse en el poder (por ejemplo, provocando guerras con otros Estados). Se instaura así la tiranía, que impone el poder arbitrario en el Estado, y acaba sometiendo a los ciudadanos como si fuesen esclavos. 

   En La república, y más tarde en las Leyes, describe lo que habría de ser un Estado ideal. El fundamento de ese Estado ideal habría de descansar en la virtud, entendida ahora como justicia. Es decir, sólo cuando se da la justicia puede funcionar bien la Ciudad. Pero ya hemos dicho que los griegos, y Platón entre ellos, entienden la justicia como orden, como estar cada cosa en su lugar. Así, un alma es justa cuando cada parte cumple la función que le corresponde, se mantiene en su lugar. Pues bien, siguiendo el mismo esquema que había aplicado a la descripción de las funciones del alma, el Estado Justo debería estar compuesto por tres estamentos, cada uno de los cuales cumpliendo con su misión específica: 
1. El de los agricultores, artesanos y comerciantes: serán los encargados de producir los bienes necesarios para la vida de toda la población. Serán los únicos que tengan derecho a tener propiedad privada. Tendrán como virtud característica la templanza
2. Los guerreros-guardianes: serán los encargados de defender a los ciudadanos de sus enemigos. Serán elegidos de entre los ciudadanos más fuertes y valerosos; el valor (andreía) ha de ser la virtud que los caracterice. 
3. El de los gobernantes-filósofos: serán los encargados de dirigir a los ciudadanos. Serán elegidos de entre los guerreros más sabios y prudentes. Tienen que tener un perfecto conocimiento del mundo de las Ideas, ya que sólo quien conoce lo que es el Bien en sí, la Justicia en sí, podrá ser realmente justo y bueno y dirigir a los demás por el camino de la justicia. Ésta es la razón por la que los gobernantes han de ser filósofos.
   Cuando cada uno de estos estamentos cumpla con su virtud específica se dará la Justicia.   
    Aunque este Estado ideal se desarrolla según una división en clases de la sociedad, Platón considera que estos estamentos (al revés de como funcionaba el sistema aristocrático tradicional) no deberían ser estancos. La pertenencia o no pertenencia a un estamento no vendría dada por herencia o la riqueza sino que, según las capacidades demostradas desde niño. La educación de niños y niñas se hará por parte de la polis (ciudad-estado), se educaría a los ciudadanos y según sus méritos formarían parte de uno u otro estamento. Como novedad señalar que Platón no excluye a las mujeres, como sí sucedía en la vida cotidiana de la época, de su participación en la vida política o militar, por lo que también éstas podrían formar parte de la casta gobernante o militar -en caso de reunir las virtudes adecuadas-. 


RESUMEN ADAPTADO AL PROGRAMA DE

 MEMORIA DE LA FILOSOFÍA POR AUGUSTO KLAPPENBACH MINOTTI

Los viejos griegos.

La Filosofía nace en Grecia. Lo cual no quiere decir que en otros lugares y en otros tiempos no haya existido pensamiento, ni que la manera griega de pensar sea superior al pensamiento de otros pueblos, ni siquiera que el pensamiento griego no dependa en muchos aspectos de ideas ajenas. Se trata, simplemente, de que la Filosofía griega ha puesto en marcha un modo peculiar de desarrollar la razón, que ha dado como resultado una manera también peculiar de enfrentarse al mundo y del cual ha nacido este estilo europeo de vivir y de pensar que se ha extendido ya por más de medio planeta con  diversas variantes. Con sus logros y sus miserias: con el dominio del mundo y su deterioro ecológico, con los derechos humanos y la explotación del trabajo ajeno, con la curación de enfermedades y las armas de destrucción masiva. Lo mejor y lo peor de nuestra cultura surge en esas pequeñas ciudades diseminadas entre lo que hoy llamamos Grecia, Italia y Turquía. Nos guste o no, somos griegos, y probablemente lo seguiremos siendo por mucho tiempo: por citar sólo algunos ejemplos, el pensamiento científico, la democracia como forma de gobierno, nuestros criterios éticos y estéticos, los idiomas como transmisores de una actitud ante el mundo, constituyen una herencia recibida hace más de dos mil años, aunque más tarde esta herencia se haya mezclado con otras, como la hebrea, la cristiana y la islámica.
Aunque no lo sepamos, hablamos como griegos, pensamos como griegos y conservamos muchos de sus gustos y valores. Y todo eso, cosas de la historia, aunque Grecia sea hoy poco más que una oferta turística en las agencias de la Unión Europea.

 El escenario.
En aquellos tiempos, Grecia no era un país. Desde el sur de Italia hasta las costas del Asia Menor, pasando por lo que hoy llamamos Grecia, surgieron varias  ciudades -pequeñas para los criterios actuales- cada una de las cuales constituía un Estado independiente, con su propio gobierno y sus propias leyes. Las unían, sin embargo, algunos vínculos como el idioma –todas hablaban griego, con algunas variantes- ciertas tradiciones literarias folklóricas y religiosas, como los poemas de Homero y de Hesíodo, y la realización periódica de los Juegos Olímpicos, que convocaban a los mejores atletas de esas ciudades en Olimpia. Eran ciudades prósperas, cuya dedicación al comercio marítimo les aseguraba un continuo contacto con otras culturas y otras ideas, y en las cuales dominaba lo que hoy llamaríamos una burguesía acomodada que podía dedicarse al ocio creativo en la medida en que sus necesidades productivas estaban cubiertas por el trabajo de sus esclavos. Como se ve, las ciudades griegas -a las que en adelante llamaremos las polis, para diferenciarlas de lo que hoy entendemos por ciudades- estaban lejos de constituir un poderoso imperio al estilo de Egipto o de Persia: eran sociedades de clase media, la mayoría de cuyos habitantes seguramente estaban más preocupados por vivir bien que por pasar a la historia por sus grandes hazañas.
¿Cómo se explica entonces que en estas modestas polis se produjera la revolución cultural más importante quizás de toda la historia, al menos de la historia occidental? Probablemente no exista una respuesta global a esta pregunta. Como sucede en la vida humana, en la historia aparecen a veces consecuencias que superan sus causas. Se han mencionado algunas particularidades de las polis, todas ellas ciertas pero que probablemente no llegan a explicar “el milagro griego”. Por ejemplo, la creciente democratización de sus clases dirigentes, que reemplazaron progresivamente a una nobleza más preocupada por el poder que por la cultura, su carácter de ciudades portuarias dedicadas al comercio, que les obligó a abrir su mente por el trato constante con otras formas de vida y otras maneras de pensar, y sobre todo las peculiaridades de su religión.
A diferencia de otros pueblos de su época, la religión griega tenía más de poético y folclórico que de sagrado y mistérico. Las aventuras de los dioses y las diosas griegas, bellamente narradas por sus poetas, expresan todas las pasiones humanas: los dioses y las diosas se enamoran, tienen celos, se tienden trampas, tienen hijos con los mortales, protegen o castigan a los humanos según su capricho y, en general, son personajes que comparten las grandezas, miserias y debilidades de sus fieles. Este tipo de religión deja espacio para que los creyentes busquen por sí mismos las respuestas a las grandes preguntas que las grandes religiones se han ocupado de responder. Un egipcio o un hebreo, por ejemplo, anonadado ante la grandeza y el poder de sus divinidades, no necesita elaborar una filosofía: su religión, por medio de sus sacerdotes y profetas, se encarga de pensar por ellos, de enseñarles cuál es el sentido de la vida y el contenido del bien y del mal. Los grandes dioses de la antigüedad no permiten que se les mire a la cara, y la única relación del creyente con ellos consiste en la adoración sumisa. El griego, en cambio, establece con sus dioses una complicidad en ocasiones festiva, que le deja espacio para buscar en otra parte las respuestas a las grandes preguntas de la vida. La filosofía encuentra así un terreno libre para plantear sus cuestiones y sobre todo, un ambiente tolerante que permite respuestas diversas y contradictorias, en la medida en que no están garantizadas por una instancia sobrenatural sino que provienen de la modesta razón humana. Por el contrario, cuando declina la época clásica y la crisis histórica y cultural se generaliza, muchos griegos comienzan a buscar respuestas en religiones importadas de oriente, menos tolerantes y más absorbentes. Pero nos ocuparemos de esto más adelante, ya que todavía faltan varios siglos para que suceda.

El mito y el logos.
Los humanos tenemos una    inveterada necesidad de explicar el mundo en que vivimos. No nos basta con adaptarnos a él, aprovechar sus ventajas y evitar sus peligros, como tratan de hacerlo los demás animales. Tenemos la manía de preguntarnos por qué las cosas son así y no de otra manera, y ello aunque ese por qué carezca de utilidad inmediata. Queremos saber por saber y esa curiosidad es quizás una de las características más específicas de nuestra especie.
De ahí que aun los pueblos más primitivos hayan buscado explicaciones al mundo que les rodea. Y las primeras explicaciones de las que tenemos noticias toman la forma de relatos. Pero unos relatos que no buscan tanto entretener o agradar cuanto transmitir al oyente una explicación de la realidad. Una explicación, en la mayoría de los casos, sembrada de elementos sobrenaturales, de dioses y demonios, de potencias positivas o negativas de carácter sobrenatural, pero que no pierde de vista la realidad de la vida humana.
Un ejemplo típico de mito lo encontramos en El Banquete de Platón, quizás narrado con cierta ironía. Aristófanes -uno de los asistentes al banquete que da nombre al diálogo- trata de explicar el amor humano acudiendo a un mito. Según él, en tiempos remotos los sexos no eran dos sino tres: hombres, mujeres y andróginos, que participaban de ambos sexos. La forma de todos era esférica, con cuatro brazos y cuatro piernas, como si dos personas de las actuales se unieran por la espalda. Como se sentían muy poderosos, cometieron el peor pecado de la cultura griega: la hybris, la soberbia del hombre que trata de equipararse a los dioses. Zeus, para castigarlos, los divide en dos, dejándolos como son ahora. De tal modo que cada uno de las mitades resultantes busca a su otra mitad: las mitades de los andróginos buscan al sexo opuesto (heterosexualidad), las mitades de los hombres buscan a otro hombre (homosexualidad masculina) y las mitades de mujeres buscan a otras mujeres (homosexualidad femenina). Y a su vez estos amores participan de los astros: el sol (principio masculino) la luna (principio femenino) y la tierra (que participa de ambos)
Como se ve, el relato contiene elementos sobrenaturales y fantásticos, pero la explicación no puede calificarse sin más como falsa. Buena parte de la literatura amorosa de nuestra cultura describe el amor como la aspiración de dos personas a unirse en una sola: “seréis dos en una carne”, dice el ritual del matrimonio, mientras que el lenguaje popular habla de “media naranja”. En los mitos, el relato fantástico sirve de vehículo a una concepción de la vida humana en ocasiones de una riqueza y profundidad que no tiene nada que envidiar a explicaciones más racionales. La mitología griega, en particular, es capaz de transformar en relatos algunas experiencias que se resistirían al lenguaje abstracto de la ciencia.
Pero los griegos, sin abandonar el mundo de los mitos, buscan otros caminos para explicar la realidad. Y lo encuentran en lo que se ha llamado el camino del logos. Como sucede con tantas palabras griegas, la traducción de logos es muy difícil: su significado primitivo remite a la idea de juntar, de reunir, de recoger. Y a partir de allí su significado se dirige al lenguaje. Significa, entre otras cosas, palabra, dicho, definición, razón, explicación, afirmación, discusión, argumento, razonamiento, tratado, estudio, concepto, pensamiento y otras muchas acepciones. De entre ellas, nos interesa fijarnos en dos: logos significa a la vez lenguaje y razón. Y esta coincidencia no es casual. El nuevo camino explicativo que van a emprender los griegos consiste en apelar a la razón renunciando al relato. Pero la razón humana no tiene otra manera de desarrollarse si no es por medio del lenguaje, de la palabra. Los relatos del mito serán sustituidos por conceptos, por palabras que renuncian a contar historias y tratan de apresar la esencia de la realidad.

Los primeros pasos de la filosofía.
En cualquier caso, los griegos siguen pensando sobre el mundo, preocupados por explicarlo. Y lo primero en que se fijan es en la naturaleza que les rodea. El problema que les preocupa podría describirse así: la naturaleza incluye muchas cosas: las montañas, los mares, los pájaros, las fieras, el rayo, la lluvia, los insectos. La inteligencia se desorienta ante tal multiplicidad: es necesario encontrar un orden en medio de este caos. Y para encontrarlo es preciso fijar un criterio que permita ordenarlo, es decir, un punto de vista que permita reunir cosas muy distintas bajo un único concepto. Recordemos que la palabra logos evoca la idea de recoger, juntar, reunir. Es lo que hacemos todos los días cuando usamos el lenguaje: llamamos hombre o mujer a una persona alta, baja, blanca, negra, joven o vieja, así como reunimos bajo el concepto vegetal objetos tan diferentes como un álamo, una rosa o una lechuga. Siguiendo el modelo del lenguaje, esos primeros filósofos se esforzaron en encontrar algo común, que fuera el origen de todo lo que nos rodea y que hiciera comprensible para la inteligencia la desordenada variedad de las cosas naturales. Y lo buscaron en la misma materia, sospechando que la diversidad no era otra cosa que las sucesivas transformaciones que sufre ese elemento común, cargado todavía de un fuerte simbolismo religioso, que ellos llamaron la physis, palabra que podría traducirse por naturaleza, recordando que ambos términos aluden al nacimiento: aquello de lo que todo nace.

Los físicos.
Así, por ejemplo, Tales de Mileto (el primer filósofo del que tenemos noticias) supuso que ese elemento común que está en el origen de todos los elementos naturales era el agua. No le faltaban razones: el agua, protagonista de muchas cosmogonías, es capaz de sufrir transformaciones por las cuales pasa del estado líquido al sólido y al gaseoso y constituye la condición necesaria de la vida. Anaximandro, sin embargo, supuso que este origen no había que buscarlo en un elemento tal como lo conocemos sino en una especie de materia primordial que está en el origen de todos ellos pero no se identifica con ninguno y le llamó el ápeiron (lo indefinido) Anaxímenes prefirió elegir el aire, que todo lo envuelve, a todas partes llega y constituye el soplo vital de los seres animados. En cualquier caso, y más allá de la ingenuidad de estas explicaciones, estos primeros filósofos dan un paso decisivo en nuestra manera de entender el universo. La necesidad de explicar el mundo en que vivimos, necesidad que no compartimos con los demás vivientes, ya no busca la explicación en relatos sobrenaturales, en historias fantásticas en las que intervienen dioses y demonios sino en la naturaleza misma, en una reflexión sobre el mundo que renuncia a lo sobrehumano y se conforma con las modestas fuerzas de nuestra razón.
Estos primeros filósofos, de quienes no conservamos ningún texto y de los que sólo tenemos noticias por referencias de otros pensadores posteriores, fueron llamados los físicos por su búsqueda de la physis. Vivieron en Jonia, en ciudades griegas situadas en el territorio del Asia Menor, que hoy corresponde a Turquía, durante el siglo VI antes de Cristo.
En el mismo siglo, pero a muchos kilómetros de Jonia, en el sur de Italia, se desarrolla otra escuela de pensamiento totalmente distinta pero que busca lo mismo: poner orden en la variopinta diversidad de la naturaleza. Es la escuela de Pitágoras, que fundó una especie de monasterio filosófico con una rígida disciplina. A su juicio, ese principio del orden natural no hay que buscarlo en un elemento físico sino en un principio formal: el número. “Todas las cosas que se conocen contienen un número, pues sin él nada sería pensado ni conocido”, decía Pitágoras. Adelantándose a la física moderna, los pitagóricos afirman que el universo está regido por leyes matemáticas, que explican desde el movimiento de los astros hasta la armonía musical y la misma vida humana. Si bien hay que recordar que, como en caso de los físicos, ese principio está teñido de una concepción simbólica y religiosa que la distingue del pensamiento científico.

Los metafísicos.
Volvemos a las costas del Asia Menor, a la ciudad de Éfeso. Surge allí uno de los pensamientos más importantes de esta primera época, que tendrá una enorme influencia posterior. Heráclito vive entre el siglo VI y el V a. C. y según él la realidad consiste en un continuo proceso imposible de detener y fijar, como las aguas de un río. Este proceso funciona movido por la contradicción: la lucha de contrarios (como la noche y el día, lo seco y lo húmedo, lo frío y lo caliente) hace que nada sea lo que es. Todo es un continuo flujo, un constante devenir, incluyendo nuestra vida humana. Pero sin embargo esta contradicción permanente entre el ser y su negación se resuelve en una armonía universal, en un orden que integra los polos opuestos en un perfecto equilibrio. El logos es capaz de reconciliar los contrarios, como el acorde una lira nace de las distintas notas que surgen de ella. Si los físicos elegían como principio elementos estáticos, como el agua y el aire, Heráclito busca en el fuego el elemento primordial, un elemento que en ningún instante es idéntico a sí mismo y que nace de la negación de aquello que lo alimenta.
Pero una vez más tenemos que emprender un largo viaje y volver al sur de Italia, a la ciudad de Elea. Casi contemporáneo de Heráclito, Parménides concibe la realidad de modo muy distinto. Para él, el ser es lo único que existe y el no-ser no existe, de tal modo que ni siquiera se le debe nombrar. Pero si tomamos en serio estas aparentes trivialidades, llegamos a la conclusión de que todo cambio es una mera apariencia. Porque si cambiar es pasar “de ser algo” a “no ser algo” (o al revés) y uno de esos términos (el no-ser) hemos dicho que no existe, sólo podemos llegar a la conclusión de que nuestra razón sólo puede admitir la existencia del ser inmóvil e inmutable. Y único, porque lo que distinguiría a un ser de otro sería precisamente que uno de ellos “no es” el otro. Y ya hemos vuelto a pronunciar la palabra prohibida: el no-ser. Y, por supuesto, eterno. Si no fuera eterno ¿qué hubiera podido existir antes (o después) del ser? ¿El no-ser? A estas alturas, es ocioso recordar que el no-ser no existe...
Nuestro sentido común se rebela ante estas conclusiones, que parecen meros juegos de palabras: vemos todos los días que los seres que nos rodean son muchos, cambian, se mueven, aparecen y desaparecen. Parménides no lo negaría. Pero eso sólo demuestra que nuestros sentidos no son capaces de ofrecernos la verdadera realidad, aquel principio que los griegos están buscando desde hace ya un siglo y que no se deja atrapar por la vista o el oído y que sólo se muestra a la razón. En los comienzos de la filosofía ese principio fue un elemento material (el agua, el ápeiron, el aire), luego lo buscaron en el número y ahora se piensa en una realidad meta-física, es decir, situada más allá del mundo físico de nuestros sentidos, ya se trate del devenir de Heráclito o del ser de Parménides. Y eso que el camino del logos recién está empezando.
Esta concepción del ser de Parménides como único, eterno, inmóvil e inmutable va a tener una enorme influencia en todo el pensamiento posterior. Cuando hablemos de Platón vamos a tener ocasión de recordar este tema y cuando, mucho más adelante, el cristianismo construya su propia filosofía, su concepción de Dios va a heredar las características del ser de Parménides. Pero no nos adelantemos.

Los pluralistas.
Se llama así a algunos filósofos que van a tratar de reconciliar el ser único e inmutable de Parménides con el hecho evidente del cambio. Ellos van a aceptar que el ser no cambia, pero negarán que sea sólo uno, y afirmarán que la naturaleza surge de la combinación de varios principios.
Así, por ejemplo, Empédocles recurre a los cuatro elementos tradicionales: el aire, el agua, la tierra y el fuego, que ya habían inspirado a algunos filósofos que conocemos. Estos elementos, entremezclándose, adoptan pluralidad de formas, como dice en uno de sus poemas, hasta el punto que los mismos dioses están compuestos de ellos. Los elementos se unen y se separan movidos por dos principios activos: el amor y el odio. El tiempo no es más que la incesante repetición de estas uniones y separaciones, que continuarán eternamente.
Anaxágoras va más allá. No se trata de cuatro elementos sino de infinidad de semillas, cada una de las cuales contiene las cualidades de todas las cosas, y por eso pueden transformarse sin dejar de ser lo que son. Pero, como siempre, la combinación de estas semillas (spermata, en griego) no está librada a la casualidad. Todo el mundo está regido por una mente o inteligencia (el nous, en griego), independiente de esas semillas, una especie de amor intelectual que genera una especie de torbellino que une y separa esas semillas.
Demócrito es probablemente el más maduro de los pluralistas. Su filosofía anticipa, a su modo, conclusiones que la física moderna va a tardar siglos en postular. Según él, todo lo que existe está compuesto por partículas simples llamados átomos, que etimológicamente significa “lo que no puede dividirse”. Los átomos se parecen al ser de Parménides: son eternos e inmutables, pero se distinguen entre sí por la forma, el orden y la situación y su número es infinito. Según la forma en que esos átomos se combinen en el vacío tendremos la diversidad de seres que pueblan nuestro mundo y sus constantes cambios se deben al constante movimiento (torbellino) a que están sometidos: cuando se juntan producen la generación y cuando se separan la corrupción.
Evidentemente, hay enormes diferencias con la teoría atómica de la física moderna. Pero si tenemos en cuenta que Demócrito escribe en el siglo V antes de Cristo, basándose únicamente en el pensamiento racional y sin ninguna base experimental, no podemos menos de sorprendernos de que formulara un sistema que tanto se acerca a la concepción moderna de la materia. Es verdad que la combinación de los átomos es la que produce las diferencias entre unos seres y otros: el agua es agua porque se combinan dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, pero si otro átomo de oxígeno se les une se convierte en agua oxigenada. Y así con todo.
La teoría atómica de Demócrito (y de un posible maestro suyo que fue Leucipo) va a ser retomada más adelante por los epicúreos, que extraerán de ella preceptos morales, e incluso va a inspirar la poesía de Lucrecio, ya en el mundo latino.


Recapitulando.
En adelante nuestra historia va a desarrollarse en un nuevo escenario. Pero antes de dejar a estos primeros filósofos (que suelen llamarse los presocráticos, aunque algunos fueron contemporáneos de Sócrates) conviene echar una mirada al camino que hemos recorrido hasta ahora.
Nos hemos encontrado ya con un problema que nos va a acompañar a lo largo de toda la historia y que para algunos constituye la prueba de la inutilidad de la Filosofía. Cada filósofo rechaza lo que dijo el anterior y propone su propia solución al problema. Parece que cada uno está empezando de nuevo la historia del pensamiento, cosa que no sucede, por ejemplo, en la ciencia. Tales afirma que el principio es el agua, Anaximandro que es el ápeiron, Pitágoras que es el número, Heráclito habla del devenir, Parménides del ser, etc. Y la historia del pensamiento seguirá por ese mismo camino.
Sin embargo, en lo poco que llevamos visto aparece ya una unidad muy profunda. Como hemos dicho antes, en el fondo de todas esas respuestas diferentes, estos primeros filósofos buscan, cada uno a su modo, un principio único que explique la diversidad de las cosas naturales. Los sentidos, -la vista, el oído, el olfato...- nos ofrecen multitud de datos desordenados y revueltos: vemos colores, formas, oímos sonidos graves y agudos, ruidos, música. Pero si queremos pensar acerca de lo que ellos nos informan, no tenemos más remedio que reducirlas a conceptos, es decir, a unidades que abarcan muchos datos de los sentidos reunidos en un mismo significado. Cuando hablamos de “la humanidad”, por ejemplo, o del “universo”, no nos estamos refiriendo a un confuso montón de impresiones sensitivas (aunque ellas sean necesarias para formar esos conceptos) sino que estamos apelando a lo que esos viejos griegos llamaban logos: recordemos una vez más que su significado originario era el de reunir, juntar.
Y esa tarea de buscar la unidad detrás de la diversidad de las apariencias es lo que hace desde el lenguaje cotidiano (que llama “animal” al mosquito y al elefante) hasta la ciencia más avanzada (los físicos actuales tratan de encontrar una fuerza única que unifique las cuatro fuerzas que rigen el universo). Y esa tarea la inician, de modo tentativo y a veces ingenuo, estos primeros filósofos, que tratan de descubrir un principio único y permanente detrás del aparente desorden de la naturaleza.

El hombre y la política: los sofistas.
Como habíamos anunciado, cambiamos de escenario. Hasta ahora nos hemos movido a saltos por todo el territorio de lo que se ha llamado “la magna Grecia”, que incluye lo que hoy llamamos Grecia junto con el sur de Italia y las costas del Asia Menor. (Notemos, de paso, que los filósofos del Asia Menor, como los físicos, tienden a pensar de un modo más concreto y material que los del sur de Italia, como Pitágoras y Parménides, más proclives al pensamiento formal y abstracto).
Pero en adelante la gran Filosofía se va a concentrar en Atenas, la ciudad que hoy es capital de Grecia. Y al hacerlo, va a cambiar su centro de interés. Porque en Atenas, durante el siglo V antes de Cristo, se va a implantar un sistema político totalmente novedoso en el mundo antiguo: la democracia.
La democracia ateniense (como es sabido la palabra democracia significa poder del pueblo) no es comparable con las democracias modernas. En primer lugar, no participaban de ella ni los esclavos, ni las mujeres ni los llamados metecos, los naturales de otras ciudades griegas, lo cual reduce la participación del pueblo a una mínima parte del total: los atenienses varones y libres. Además, se trataba de una democracia directa y no representativa como las actuales: el pueblo decidía los asuntos públicos por votación en grandes asambleas. Muchos cargos, además, se ejercían por sorteo entre los ciudadanos, en turnos rotatorios.
Pero más allá de estas peculiaridades y de su carácter limitado, resulta sorprendente la mera existencia de este sistema político cinco siglos antes de Cristo. Pensemos que en nuestro mundo occidental la democracia no comienza a implantarse hasta fines del siglo XVIII, y ello con muchas restricciones: el voto femenino, por ejemplo, no se autoriza en muchos países hasta bien entrado el siglo XX. Como en tantos temas, los griegos adelantaron formas de vida que serían recogidas por occidente muchos siglos más tarde.
Pero lo que nos interesa para nuestra historia es la influencia que tuvo esta democracia naciente en la Filosofía. En un régimen democrático, a diferencia de los regímenes autoritarios, es necesario convencer a los demás de que nuestra propuesta es la mejor, asegurándose así los votos suficientes para sacarla adelante, cosa que no necesita el monarca absolutista o el dictador, que imponen su voluntad sin discusión. Pero para convencer es necesario saber desarrollar los argumentos que justifican nuestras propuestas. De tal modo que se crea en Atenas una demanda de profesores de retórica, que es precisamente el arte de convencer. Y a esas demandas responde un grupo de filósofos a quienes se les ha llamado los sofistas. Los sofistas, por lo tanto, se dedican a formar políticos y para ello echan mano de la filosofía. Sólo que su filosofía ya no va a preocuparse tanto de la naturaleza y sus principios sino sobre todo del hombre y la vida política, de preparar ciudadanos que sepan proponer las mejores leyes, es decir, las leyes más convenientes para la polis. El afán de buscar la verdad oculta de la naturaleza, propio de los filósofos anteriores, va a convertirse en la búsqueda de las razones que resultan más útiles para justificar las leyes que el político propone. De tal modo que los sofistas van a renunciar a la búsqueda de la verdad absoluta. Las leyes -y su justificación filosófica- no son verdaderas ni falsas, sólo son más o menos convenientes: más que buscar la verdad, se trata de ponernos de acuerdo en lo que más nos conviene. De ahí el llamado “relativismo y convencionalismo sofista”: el criterio de la filosofía ya no será “natural” sino “antropológico”, es decir, relativo al hombre en su situación concreta. Una famosa frase de Protágoras hay que entenderla en este sentido: “el hombre es la medida de todas las cosas”: ya el hombre no depende de las leyes naturales que buscaron los presocráticos sino que él mismo establece la ley.
Los sofistas tienen muy mala prensa, debido a las críticas de Sócrates y Platón que enseguida veremos. Se les acusa de cobrar por sus enseñanzas, de despreciar la verdad objetiva reemplazándola por un oportunismo interesado, de compromisos con el poder que cuestionan la pureza del pensamiento filosófico. Sin embargo, los sofistas fueron quizás los filósofos de la democracia, que dieron un paso decisivo para adecuar el pensamiento filosófico a los intereses de lo que hoy llamaríamos “clases medias”, abandonando el carácter aristocrático de la filosofía anterior. Introdujeron en el pensamiento filosófico ideas que hoy consideraríamos modernas, como cierto cosmopolitismo que adelantaba la afirmación de la igualdad de todos los hombres, incluyendo en algún caso el rechazo de la esclavitud y una actitud agnóstica con respecto a la creencia en los dioses. En cualquier caso, no se puede negar que tuvieron una gran importancia en la historia del pensamiento al comenzar una reflexión sistemática, que ya nunca se abandonaría, acerca del hombre y la política.

Sócrates: presentación (470-399 a. C.).
Sócrates, que se sepa, no escribió una sola línea y sin embargo es uno de los filósofos que dividen en dos la historia del pensamiento: antes de Sócrates y después de Sócrates, como sucederá mucho más adelante con Kant. Según su propia expresión, su misión era comparable a la de un tábano que pica al caballo para mantenerlo despierto: aguijoneando a los ciudadanos de Atenas para impedirles dormir satisfechos de su ignorancia.
Se podría calificar a Sócrates como un sofista disidente, ya que comparte con los sofistas muchos rasgos de su pensamiento: su interés por los temas antropológicos, éticos y políticos, su dedicación a enseñar a los jóvenes -si bien se enorgullecía de no cobrar por sus enseñanzas-. Pero se separa de ellos en lo que se refiere al relativismo y escepticismo de los sofistas: Sócrates busca incansablemente verdades absolutas que fundamenten las decisiones morales y políticas, no acepta que la filosofía se reduzca al “arte de persuadir” y por lo tanto renuncia al arte de elaborar bellos discursos que convenzan a los ciudadanos.
Detrás de todo ello existen, sin duda, razones políticas. Hemos dicho antes que los sofistas eran los filósofos que demandaba la nueva sociedad democrática. Pero Sócrates ha tenido tiempo de desilusionarse de la democracia ateniense: después de las guerras del Peloponeso y la dictadura de los llamados Treinta Tiranos, proliferan las conspiraciones y la lucha de intereses personales, corrompiendo el régimen democrático de los primeros tiempos del siglo de oro (el siglo V a.C.). Probablemente Sócrates añora el antiguo esplendor de la polis y trata de restaurarla buscando un fundamento filosófico sólido que la decadencia y el oportunismo de los tiempos no le ofrecía. Y la consecuencia política de ese intento es su defensa de un régimen aristocrático, que no se refiere a la aristocracia que proporciona el dinero ni la nobleza del nacimiento sino a lo que indica la etimología de la palabra: gobierno de los mejores.
Sea como fuere, sus enseñanzas y su constante cuestionamiento a los poderosos de su tiempo irritaron a las clases dominantes hasta el punto de acusarle de impiedad y corrupción de la juventud. Sócrates es sometido a juicio. Asume su propia defensa y la ejerce de un modo tan brillante que fuerza al jurado a condenarlo a muerte; quizás si hubiera admitido su culpa y solicitado clemencia la pena hubiera sido menor.
Por respeto a las leyes de la polis se niega a aceptar un plan de fuga y espera el momento de la ejecución rodeado de sus discípulos y filosofando sobre la virtud y la inmortalidad del alma. Cuando llega el momento de beber el veneno lo hace con absoluta tranquilidad, convencido de que la muerte no es un mal sino un tránsito a una vida mejor, liberada de la servidumbre del cuerpo. Se ha comparado muchas veces este final de Sócrates con la muerte de Cristo, que, como él, divide en dos la historia.
Lo que hemos dicho sobre Sócrates, y lo que diremos en adelante, está basado casi totalmente en lo que cuenta su discípulo Platón, que dedica varios libros -llamados Diálogos- a su maestro. En  la Apología de Sócrates narra el desarrollo del juicio y su condena, en el Critón su cautiverio y en el Fedón sus últimos momentos y su muerte. Y en muchos otros Diálogos desarrolla su doctrina, poniendo su propia filosofía en boca de su maestro. ¿Hasta qué punto el retrato de Platón es fiel al Sócrates real? Nunca lo sabremos. Aristófanes -un autor teatral bastante irreverente- lo presenta como un viejo pedante y engreído. Jenofonte -un historiador de la época- coincide bastante con Platón. En cualquier caso, el Sócrates que ha pasado a la historia es el que nos legó Platón, y a él vamos a atenernos.

Sócrates: su filosofía.
La madre de Sócrates era comadrona. Y Sócrates solía bromear diciendo que su oficio era el mismo que el de su madre: sólo que en lugar de ayudar a parir niños, él ayudaba a dar a luz la verdad. Porque una de las ideas centrales del pensamiento socrático consiste en su afirmación de que la verdad habita en el interior de cada uno y sólo es necesario conocerse a sí mismo para encontrarla. Rechaza por lo tanto el estilo sofista de enseñar, basado en la aceptación de la doctrina de un maestro. El verdadero maestro no inculca sus verdades al discípulo, sino que busca con él la verdad que habita en el alma de ambos. Desde este punto de vista podemos decir que conocer es recordar lo que el alma ya sabe desde siempre pero que permanece oculto por las necesidades y preocupaciones materiales de la vida Y esta verdad es la misma para los dos, porque la verdad -a diferencia de lo que pensaban los sofistas- es una sola. De ahí su método, llamado mayéutica, que significa precisamente “el arte de dar a luz”. La mayéutica, por lo tanto es el arte del diálogo, de una conversación en la cual maestro y discípulo comparten su ignorancia y buscan juntos el recuerdo de una verdad cuyo germen está en el alma de los dos. Pero para encontrar la verdad, el primer paso es convencerse de que no la conocemos, es decir, abandonar las falsas verdades que son fruto de la costumbre y la ignorancia. De ahí que el primer paso del método socrático consista en la ironía: cuestionar mediante hábiles preguntas al interlocutor para hacerle caer en la cuenta de su ignorancia y sus contradicciones, hasta que se convenza de lo primero que se necesita para aprender: reconocer que no se sabe. Al “saber que no sabe” su situación ha mejorado, ya que antes era ignorante sin saberlo. Pero no todos saben aprovechar este paso, y muchos de los interlocutores de Sócrates se sienten humillados y furiosos al ser víctimas de esta ironía del maestro.
Una vez que se ha reconocido la ignorancia se puede pasar a la dialéctica, es decir, a un diálogo en el cual maestro y discípulo, a partir de sus ideas personales, buscan una verdad universal de la que ambos participan. Búsqueda que en los diálogos socráticos nunca termina, ya que lo que le interesa al maestro no consiste en encontrar verdades completas y definitivas sino indicar el camino para que cada uno sea capaz de buscarlas en su propio interior. Uno de los diálogos de Platón en que se muestra claramente este método de su maestro es el Menón. En él, Sócrates logra que un esclavo analfabeto resuelva un problema de geometría sin indicarle la solución, sólo orientándole con hábiles preguntas a buscar la solución por sí mismo, solución que se supone debía existir ya, aunque olvidada, en el alma del esclavo. (Aunque, todo hay que decirlo, las preguntas de Sócrates orientan bastante las respuestas de su interlocutor...).
Y esta sabiduría que el alma posee desde que nace es también la fuente de la bondad, de la vida moral. Porque el alma que conoce el bien necesariamente va a tratar de hacerlo realidad en su vida. La maldad, por lo tanto, no es más que ignorancia: todos buscamos el bien, pero el ignorante, el que ha olvidado en qué consiste, se equivoca y confunde el bien con el mal. Por lo tanto, lo que hay que hacer con el hombre malo es educarlo. Una vez que conozca el bien se sentirá inclinado a buscarlo en sus acciones, tal es la fuerza de esa idea suprema. Esta doctrina, conocida como el intelectualismo moral va a tener una enorme influencia en la historia, en particular en la historia de la educación.
Platón pone en boca de Sócrates los fundamentos filosóficos de este método, que abarcan una importante teoría del conocimiento, así como muchas otras afirmaciones de su filosofía sobre política, moral, estética y metafísica. Veremos algunas de ellas en el capítulo dedicado a Platón, recordando que hoy resulta imposible separar claramente la doctrina del maestro y la del discípulo.
  
Platón: presentación (427-347a. C.).
Se ha dicho que la historia de la Filosofía no es más que un comentario a la filosofía de Platón. Probablemente esta afirmación es exagerada, pero no cabe duda de que con Platón comienza la gran Filosofía occidental: todo lo anterior, Sócrates incluido, son intentos muchas veces geniales pero siempre fragmentarios y parciales. Por primera vez Platón propone un sistema filosófico, es decir, un conjunto de reflexiones articuladas entre sí que abarcan los grandes temas del pensamiento humano: cómo podemos conocer la verdad, qué es el bien y el mal, en qué consiste la belleza, cómo debe organizarse la vida política y en definitiva en qué consiste la realidad. Sin  embargo su filosofía no toma la forma de un tratado académico o científico. Los libros de Platón son, en su mayoría, diálogos en los cuales dos o más interlocutores -uno de ellos suele ser Sócrates- hablan acerca de un tema, utilizando muchas veces recursos literarios y poéticos de una gran belleza y frecuentemente dejando el tema inacabado.
Quizás se pueda definir a Platón como un político frustrado (genialmente frustrado). En su juventud intentó dedicarse a la política activa con poco éxito. Hizo varios viajes a Siracusa como consejero político y uno de ellos terminó tan mal que lo vendieron como esclavo, siendo rescatado por algunos amigos. Cuando volvió a Atenas abandonó la política activa y dedicó sus esfuerzos a la teoría política, proponiendo la primera utopía de la historia, es decir, un modelo de sociedad que él consideraba perfecta. En sus diálogos La República y Las Leyes describe esa sociedad ideal, en ocasiones hasta el mínimo detalle. Sin embargo, en todos sus demás libros está presente su teoría política, incluso cuando trata temas aparentemente tan distintos como la teoría del conocimiento o la metafísica, como veremos enseguida.

Platón: su filosofía.
Un breve resumen de la filosofía de Platón es imposible. De modo que sólo vamos a indicar algunos temas fundamentales de su pensamiento, sin pretender siquiera desarrollar los más importantes.
Comencemos por el modo de llegar a conocer la verdad, lo que se llama teoría del conocimiento. Como en muchos otros temas, Platón lo explica en el diálogo La República por medio de una ficción literaria, una historia alegórica que utiliza para transmitir su teoría filosófica. Método que nos recuerda lo que hemos dicho acerca del mito: las historias pueden utilizarse para expresar ideas.
Imaginemos un grupo de cautivos, encadenados de tal modo que no pueden moverse, encerrados en las profundidades de una caverna. Los cautivos sólo pueden mirar hacia el mundo de la caverna, que está abierta a la luz del sol a sus espaldas. Frente a la entrada de la cueva hay una hoguera encendida y entre los cautivos y la hoguera pasan caminantes que llevan objetos en sus manos y hablan entre sí. Los cautivos, como no pueden volverse, sólo pueden ver las sombras de los caminantes y su carga proyectadas en el fondo de la caverna y oír el eco de sus voces. Y como están encadenados desde que nacieron confunden esas sombras con la verdadera realidad.
Lo mismo nos pasa a nosotros. Ya hemos explicado por qué los griegos desconfían del testimonio que nos dan los sentidos, incapaces de ofrecernos la verdadera realidad. Recordemos a Parménides: si nosotros somos capaces de conocer la verdad, la belleza, la bondad es necesario que esas ideas existan realmente. Y conviene aclarar que el término idea no significa aquí lo mismo que en nuestra cultura: para nosotros la palabra idea indica un producto de nuestra mente, algo que nosotros pensamos. Para Platón, las ideas son, por el contrario, realidades objetivas, que existen por sí mismas, independientemente de que las pensemos o no. En este sentido son reales, más aún, son las únicas realidades en el sentido pleno de la palabra, ya que las cosas materiales sólo participan imperfectamente de la realidad de las ideas. Y cuando decimos, por ejemplo, que un ser humano es bello o bueno, estamos afirmando que esos datos que nos dan los sentidos participan de las ideas de belleza o de bondad. Así como las sombras tienen algo de los objetos que las proyectan en el fondo de la cueva, así los cuerpos que vemos y las palabras que oímos contienen algo que reciben de esas ideas.
Y para que eso suceda es necesario que esas ideas sean universales: las ideas matemáticas (como proporción, igualdad, semejanza), la belleza, el bien, son ideas únicas. Las cosas materiales, por el contrario, son muchas y diversas. Pero así como la luz del sol es capaz de iluminar numerosos objetos a la vez, cada uno de los cuales recibe algo de su luz, así las ideas pueden iluminar las cosas y personas que nos ofrecen los sentidos. Y por eso podemos decir, por ejemplo, que una flor es bella o que un hombre es bueno: la flor y el hombre han recibido algo de las ideas de belleza y de bondad. Y eso también explica que haya unas flores más bellas que otras y unos hombres más buenos que otros. Es la misma idea la que los ilumina, pero así como la luz del sol no llega del mismo modo a todas partes, también las cosas materiales participan de las ideas en distinta medida.
Y lo mismo vale para otro tipo de conocimientos, como los matemáticos. Supongamos la siguiente afirmación como ejemplo: “una semilla es a un árbol, como un huevo es a un pollo”. Se trata, como sabe cualquier estudiante de matemáticas, de una proporción, cuyo significado es evidente. Sin embargo, nuestros sentidos sólo nos permiten ver la semilla, el árbol, el huevo y el pollo. Ni la vista más aguda ni el oído más sensible nos pueden aportar lo más importante de esa frase: la idea de proporción. Un animal vería los mismos objetos que nosotros, pero no sería capaz de comprender su significado, porque el animal sólo puede conocer la realidad por medio de sus sentidos. Lo mismo sucede con la idea de igualdad: vemos cada uno de los objetos, pero cuando decimos que son iguales estamos afirmando que ambos participan de la misma idea.
Por lo tanto hemos de aceptar la existencia real de un mundo de ideas (mundo inteligible, lo llama Platón). Al hablar de “mundo” no nos estamos refiriendo a un lugar: sólo las cosas ocupan lugar, y sería absurdo decir, por ejemplo, que la idea del bien está a la derecha o a la izquierda de la idea de belleza. Para comprender a Platón, y no sólo a él, hemos de quitarnos de la cabeza el prejuicio de que sólo es real lo que podemos ver, tocar u oír: las ideas son reales pero no materiales, existen pero no en un lugar determinado. Y casi se podría decir que son más reales que las cosas, porque son eternas y no cambian. Una persona bella sólo lo es durante un espacio de tiempo, el triángulo que dibujo en la pizarra será borrado mañana. Pero las ideas de belleza y la idea de triángulo son eternas y no cambian con el tiempo.
De modo que vivimos en un mundo de cosas (los cuerpos de las personas, los árboles, los animales) que sólo puede ser comprendido porque participa de un mundo de ideas. Gracias a este mundo podemos llegar a conocer ideas que no cambian nunca (como las ideas matemáticas, por ejemplo), descubrir que unas cosas valen más que otras, distinguir el bien y el mal (por las ideas de belleza y de bien) y afirmar verdades universales, que valen para todo tiempo y lugar, cosa que la vista y el oído nunca podrían ofrecernos. Sólo por la existencia del mundo inteligible es posible la ciencia, el conocimiento que va más allá de lo que se ofrece a nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras narices. Y de todas esas ideas, la idea del bien es la suprema. Así como el sol hace posible que nuestros ojos vean las cosas materiales, la idea del bien ilumina todo lo que conocemos por la razón. Porque es la idea que nos atrae en la búsqueda de la verdad, lo que se ha llamado el amor o eros platónico, que no nos permite quedarnos instalados en el mundo material y las necesidades del cuerpo. El mundo de los sentidos sólo puede ofrecernos, como sustituto de la verdadera ciencia, lo que Platón llama opinión, es decir, un conocimiento de inferior calidad, propio de las cosas que cambian y que resulta útil en muchos casos, pero que no llega a comprender la realidad misma.
Pero el conocimiento de las ideas requiere un aprendizaje largo y difícil, como veremos enseguida.

El hombre.
Sólo el hombre es capaz de conocer así. Los demás animales están limitados a los datos que les ofrecen sus sentidos y por lo tanto son incapaces de conocimientos universales. ¿Por qué? Porque el ser humano no es sólo cuerpo: él posee un alma que es, por así decirlo, ciudadana del mundo de las ideas y que hace posible que el hombre se eleve más allá de lo material y visible. Un alma que, a diferencia de nuestro cuerpo, es inmortal y capaz de vivir muchas vidas sucesivas y que vive en una lucha constante con un cuerpo que no comprende su aspiración a lo más alto, ocupado como está en satisfacer sus necesidades y deseos terrenales. Sócrates decía no temer a la muerte, porque estaba convencido de que constituía la liberación del cuerpo y el paso a una vida mejor para el alma.
Para explicar todo esto Platón recurre a nuestro viejo conocido, el mito. No queda muy claro si Platón cree realmente en esta explicación mítica, o simplemente la utiliza como elemento pedagógico, para facilitar la comprensión de su filosofía a sus discípulos. De todas formas, lo explica más o menos así. Antes de unirse al cuerpo, al alma vivió en el mundo de las ideas y por lo tanto las conoció directamente, cara a cara. Por una especie de “pecado original”, el alma es exiliada de este mundo y se une a un cuerpo. Y cuando esto sucede, al alma se olvida de los conocimientos que adquirió en su vida anterior: el cuerpo la llena de inquietudes, de necesidades y deseos que hacen que el alma se ocupe más del mundo visible que del inteligible. Sin embargo, algo queda en ella de su antigua sabiduría, y cuando advierte en el mundo visible ese reflejo de las ideas de que hemos hablado antes, es capaz de recordar las ideas mismas que había olvidado. Aprender, por lo tanto, es recordar, y esto explica el episodio del esclavo que resuelve ante Sócrates un problema de geometría: el alma del esclavo ya sabía la respuesta, aunque la había olvidado, y bastaron las hábiles preguntas de Sócrates para sacarla a la luz.
En términos más filosóficos, podemos decir que Platón defiende el innatismo del conocimiento: las ideas son innatas, las tenemos desde antes de nacer, y no porque un maestro nos las inculque. Como vimos al hablar de Sócrates, todo aprendizaje es reminiscencia, es decir, recuerdo de lo que habíamos olvidado, de tal modo que la acción del maestro se parece a la de una comadrona que ayuda a dar a luz la verdad. Conviene advertir, de paso, que si separamos de las explicaciones platónicas las alusiones al mito, este innatismo se parece mucho a modernas teorías psicológicas y pedagógicas, que afirman la existencia en el ser humano de estructuras innatas que hay que ayudar a desarrollar, antes que introducir en el alumno los conocimientos desde fuera. Pero este es otro tema, que va más allá de lo que podemos tratar aquí.

La política.
Antes hemos dicho que toda la filosofía de Platón tiene un significado político. Para comprenderlo, es necesario recordar que la política no significaba para los griegos lo mismo que para nosotros. La polis griega no era solamente un lugar donde vivir, como pueden serlo las ciudades modernas: formaba parte fundamental de la vida de un griego libre. En la época clásica no se concibe la búsqueda individual de la felicidad. La felicidad es la felicidad de la polis, y el ciudadano será feliz en la medida en que se integre como una parte de ella, de tal modo que el destierro de la polis era para un griego similar a la pena de muerte. Todavía no había surgido el concepto de individuo y mucho menos el de individualismo: el hombre se comprendía a sí mismo formando parte indisoluble de la sociedad en la que habitaba.
Platón es uno de los representantes más claros de esta concepción política del hombre. Todo el proceso de conocimiento que hemos descrito tiene un objetivo: conocer el bien, la idea suprema que orienta o debe orientar toda nuestra vida, y sólo aquellos que hayan llegado a conocerlo serán capaces de dirigir la ciudad hacia su finalidad última: la felicidad de los ciudadanos. Es decir, el conocimiento de las ideas está orientado a la formación de políticos, aunque de un modo muy distinto al que ejercitaban los sofistas. Los políticos platónicos no deben tratar de convencer sino de buscar el bien de la ciudad. Y ese bien es universal, válido para todos los ciudadanos, lo sepan ellos o no, ya que se no se fundamenta en una mera convención o acuerdo entre los habitantes de la polis sino en ideas eternas que deben ser el modelo por el cual se gobierne este mundo. Por ello sólo pueden dirigir la ciudad aquellos ciudadanos que hayan sido capaces de elevarse sobre el mundo visible y conocer las ideas en sí mismas, llegando hasta la idea suprema del bien: el gobernante debe ser un rey filósofo.
La propuesta política de Platón es, pues, una propuesta aristocrática en el sentido etimológico de la palabra: gobierno de los mejores, y por lo tanto se aleja de la democracia ateniense, que otorgaba el poder al pueblo. Para Platón, el pueblo nunca podrá gobernar, porque el camino hasta las ideas es largo y difícil, y sólo una pequeña parte de los hombres es capaz de ascender desde este mundo visible al mundo de las ideas. La democracia sólo lleva a la lucha de facciones por el predominio y la consiguiente fragmentación de la sociedad. Hay que notar, sin embargo, que esta aristocracia platónica es una aristocracia de la sabiduría, muy distinta de las aristocracias que han gobernado este mundo y que sólo exigían “a los mejores” haber nacido de padres tan “aristocráticos” como ellos, poseer suficiente cantidad de tierras y riquezas o haber vencido en la guerra. Como dijimos antes, Platón echa de menos el esplendor de la polis del siglo de oro y busca en la filosofía el camino para restaurarla, aunque este camino le lleve muy cerca de una concepción totalitaria de la sociedad. Basándose en estos principios construye -sobre el papel- lo que él considera una ciudad perfecta, diseñando  la primera utopía de la historia.
Coherente con su doctrina filosófica, habrá que ocuparse ante todo del plan de estudios para formar gobernantes. Platón detalla en La República lo que hoy llamaríamos las asignaturas de ese currículo. No ha de quedarse en las enseñanzas corporales tan valoradas en el mundo griego, como la gimnasia y la danza: esas asignaturas se dirigen a perfeccionar el cuerpo que, como ya sabemos, está limitado al mundo de los sentidos. De lo que se trata es de ayudar al alma a elevarse hasta el mundo de las ideas. Para ello, conviene empezar por las matemáticas, no porque Platón quiera formar matemáticos profesionales, sino porque su estudio ayuda a superar el mundo de los sentidos. Las verdades matemáticas no se ven ni se oyen: se piensan con la razón. Cuando enunciamos una ley matemática estamos afirmando una verdad que los sentidos no pueden darme, ya que se trata de leyes universales y necesarias. Y este aprendizaje acostumbra al alma a comprender los límites del conocimiento sensible para llegar a la verdad. Los gobernantes también deben estudiar astronomía, no para que se esfuercen en mirar hacia arriba, sino porque el orden y la armonía del universo, que ya había descubierto Pitágoras, son un buen reflejo de ese mundo de ideas a los cuales el gobernante tiene que llegar. Pero la asignatura suprema, a la que pocos llegan, será la dialéctica, es decir, el estudio de las ideas en sí mismas y no sólo de sus reflejos en este mundo, hasta llegar a comprender la idea del bien. Así como los ojos necesitan acostumbrarse para mirar el sol, así también el alma se deslumbra con la idea del bien, y son necesarios muchos años de estudio para poder hacerlo. Sólo el que lo consiga será digno de ser el rey filósofo y podrá dirigir la polis hacia su verdadera finalidad: la felicidad de los ciudadanos.
Esta felicidad, sin embargo, no consiste en lo mismo para todos. Platón distingue tres grupos de habitantes de la polis, según el punto a que hayan llegado en el camino de ascensión hacia las ideas. El grupo más numeroso lo forman los artesanos, que no han superado el mundo de los sentidos (la opinión): su misión es el trabajo manual, que provee a la ciudad de los bienes materiales que necesita para la vida. La virtud propia de los artesanos es la templanza, es decir, el hábito de moderar las pasiones conformándose con lo necesario: no se puede pedir más que esta virtud inferior a quienes no han sido capaces de asomarse al mundo de las ideas. Algo más han avanzado los guerreros o guardianes, que se encargan de defender la polis de sus enemigos y por lo tanto su virtud característica es de un tipo más alto: la fortaleza, el valor capaz de enfrentarse al enemigo y dar la vida por su ciudad. Queda reservado al tercer grupo, el de los gobernantes, la virtud más alta que es la prudencia, es decir, la sabiduría práctica, capaz de tomar las decisiones que convengan en cada momento a la luz de las ideas, especialmente de la idea del bien. Y hay que notar, cosa insólita en la época, que Platón abre la posibilidad de que a este grupo de gobernantes accedan las mujeres, tradicionalmente ausentes de la vida política de Atenas. Corresponde finalmente a la virtud de la justicia, propia de la misma polis, dar a cada uno lo suyo, es decir, distribuir las funciones públicas según la capacidad de cada uno de los habitantes de la ciudad.
La pertenencia a uno u otro grupo de ciudadanos la decide el proceso de la educación: los que se quedan en los primeros pasos serán artesanos y según vayan ascendiendo llegarán a guerreros o gobernantes. Pero una vez que forman parte de uno de estos estamentos no deberán conspirar para pasar a un nivel superior, bajo severas penas. Además, a los dos grupos superiores se les exige más que al pueblo llano: no podrán tener una familia propia ni gozarán de propiedad sobre sus bienes. Será el Estado quien decida las uniones, eduque a los hijos y distribuya los bienes según las necesidades. Una especie de “policía secreta” vigila para que este orden no se ponga en cuestión, llegando incluso a desconfiar de los poetas, cuyo discurso no siempre se atiene a la corrección política.
Como dijimos antes, no hay lugar en la polis platónica para lo que hoy llamaríamos “derechos individuales”: el ciudadano está en función de la comunidad política y su felicidad radica en su integración en la sociedad antes que en el cumplimiento de sus proyectos individuales. Probablemente ninguno de nosotros querría habitar en esta ciudad platónica. Pero algunas críticas actuales a esa utopía pierden de vista la época y el contexto histórico en que se escribe: falta mucho tiempo para que se abran paso lo que hoy entendemos por derechos humanos, como el derecho a la vida y a la libertad. No se puede negar que, pese a su carácter totalitario, la República de Platón supera los criterios dominantes en esa época acerca del ejercicio del poder, basado en el nacimiento, la fuerza militar o la riqueza al proponer el predominio de la sabiduría en la política.
En cualquier caso, la filosofía de Platón inicia un camino que va a marcar todo el pensamiento de nuestra cultura occidental. Como veremos más adelante, el cristianismo tomó de Platón muchas de sus ideas fundamentales, hasta el punto de que Nietzsche llamó a la doctrina cristiana “platonismo para el pueblo” y no hay filósofo en la historia occidental que no haya tenido en cuenta su pensamiento, empezando por su discípulo Aristóteles, de quien pasamos a hablar.

Aristóteles: presentación (384-322 a.C.).
Pese a haber sido durante veinte años discípulo de Platón, Aristóteles pertenece culturalmente a otro siglo: en la segunda mitad del siglo IV a.C. ya no se puede pretender la vuelta de Atenas a su pasado glorioso. Aristóteles acepta más que su maestro la realidad en la que vive y trata de sacarle partido renunciando a toda utopía. Como veremos cuando tratemos su política, no pretende proponer un modelo de ciudad perfecta sino aprovechar lo mejor posible los elementos positivos que encuentra en unos tiempos que ya anuncian la decadencia de la polis.
Esta actitud realista va a marcar toda su filosofía. También Aristóteles es un político, y también toda su filosofía va a estar marcada por su concepción de la sociedad, pero la distancia que toma del pensamiento de su maestro le va a permitir un acercamiento más terrenal a la realidad de su tiempo. Incluyendo una actitud más científica y menos poética que Platón, aun cuando desde muchos puntos de vista haya superado a su maestro.
Revisando hoy los escritos de Aristóteles (muchos perdidos para siempre) no llegamos a comprender cómo la mente de un solo hombre ha podido producir una obra de tal magnitud. Todos los temas posibles fueron objeto de su atención; escribió sobre física, biología, astronomía, lógica, ética, política, estética, metafísica. Y en unos tiempos en que no era posible recurrir a bibliotecas que recogieran obras de sus antepasados sobre los mismos temas, como podemos hacer hoy. Quizás esta misma genialidad ha sido la causa de que su doctrina frenara durante muchos años la investigación científica: era tal el prestigio del imaestro que durante siglos muchos intelectuales se limitaron a repetir y comentar sus obras antes que a buscar caminos nuevos.

Aristóteles: su filosofía.

El conocimiento.
Aristóteles, lo mismo que su maestro Platón, intenta resolver el viejo problema común a toda la filosofía griega, del que ya hemos hablado: sabemos que sólo con los datos que nos dan los sentidos no se puede hacer ciencia (o filosofía, que en esa época no se distinguen). Porque la ciencia trata de las leyes universales y necesarias de la realidad, y los sentidos lo único que nos pueden dar son datos particulares (este árbol, aquel animal) y contingentes (que son así pero podrían ser de otro modo). Los sentidos nos presentan un mundo que cambia constantemente, mientras que la ciencia (por ejemplo las matemáticas) es capaz de llegar a verdades que valen para todos los tiempos y lugares.
Acabamos de ver la solución que da Platón a este problema: afirmar la existencia de un mundo de ideas, de las cuales participan las cosas materiales. Pero a Aristóteles no le convence esta división de la realidad en dos mundos distintos: ¿cómo explicar un mundo de objetos materiales, que cambia continuamente, por otro mundo de ideas universales que siempre permanecen iguales? ¿Qué parentesco puede haber entre las cosas y las ideas? Él quiere resolver el problema sin salir del mundo real que nos rodea.
Y por eso, en lugar de aceptar la existencia de otro mundo, necesita distinguir en las mismas cosas dos aspectos, dos modos de ser. Todo lo que existe (lo que él llama una sustancia) está compuesto por una materia (que es aquello de que está hecha la cosa, el mármol de la estatua, por ejemplo) y una forma (que es lo que hace que esa cosa sea lo que es, y no otra cosa distinta). En el caso de la estatua, la forma sería -inventando una palabra horrible- “la estatuidad”, lo que hace que ese mármol sea una estatua y no una columna. Todo lo que existe en nuestro mundo tiene la misma composición, pero es importante comprender que no se trata de “dos cosas” o “dos mitades”: la materia y la forma no se pueden separar, ya que son maneras de ser y no realidades independientes. El mejor ejemplo es el de los vivientes. Un gato, por ejemplo, está compuesto de un cuerpo (la materia) y una forma (la vida, lo que le hace ser gato). Esta forma es universal, ya que la comparte con todos los otros gatos. ¿Por qué distingue Aristóteles estos dos aspectos? Porque la realidad lo exige, porque las cosas cambian: cuando el gato muere, pierde su forma, deja de ser un gato, y sin embargo su materia ha permanecido (ahora con otra u otras formas). Y lo mismo sucede con todo lo demás. A esta teoría se la ha llamado hilemorfismo.
Gracias a esa distinción podemos hacer ciencia. Porque al existir algo universal en los seres particulares (su forma) podemos establecer leyes generales sobre la realidad. Exagerando un poco, es como si las ideas de Platón hubieran bajado a la tierra y habitaran en las cosas mismas, convirtiéndose en formas.
¿Cómo llegamos a conocer esas formas? La explicación de Aristóteles es menos mítica que la de Platón. Ya no es necesario que nuestra alma haya habitado en el mundo inteligible y las recuerde. Lo que sucede es que nuestra inteligencia es capaz de extraer de las cosas su forma universal (a esta operación se la llama “abstraer”). Y gracias a esta capacidad, exclusiva del hombre, podemos formar conceptos universales, que valen para todos los objetos de la misma especie, lo que hace posible el lenguaje. Cuando hablamos de “árbol”, “piedra” u “hombre” estamos aplicando a esos objetos particulares una forma universal que comparte con todos los otros árboles, las otras  piedras y los otros hombres, y lo mismo sucede con todas las palabras que utilizamos. Los conceptos universales, por lo tanto, están en nuestra mente, aunque con un fundamento real en las cosas, que es su forma.
Nuestra manera de conocer, por lo tanto, comienza por los sentidos: vemos, oímos, tocamos lo que nos rodea. Captamos los colores, el calor y el frío, lo duro y lo blando: lo que Aristóteles llama los accidentes. No tenemos conocimientos innatos, como afirmaba Platón. Pero no nos quedamos ahí: somos capaces de ir más allá (trascender) de esos datos y abstraer la forma universal que nos permite un conocimiento intelectual, que hace posible el lenguaje y la ciencia. Como se ve, una teoría del conocimiento quizás más complicada que la de Platón, pero más cercana al mundo material.

El cambio y sus causas.
Pero esto es sólo una fotografía de la realidad. Hasta ahora, hemos descubierto lo que Aristóteles llama causas intrínsecas de las cosas (la materia y la forma), hemos mirado dentro de ellas para ver cómo están compuestas. Pero nos falta explicar el movimiento, el cambio, aunque algo hemos adelantado al explicar que también las formas cambian, como en el ejemplo de la muerte de un ser viviente. Habrá que profundizar ahora en la explicación aristotélica del problema del cambio, que nos ayudará a entender mejor lo que hemos visto.
La idea fundamental de Aristóteles para explicar el cambio o el movimiento (él los usa como sinónimos) es la siguiente: todo lo que cambia es compuesto. Y esto es fácil de comprender: todo cambio implica que en la cosa que cambia hay algo que cambia y algo que permanece (porque si no permaneciera ya no podríamos hablar de cambio, sino de sustitución de una cosa por otra). Dicho de otro modo: entre los dos extremos del cambio hay algo común y algo distinto. Por lo tanto lo que cambia no puede ser simple: tiene que estar compuesto de dos modos de ser. Recordemos que no se trata de partes o pedazos que se pudieran separar: se trata de principios o formas de ser, que sólo se pueden distinguir con la inteligencia y nunca con los sentidos.
Y esto nos lleva al gran descubrimiento de la metafísica de Aristóteles: todo lo que existe en el mundo que nos rodea está compuesto de acto y potencia. El acto es el modo de ser terminado, completo. La potencia es aquello que todavía no es, pero puede ser. Pensemos, por ejemplo, en una semilla y preguntémonos: ¿esa semilla es un árbol o no lo es? Respuesta de Aristóteles: es un árbol en potencia, pero no lo es en acto. Cuando nació Platón era un filósofo en potencia, pero tardaría unos años en serlo en acto. Y tengamos en cuenta que una misma cosa puede estar en potencia en un sentido y en acto en otro. Por ejemplo, la crisálida de la mariposa está en acto con respecto al huevo, pero en potencia con respecto a la mariposa misma. Aplicando esta distinción el hilemorfismo que vimos antes, la materia es la potencia con respecto a la forma, que es el acto: para que el cuerpo del gato (potencia) sea realmente un gato necesita la vida (acto). Esta distinción de Aristóteles, que entre el ser y el no-ser admite una tercera forma, el ser en potencia, le permitirá enfrentarse al problema del cambio, que Parménides consideraba imposible porque no admitía esa otra forma de existir.
Cambiar, por lo tanto, no es otra cosa que pasar de la potencia al acto. Pero nada puede pasar al acto por sí mismo: la potencia puede cambiar, pero para que lo haga es necesario que un ser en acto la “empuje”, por así decirlo. Nada se mueve a sí mismo. El bronce no se convertirá en estatua por sí mismo ni un gato nacerá de la nada: en el primer caso necesita un escultor, en el segundo unos padres. Es lo que Aristóteles llama la causa eficiente, es decir, la que le da el ser a una cosa, la que la produce en realidad.
Pero esa causa eficiente no es ciega, no actúa por casualidad sino en una dirección determinada, que procede de su misma naturaleza: los escultores producen estatuas (y no árboles), los gatos producen otros gatos (y no rinocerontes). Esa dirección, esa intención de la causa eficiente es lo que Aristóteles llama causa final.  Cuando se trata de acciones del hombre, esa intención será consciente (el escultor sabe que va a crear una estatua y quiere hacerlo); cuando las acciones sean de seres no inteligentes la acción no será consciente (la semilla no sabe que creará un árbol). Pero en los dos casos la causa eficiente tendrá una dirección determinada, sea producida por la inteligencia humana o por la misma naturaleza.
Aristóteles aplica esta idea a todo el universo. El mundo en que vivimos es una inmensa cadena de pasos de la potencia al acto, de formas que se producen por el influjo de causas eficientes. Pero este proceso no es caótico ni desordenado: está orientado por la causa final que está inscrita en la forma de cada ser y que siempre tiende al acto, al ser terminado y perfecto, aunque nunca llegue a conseguirlo. Todo funciona así en el universo: los astros recorren sus órbitas según un orden eterno, los vegetales crecen, los animales se reproducen, los hombres tratan de ser felices. Son aspectos del mismo orden de la naturaleza, en la cual va floreciendo la forma sobre la materia, el acto sobre la potencia.

El Dios de Aristóteles.
Pero como cada uno de esos pasos requiere un ser en acto (una causa eficiente) que lo produzca, llegamos a la necesidad de que exista un Primer Motor que sea acto puro y forma pura, una Causa Primera. Porque si no existiera ¿de dónde surgiría la energía que necesita esta cadena de cambios? ¿Cómo explicar una serie de causas que reciben el movimiento unas de otras sin que exista un origen de toda esa serie? Si nada se mueve a sí mismo, es necesario que haya un principio que mueve sin ser movido, y ese es el Primer Motor, el Dios de Aristóteles. Pero un Dios muy distinto al de nuestra cultura cristiana: no se trata de un Dios personal, que conoce, quiere, ama y decide. Es un Dios que se parece más a la fuerza de la gravedad universal que a un Padre bondadoso; de hecho, Aristóteles lo sitúa más allá de las estrellas, iniciando un movimiento que se transmite desde los astros hasta la hierba más humilde. Como es acto puro, forma pura, todo lo que existe tiende a él, que es la causa final del mundo en que vivimos. Y por supuesto, no se trata del creador del universo: el universo es tan eterno como el Primer Motor. Afirmación, por cierto, común a toda la filosofía griega, que no acepta la idea de creación de la nada: habrá que esperar a la aparición de la cultura hebrea y cristiana para que la idea de un Dios Creador aparezca en la Filosofía.

El ser humano y la felicidad.
Como decía su maestro Platón, el ser humano está compuesto de cuerpo y alma. Pero el concepto de alma para Aristóteles es muy distinto del concepto platónico. Como todo lo que existe en esta tierra, el hombre está compuesto de materia y forma, puesto que también él cambia, nace y muere. Y, como en el caso de cualquier animal, el cuerpo es la materia y el alma la forma, que en el caso de Aristóteles es un sinónimo de vida. Pero así como no se puede separar físicamente la vida del gato (su forma) de su cuerpo (su materia), lo mismo sucede con el alma humana. A diferencia del alma inmortal de Platón, que había vivido antes de unirse al cuerpo y seguiría viviendo después de la muerte, el alma aristotélica forma una única realidad con el cuerpo y por lo tanto nace y muere con él. (Si bien en algunos de sus textos habla de un “intelecto agente” universal con el que se unirían las almas particulares en una especie de alma del universo cuyo concepto no queda del todo claro).
Sin embargo, el alma humana es esencialmente distinta del alma animal: porque la vida del hombre no se limita a las funciones vitales del cuerpo sino que es capaz de pensar racionalmente, de utilizar su inteligencia. Como hemos visto cuando hablamos de su teoría del conocimiento, el alma humana es capaz de obtener conceptos universales a partir de los datos que le dan sus sentidos, cosa de la que no es capaz el animal.
Y por lo tanto también será distinta su finalidad, su causa final, recordando que para Aristóteles esta causa final es el motor de todo lo que existe, lo que explica todos los cambios que suceden en el mundo. En este sentido, la causa final es lo mismo que el bien: el bien de la semilla es el árbol, el bien del huevo es el pollo, el bien del gusano la mariposa. Lo que Platón ponía como coronación del mundo de las ideas ahora ha bajado a las cosas mismas. El bien ya no está más allá de la realidad sino en todo lo que existe, el bien es aquello que cada cosa tiende a conseguir: el amor platónico toma un carácter más terrenal.
¿Cuál será entonces el bien del hombre? Dicho en términos filosóficos, llevar al acto todo lo que en él está en potencia, cumplir su finalidad. Dicho en términos más sencillos, ser feliz. Pero ¿qué se entiende por felicidad? Desde luego que no se trata de copiar el bien de los seres inferiores al hombre. El bien del cerdo consistirá en comer hasta saciarse y dormir a pierna suelta. Pero si el hombre lo imitara no estaría buscando el bien propio de su naturaleza humana sino cometiendo un error al confundir su bien con el bien de otra especie. Desde este punto de vista no hay que confundir la felicidad con el gusto: la felicidad no es un asunto subjetivo, en el cual cada uno puede elegir lo que más le apetece en cada momento. La felicidad del hombre consiste en desarrollar lo que hace de él un ser humano, distinto por lo tanto de los demás animales. Y esto que lo hace distinto es su capacidad racional, la facultad de emplear su inteligencia para contemplar la verdad. Sin negar, por supuesto, el desarrollo de lo que tiene de común con los otros animales: para ser feliz también necesitará comer, dormir, gozar de buena salud y un moderado uso de los bienes materiales. Pero todo esto es secundario: la felicidad plena (la actuación de sus potencias) hay que buscarla en la vida contemplativa, en aquello de lo que solamente el hombre es capaz. Como se ve, un concepto de felicidad bastante distinto del mero placer.
Para lograr esta felicidad hay que ejercitar la virtud, que es el hábito de elegir lo mejor en cada caso, guiados por la razón. Y la virtud humana consiste en buscar el punto medio entre los extremos, es decir, encontrar el equilibrio que nos evite caer en los excesos característicos de las pasiones irracionales. Por ejemplo: entre la cobardía del soldado que huye ante el enemigo y la temeridad de quien se enfrenta a un ejército  solo y desarmado está la virtud del valor, que es el hábito de enfrentarse racionalmente al peligro. La generosidad será el justo medio entre la avaricia y el despilfarro. Y así en los demás casos. Por eso es tan difícil la virtud: porque hay muchas maneras de equivocarse, pero sólo una de acertar. Como se ve, también en este punto Aristóteles lleva a la tierra lo que su maestro Platón había situado en el mundo de las ideas: la felicidad ya no consiste en elevarse hasta el bien que está más allá del mundo sino en cumplir lo que nuestra misma naturaleza nos pide.

La política.
Como dijimos antes, Aristóteles ya no sueña con recuperar la grandeza de la polis de los tiempos clásicos. Renuncia, por lo tanto, a diseñar una ciudad perfecta, como había hecho su maestro y trata de aprovechar los elementos positivos del tiempo que le ha tocado vivir. Pero no por ello renuncia a la política: según sus propias palabras, el hombre es “un animal político”, de tal modo que el hombre que no necesita una polis deja de ser humano para convertirse en una bestia o en un dios. Y es el único animal político porque es el único que tiene lenguaje, ya que la ciudad está formada por las leyes y esas leyes están hechas con palabras, a diferencia de las leyes naturales que rigen las comunidades de los animales gregarios, que no tienen lenguaje sino solamente voz. De tal modo que la comunidad política no es un invento de los hombres sino una necesidad que está incluida en su propia naturaleza, y en ese sentido la ciudad es anterior al mismo individuo: somos humanos porque somos políticos, lo que nos hace humanos es pertenecer a una ciudad.
Como sabemos, la idea central que recorre toda la filosofía de Aristóteles es la idea de finalidad, de causa final. Y también aquí, el bien de la ciudad equivale a su finalidad: la ciudad existe, según sus palabras, para “vivir bien”, es decir, para conseguir la felicidad de sus ciudadanos. Pero hay que recordar que todavía no puede hablarse de “derechos individuales”: el ciudadano está en función del Estado, porque si bien es deseable la felicidad de un individuo, lo es mucho más la de la ciudad, de modo que el bien de la polis está por encima del bien de sus habitantes. Y, por supuesto, en esa comunidad política carecen de derechos civiles los esclavos, las mujeres y los extranjeros.
Aristóteles se pregunta cuál será la mejor forma de gobierno para la polis, y coherente con su abandono de toda utopía, comprende que la monarquía y la aristocracia que Platón propugnaba, aunque teóricamente superiores, suelen degenerar en regímenes totalitarios y corruptos. Propone por lo tanto regímenes mixtos, que, según las condiciones de cada ciudad, combinen lo mejor de la monarquía, la aristocracia y hasta de la democracia.
Políticamente hablando, Aristóteles fue el filósofo de las clases medias: el hecho de haber abandonado los sueños platónicos de la ciudad perfecta, situar la virtud en el justo medio y proponer como modelo al ciudadano corriente en lugar de exigir la sabiduría casi heroica que pedía Platón hacen de él un pensador capaz de unir la genialidad de su sistema con la comprensión del momento que le tocó vivir, preludio de la disolución de la antigua polis.

El Renacimiento. Siglos XV y XVI.
Después de la crisis del siglo XIV, Europa está otra vez en condiciones de intentar una nueva aventura cultural. De esa crisis ha quedado como herencia para el futuro una actitud de cuestionamiento de los grandes sistemas teológicos medievales que va a dejar un espacio libre para intentar nuevos caminos artísticos y filosóficos, así como un interés naciente por comprender este mundo en el que vivimos, interés que se expresa sobre todo en los rudimentos de una nueva ciencia.
Se suceden en esta época una multitud de acontecimientos capaces cada uno de ellos de sacudir profundamente el modo de vida medieval. Constantinopla cae en poder de los turcos (1453), lo cual provoca que muchos intelectuales de Oriente emigren a Italia, llevando con ellos la lengua y la cultura griega. La invención de la brújula permite un desarrollo importante de la navegación, que entre otras consecuencias hacen posible la expansión marítima y comercial de Europa y el descubrimiento de América (1492). La utilización de la pólvora influye en la decadencia de la antigua nobleza, cuyos castillos comienzan a caer bajo las balas del cañón, facilitando así el dominio de las monarquías absolutas que reinan en los nacientes estados nacionales y que reemplazan el poder disperso de los nobles de la Edad Media. La invención de la imprenta ayuda a difundir la cultura y favorece la Reforma religiosa al facilitar a los creyentes el acceso al texto de la Biblia. Desde el punto de vista económico empieza a surgir una nueva clase, la burguesía, que carece de títulos nobiliarios pero posee abundantes recursos financieros a los que deben recurrir los mismos reyes para financiar sus guerras y sus cortes: no faltará mucho para que esta clase comience a adquirir poder político. Se comienza a preparar la Revolución Francesa y el capitalismo moderno. Todo ello sin contar la revolución científica, de la que nos ocuparemos más adelante.
El Renacimiento toma su nombre de la vuelta a la cultura clásica greco-romana que se produce en estos siglos, superando una Edad Media que se consideraba oscurantista y bárbara. Pero esta afirmación es demasiado simplista. Es verdad que en el siglo XV y XVI la cultura de buena parte de Europa alcanza en poco tiempo un grado de refinamiento que no conoció en los siglos pasados con una nueva interpretación de la época clásica. Pero el corte no es tan claro como parece. En muchos sentidos el Renacimiento es una prolongación de la Edad Media, y en el siglo XVI se produce en muchos lugares un retroceso con respecto a la apertura del siglo anterior. La Inquisición, por ejemplo, es especialmente activa en esta época y a más de un renacentista le costó el cuello su búsqueda de novedades. Más que un florecimiento general de la cultura, el Renacimiento constituye un campo de batalla entre una cultura que no quiere morir y una nueva forma de vida que se abre paso trabajosamente. Y ello no del mismo modo en todas partes: el Renacimiento pleno, sobre todo desde el punto de vista artístico, se produce en Italia, y se contagia en diversa medida y con distinto ritmo al resto de Europa.
Sin embargo, y teniendo en cuenta estas restricciones, se pueden señalar algunas características comunes de estos nuevos tiempos. Quizás la más importante sea el descubrimiento que el ser humano hace de sí mismo: el hombre empieza a mirar su propia realidad, a valorar lo humano por su propio valor y no por ser el resultado de la creación divina. “El hombre es un Dios humano”, decía el Cardenal de Cusa. El humanismo renacentista intenta lograr un nuevo ideal humano, un modelo de hombre adecuado a los nuevos tiempos. Y así como los teólogos medievales habían recurrido a los viejos griegos en busca de inspiración para su pensamiento, los renacentistas hacen lo mismo, aunque con resultados muy distintos. El hombre del Renacimiento redescubre su cuerpo, que la Edad Media había expulsado de su cultura, se interesa por el mundo que habita y las leyes que lo rigen y toma conciencia de su poder frente a él. Donde más se nota este nuevo humanismo es en las artes plásticas. La diferencia con el arte medieval no radica en el talento de los pintores y escultores, sino en la diferente intención de los artistas. Mientras la representación del cuerpo humano en la Edad Media era sólo un pretexto para expresar la trascendencia divina, en el Renacimiento la representación del cuerpo, frecuentemente desnudo, forma parte de ese interés por lo humano que se expresa en todo el arte de esta época. Se introduce la perspectiva en la pintura, que constituye una afirmación de que toda la realidad se somete al punto de vista de quien la representa. La naturaleza empieza a intervenir en el arte y no sólo como fondo sino con una reproducción muy cuidadosa de sus características. En definitiva, el artista del Renacimiento mira al mundo que le rodea, mientras que el medieval lo consideraba sólo un reflejo de una realidad trascendente. Y lo mismo sucede en la música, la poesía o la literatura.
No hay que pensar, sin embargo, que el Renacimiento deja de interesarse por la religión. La mayor parte del arte de esta época es arte religioso y el ateísmo aún no ha aparecido en la escena intelectual. La diferencia con los siglos anteriores radica en que se trata de una religiosidad distinta: se valora el mundo considerando que en él resplandece la obra de Dios, mientras que en el arte medieval se miraba la tierra como un mero peldaño para ascender hasta la trascendencia. Las posturas panteístas, de las que hablaremos luego, expresan esta concepción renacentista que considera el mundo como un ser divino, y por lo tanto valioso en sí mismo.
Sin embargo, no son estos siglos especialmente fecundos para la Filosofía, aunque no faltan pensadores interesantes. Buena parte del pensamiento filosófico de la época se dedicó a comentar a Platón y Aristóteles y a las escuelas helenísticas, ignorando y aun despreciando los movimientos científicos que nacían en esa época y que marcarían más adelante la orientación de la Filosofía. Surgió en esta época el divorcio entre “ciencias” y “letras” que persiste en la actualidad. Tal vez los cambios eran demasiados y demasiado bruscos para que la Filosofía encontrara la necesaria distancia que se necesita para pensar sosegadamente lo que la época exige. Dijo Hegel que la Filosofía es como el búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer, queriendo expresar que el pensamiento filosófico reacciona una vez que la historia ha señalado su camino. Tal vez tenga razón. En cualquier caso, habrá que esperar un poco para que llegue la gran Filosofía moderna.
Mientras esta llega, se pueden señalar algunos autores que hicieron aportaciones interesantes. Nicolás de Cusa (1401-1464), por ejemplo, es un filósofo de transición: medieval en sus planteamientos básicos, adelanta sin embargo una visión moderna de la naturaleza que se acerca al panteísmo, afirmando que el universo es infinito, que carece de centro y que la tierra se mueve, todo ello interpretado utilizando símiles matemáticos. Juan Pico della Mirandola (1463-1494), es el autor de una famosa “Oración por la dignidad del hombre”, que constituye un manifiesto del nuevo humanismo. Pico imagina (siguiendo un texto de Platón) que en el momento de la creación del mundo Dios agotó todos sus dones en las creaturas superiores e inferiores al ser humano, de tal modo que cuando llegó el momento de crear al hombre no le quedaba ya nada que darle. Decide entonces que en lugar de otorgarle una esencia determinada, como a todo lo demás, le concederá la posibilidad de convertirse en lo que él quiera: podrá elevarse hasta convertirse en un ángel o degradarse hasta ser una bestia. Pico adelanta así una concepción del hombre que reaparecerá de otro modo en el existencialismo del siglo XX. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es considerado el creador de la ciencia política, que independiza de la ética a la que había estado unida desde Platón en adelante. También en esta línea de filosofía social, renacen en esta época las utopías o modelos de sociedades perfectas, siguiendo la tradición de La República platónica, como las de Tomás Moro (1480-1535) y Campanella (1568-1639). Giordano Bruno (1548-1600) tuvo, como Tomás Moro que fue decapitado, un destino trágico, ya que terminó quemado en la hoguera por la Inquisición. Aceptó el heliocentrismo de Copérnico, que enseguida veremos, y la infinitud del universo, afirmando además que existen en él otros mundos habitados. Su concepción del universo es claramente panteísta: se trata de un organismo viviente, que no es otra cosa que el despliegue de Dios mismo.
Muchos otros autores se dedicaron a releer a los griegos desde una óptica distinta, renunciando a los sistema teológicos que dominaron la Edad Media y atendiendo a la originalidad del ser humano en el conjunto del universo. Todo ello recibiendo la influencia de los pensadores árabes, que provenían de una cultura mucho más elaborada que la de la Edad Media europea. Pero quizás la influencia decisiva para comprender los siglos que se avecinan hay que buscarla en el profundo cambio que sufre el pensamiento científico desde finales del siglo XIV hasta el siglo XVII, que comentaremos enseguida.

El nacimiento de la ciencia moderna. Siglos XIV a XVII.
Como hemos dicho antes, el pensamiento científico de Aristóteles era tan potente que su influencia duró casi dos mil años sin que nadie se atreviera a cuestionarla seriamente. Antes de revisar estos cuestionamientos conviene echar un vistazo a los principios científicos del filósofo griego, que significó un gran progreso en su tiempo pero un freno para la ciencia siglos más tarde.
La ciencia de Aristóteles se basa en el mismo concepto que marca todo su sistema filosófico: el concepto de causa final. La naturaleza se rige por unas leyes simples: todo lo que se mueve es movido por otro y es movido según una finalidad que la naturaleza lleva inscrita en su misma esencia y que todo lo que existe tiende a realizar. Por ejemplo: cuando una piedra cae sucede lo mismo que cuanto el fuego sube. Ambos tienden a su lugar natural, tienden a la finalidad que su esencia les marca, tratando de recuperar su lugar natural. Cuando una flecha surca el aire es porque el arco le ha comunicado el movimiento y si se sigue moviendo después es porque el aire que desplaza la continúa empujando. Por otra parte, la tierra está inmóvil en el centro del universo (modelo geocéntrico), rodeada de esferas cristalinas en las cuales están engarzados los astros. Estas esferas giran a su alrededor con un movimiento circular uniforme, que es el más perfecto de los movimientos, ya que están movidas por el Primer Motor que a su vez mueve varios primeros motores secundarios. Además, los astros son esferas (la forma más perfecta) compuestas por una materia incorruptible, el éter o quinta esencia (las otras cuatro, de las que está compuesto este mundo, son la tierra, el agua, el aire y el fuego). Como se ve, la física de Aristóteles se basa en principios metafísicos antes que en la observación de los datos: la noción de movimiento implica cierta imperfección, de tal modo que sólo el Primer Motor Inmóvil constituye un ser pleno y realizado. Y los astros, más cercanos a ese Primer Motor, se acercan más a la perfección que nuestra pobre tierra, ya que son esferas perfectas y están compuestos de una materia que no cambia ni se corrompe. La sombra del viejo Parménides sigue presente en la física aristotélica.
Como este modelo astronómico de Aristóteles no coincidía con la observación de los cielos, el astrónomo greco-egipcio Claudio Ptolomeo establece en el siglo II una serie de correcciones que permiten adecuar el modelo geocéntrico a los datos observables, si bien aclara que su sistema no pretende describir la realidad tal como es sino aportar un modelo de cálculo que permita salvar las apariencias. El sistema de Ptolomeo es adoptado por los astrónomos durante casi diecisiete siglos, ya que permitía realizar cálculos astronómicos con suficiente precisión manteniendo el prejuicio ideológico y religioso de que la tierra se mantenía inmóvil en el centro del universo. Sin embargo, era tan complejo que Alfonso X, el Sabio, comentó que si Dios le hubiera pedido consejo para hacer el universo el resultado no hubiera sido tan complicado.

Los primeros intentos de una nueva ciencia.
Los primeros cuestionamientos a esta visión aristotélica del universo son algo ingenuos y poco tienen que ver con los principios sobre los que va a edificarse la ciencia moderna. Pero tienen el mérito de intentar nuevos caminos para la investigación y sobre todo de haber llamado la atención sobre la necesidad de observar los hechos antes que tratar de imponerles un prejuicio ideológico. Ya en el siglo III a.C., cuando los griegos en plena época helenística establecieron en Alejandría un importante polo de desarrollo cultural, Arquímedes (278-212) había hecho descubrimientos físicos y matemáticos de enorme importancia. Pero es a partir del siglo XIV cuando los dogmas aristotélicos comienzan a dejar espacio para una nueva física, que en pocos siglos transformará el mundo.
Algunos pensadores del siglo XIV, como Buridán (1295-1348) y Oresme (1325-1382) comienzan a dudar acerca de la necesidad de que la tierra permanezca inmóvil en el centro del universo, aunque finalmente terminan afirmándola. El primero insinúa también los fundamentos del principio de inercia, cuestionando así la afirmación de Aristóteles acerca de la necesidad de que causa permanezca activa durante toda la trayectoria del móvil.
Durante el Renacimiento se abre paso progresivamente la necesidad de reformar la astronomía, que será en adelante la ciencia pionera, si bien algunos de estos intentos de reforma se limitan a una vuelta a las teorías ptolemaicas y aristotélicas. Para la gran reforma habrá que esperar al siglo XVI: un clérigo polaco, Nicolás Copérnico (1473-1543), propone un nuevo modelo del universo radicalmente distinto del de Aristóteles, hasta el punto de que se extendido el uso del término “revolución copernicana” para calificar cualquier proceso radical de cambio. Decidido a simplificar el complejo sistema de Ptolomeo, introduce un modelo heliocéntrico de raíz platónica, suponiendo que es el sol el que ocupa el centro del universo y la tierra gira a su alrededor a la vez que rota sobre sí misma. Mantiene, sin embargo, las esferas celestes con su movimiento circular uniforme, que no será revisado hasta un siglo más tarde. A pesar de que su sistema resulta en ocasiones menos operativo que el de Ptolomeo, que había tenido tiempo de ser ajustado a la observación, Copérnico abre la puerta a una nueva manera de ver el mundo, que rompe los límites cerrados del modelo vigente, perfeccionado y matematizado ya en el siglo XVII por Johannes Kepler (1571-1630). Por eso, su importancia va a extenderse mucho más allá de la astronomía: lo que pone en cuestión Copérnico es el puesto del hombre en el universo.
A partir de allí, la astronomía representará la avanzada de una profunda transformación que se extenderá no sólo a la ciencia sino al conjunto del pensamiento moderno. Y el profeta de esa nueva visión del mundo será Galileo Galilei (1564-1642), un italiano genial que puso las bases del futuro método científico, aunque haya que esperar un siglo más para que sus intuiciones lleguen a la madurez, ya que están marcadas por un enfoque racionalista que reduce el papel de la experimentación empírica.
Galileo no fue un filósofo ni un teólogo, aunque su defensa del heliocentrismo copernicano fue considerada herética por la Inquisición, que a punto estuvo de quemarlo en la hoguera. Su concepción del universo, pese a algunos descubrimientos importantes, repite el sistema de Copérnico (que había sido tolerado un siglo antes) y desde el punto de vista físico-matemático su astronomía es más primitiva que la de su contemporáneo Kepler. Y sin embargo, uno puede preguntarse por qué llegó a poner en su contra con tanta virulencia a los poderes de su época, aun cuando se cuidó de mantenerse fiel a la doctrina teológica de la Iglesia. Además de cierta imprudencia temperamental de Galileo, que era un provocador nato, quizás haya que buscar la razón en que sus propuestas anunciaban una transformación radical de la relación entre el hombre y el mundo que le rodea. Probablemente el poder de su tiempo intuyó que detrás de esos cambios astronómicos y físicos se avecinaban cambios más profundos, que afectarían a la estructura social, política y económica de Europa, cambios que las estructuras conservadores de la Iglesia y del Estado de su tiempo no estaban dispuestos a tolerar. Como en efecto sucedió.
No es este el lugar para enumerar los numerosos aportes de Galileo a la astronomía y a la física. Pero para entender la historia de la Filosofía de la modernidad es necesario detenerse un momento en su manera de concebir el estudio de la naturaleza. Galileo echa las bases de lo que sería el método científico, es decir, de los pasos que un científico sigue para realizar una demostración. Esos pasos, en el caso de la física,  pueden reducirse a tres: el científico observa un hecho cualquiera de la naturaleza; en segundo lugar elabora una hipótesis, es decir, una explicación provisional de ese hecho, utilizando para ello el lenguaje matemático; finalmente, realiza un experimento, mediante el cual pone a prueba su hipótesis para ver si realmente sirve para explicar ese hecho. Si sirve, tenemos una ley física comprobada; si no sirve, habrá que elaborar una nueva hipótesis. Pongamos un ejemplo. Se cuenta que Galileo observó durante una misa la oscilación de una araña de luces que pendía del techo de la iglesia (observación); Galileo supone que el tiempo que tarda la araña en oscilar es siempre el mismo, independientemente de que la oscilación sea más corta o más larga (hipótesis). Galileo mide, utilizando su propio pulso, el tiempo de oscilación y comprueba que no varía según su amplitud (comprobación de la hipótesis). Y ya tenemos verificada la ley de isocronía del péndulo. El mismo método lo aplica a otros fenómenos, como la trayectoria de la bala de un cañón o la caída de un objeto desde una torre.
Más adelante estas comprobaciones de Galileo alcanzarán una formulación matemática más precisa. La ley del péndulo quedará de la siguiente manera: el tiempo de oscilación es igual a dos pi multiplicado por la raíz cuadrada de la longitud de la cuerda partida por la constante de la gravedad. (Pedimos disculpas por introducir una fórmula matemática en este texto, que según la dicotomía renacentista pertenece a las “Letras”. Prometemos que será la última). Es difícil exagerar la importancia de estos descubrimientos: esta unión de un fenómeno físico con una fórmula matemática es la herramienta científica que provocará un cambio sin precedentes en los siglos futuros, aplicando la conocida frase de Galileo: “el mundo es un libro escrito en caracteres matemáticos, y es necesario saber matemáticas para poderlo leer”. Una vez descubierta la ley matemática del péndulo (o de cualquier otro fenómeno) el péndulo queda “domesticado”, a disposición del hombre. Con sólo variar la longitud de la cuerda (única variable de la fórmula) el péndulo oscilará según el ritmo que el científico decida, de tal modo que en un reloj el péndulo ha quedado cautivo y obediente al relojero que desea utilizarlo para medir el tiempo. Y la bala del cañón deberá seguir la trayectoria prefijada por el artillero. Y si extendemos este ejemplo a toda la naturaleza, cualquier fenómeno natural podrá ser dirigido para adaptarse a las necesidades del hombre. Entre la domesticación del péndulo para construir un reloj y la domesticación del silicio para fabricar un ordenador sólo hay una diferencia de tiempo. Si bien hay que recordar, para no caer en un optimismo ingenuo, que la domesticación del átomo lleva también a la destrucción de ciudades enteras.


El siglo XVIII: la Ilustración.
Como siempre, la identificación de un siglo con una época histórica tiene mucho de arbitrario. La Ilustración  (o el Siglo de las Luces) se venía preparando desde el Renacimiento, y aun antes,  y de hecho muchas de las características que ahora veremos no son otra cosa que la maduración de reformas renacentistas. Hay que notar además que así como el Renacimiento nace en Italia y se contagia con ritmo muy diverso al resto de Europa, la Ilustración es un fenómeno que si bien se inicia en Inglaterra se desarrolla fundamentalmente en Francia. Alemania le sigue, pero hay regiones, como España, en las cuales la Ilustración pasa casi de largo, de no ser por algunos intelectuales aislados. Sin embargo, y con estas precisiones, se pueden mencionar algunas características de esta época que han tenido un papel importante en la construcción de este  mundo occidental en que vivimos.
La Ilustración se produce en la época de las revoluciones liberales-burguesas, que culminan en la Revolución Francesa de 1789. Como ya había comenzado a suceder en el Renacimiento, los comerciantes y financieros de las ciudades habían acumulado un poder económico mucho mayor que el de los nobles terratenientes, que agotaron su fortuna en guerras y lujo. Y, como sucede siempre, el poder económico otorga poder político: simbólicamente, el fin del siglo XVIII está marcado por la toma del poder por parte de esa burguesía en Francia, que culmina así su lucha contra el absolutismo reinante. Mientras, se comienzan a formar los Estados Nacionales, sustituyendo a los antiguos reinos, preparando así el camino a los Estados modernos.
Si bien la economía sigue siendo fundamentalmente agraria, se empieza a desarrollar hacia fines del siglo (sobre todo en Inglaterra) la revolución industrial que cambiará radicalmente el modo de producción en el siglo siguiente: la ciencia comienza a dar sus frutos tecnológicos. Y la población experimenta un considerable incremento, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de “revolución demográfica”. El mundo europeo se amplía a finales de siglo con la aparición en escena de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya Constitución es la primera de la historia y que en poco tiempo se convertirá en la primera potencia industrial.
Estos hechos tienen una relación muy directa con los cambios en el  modo de pensar: los burgueses son individuos, en el sentido estricto de la palabra, mientras que los antiguos nobles eran parte de un linaje, una familia, un territorio. La nueva clase dirigente ha conseguido el poder con su propio esfuerzo, así como el científico de la era moderna se siente capaz de transformar la naturaleza a la medida de sus necesidades. El individualismo de Descartes no hace más que dar fe de esta nueva manera de comprenderse el hombre a sí mismo, si bien habrá que esperar un poco para que esa proclama llegue a su madurez.
Esta actitud activa y crítica del hombre moderno implica un optimismo en ocasiones algo ingenuo. Con algunas excepciones, como la de Rousseau, los dirigentes de la Ilustración se sienten capaces de iniciar una etapa de la humanidad en la que la naturaleza sea dominada, el hombre supere todos los prejuicios y supersticiones que han detenido su progreso y la humanidad entera llegue a un estado de paz y prosperidad. Los ilustrados franceses publican La Enciclopedia, un enorme tratado que intenta recopilar todo el conocimiento de la época, desde los más abstrusos problemas filosóficos y científicos hasta las técnicas para trabajar la madera o cultivar los campos. Se pretende recoger en ella la inmensa cosecha de sabiduría cultivada desde los griegos hasta el presente, esperando que con esos instrumentos  a su disposición el hombre moderno se haga dueño del mundo y de su propio destino. Afortunadamente para ellos, estos ilustrados no podían conocer la trágica historia de los siglos siguientes porque en ese caso  hubieran sufrido un duro golpe en su optimismo.
¿Cuál era el fundamento filosófico de esta confianza en la Humanidad que destilaba el Siglo de las Luces?  Sin duda, el descubrimiento de la razón. Pero este tema merece un tratamiento aparte.

La razón ilustrada.
Por supuesto que el descubrimiento de la razón es muy anterior al siglo XVIII. Desde el logos de los viejos griegos hasta la razón teológica de Santo Tomás de Aquino, pasando por el más modesto empleo del lenguaje articulado, siempre la relación del hombre con el mundo que le rodea estuvo determinada por su naturaleza racional. Pero la razón que orienta el Siglo de las Luces es una razón que ha pasado por muchas experiencias históricas. Kant llamaba a la Ilustración la época en que la razón había adquirido la mayoría de edad. Quizás al hacerlo pagaba también un tributo a ese optimismo moderno del que hemos hablado, pero no cabe duda de que en el movimiento filosófico ilustrado la razón empieza a liberarse de la tutela que había padecido por parte de la teología medieval y toma conciencia de su autonomía. Por otra parte, y eso la diferencia del viejo logos griego, se trata de una razón que ha asumido el formidable paso que da la ciencia en esa época y que es capaz de cuestionarse a sí misma, de asumir una actitud crítica con respecto a sus posibilidades y sus límites, cosa que no había logrado la incipiente filosofía del Renacimiento.
Quizás esta posibilidad que tiene la razón moderna de preguntarse por su propia capacidad de conocer, como ya había hecho Descartes, sea la característica fundamental del pensamiento de esta época. Por eso el tema primero del que se ocupa  la filosofía de la Ilustración ya no será el mundo y ni siquiera el hombre en general sino la teoría del conocimiento: qué se entiende por verdad y hasta qué punto la razón humana es capaz de alcanzarla. La razón siempre ha sido crítica, pero ahora es crítica ante todo de sí misma, es capaz de dudar de sus propias fuerzas y someterlas a examen.. Y ello implica que la razón moderna  intenta despojarse de la carga que implicaba el principio de autoridad,  por el cual el peso de la tradición y la doctrina de los maestros constituía un freno para la libertad del pensamiento, como bien lo experimentaron  Giordano Bruno o Galileo, por ejemplo.
Especialmente interesante resulta la relación de la razón ilustrada con la fe. Esa relación no se rompe sino que se seculariza: la razón abandona el ámbito de lo sagrado, del misterio teológico, para ocuparse del saeculum, es decir, del siglo, del mundo en el que viven los hombres, de la realidad de aquí abajo. Pero al hacerlo los nuevos conceptos conservan un aire de familia que delata su origen. Por ejemplo: la idea cristiana de Providencia, es decir, de la paternal conducción de la historia por parte de Dios se convierte en la idea de Progreso; la comunión de los santos que definía el concepto de  Iglesia se transforma en la Humanidad; muchos de los atributos de Dios se aplican a la Naturaleza; finalmente, la Razón asume en buena parte el papel de la fe. Y sin embargo estos nuevos conceptos secularizados siguen conservando el recuerdo de su origen religioso: la confianza que muchos ilustrados depositan en estos nuevos conceptos, el optimismo con que esperan su cumplimiento, hacen pensar que la nueva cultura ilustrada consiste no sólo en ideas filosóficas sino que incluye creencias que no han olvidado del todo su origen trascendente.
De hecho, el ateísmo es raro durante el siglo XVIII, mientras que surge con fuerza el deísmo: la creencia en un Dios que se puede conocer por la pura razón, creador y organizador del universo pero que no interviene en el curso de la historia. La filosofía de Voltaire (1694-1778) constituye un ejemplo clásico de esta religión natural. Sin embargo, no pocos autores siguen afirmando posturas teístas, es decir, su creencia en la revelación, en la providencia divina y en el carácter personal de Dios, como por ejemplo sucede en el caso de Kant, que veremos con más detalle.

Rousseau: una teoría de la democracia.
Si Hume pone en crisis la teoría del conocimiento, Jean Jacques Rousseau (1712-1778) dedica su filosofía a defender una nueva visión del hombre y la sociedad que tendrá un enorme influjo en la Ilustración y después de ella.
Rousseau retoma el problema que ya habían planteado Hobbes y Locke: ¿cuál es el estado natural del hombre? Es decir: ¿cómo era el hombre antes de fundar la sociedad? O quizás mejor: ¿cómo sería el hombre si prescindiéramos de lo que la sociedad ha puesto en él? Rousseau supone lo contrario que Hobbes: el hombre natural era un ser benévolo, que vivía en paz con la naturaleza y con los demás hombres, satisfacía con facilidad sus limitadas necesidades y carecía de ambición y de avaricia. Este  “buen salvaje” gozaba de una placentera libertad natural y estaba guiado por un sano amor de sí.
Todo se arruina cuando aparece la propiedad privada: cuando un hombre cerca un terreno y proclama que es suyo, comienza el egoísmo, las envidias y la injusticia. Se termina la paz del estado de naturaleza y esta situación es aprovechada por los poderosos para imponer unas leyes injustas que, bajo pretexto de establecer la paz, sólo se dirigen a perpetuar la opresión de los débiles y anular su libertad. Es decir, el progreso en la cultura, las ciencias y las artes, ha traído consigo una situación de esclavitud para un ser humano que había nacido libre. Como se ve, una postura pesimista acerca de la situación social de su tiempo que no compartían muchos de sus contemporáneos ilustrados, encandilados por la idea de progreso.
¿Qué hacer ante esta situación? Rousseau comprende que no se puede volver a un estado adánico y resucitar al buen salvaje: su crítica no apunta a la civilización en general sino a la forma concreta que esta civilización ha adquirido. Propone en cambio establecer un nuevo contrato social muy distinto del que propugnaba Hobbes con su legitimación del absolutismo. Un contrato mediante el cual el individuo una sus fuerzas con las de los demás sin perder su libertad. Para lograrlo, se trata de establecer lo que él llama la voluntad general, es decir, la voluntad de la comunidad en su conjunto, que no es la mera suma de las voluntades individuales. Desde el momento en que el ciudadano acepta someterse a esta voluntad general no pierde un ápice de su libertad, ya que se somete a una ley que él mismo se ha dado como parte de esa comunidad y por lo tanto no obedece a nadie más que a sí mismo. Cada uno se da a todos los demás y al hacerlo recobra esa libertad que entrega, con la ventaja de que aumenta su fuerza y la defensa de lo que es suyo. Esta voluntad general se determina por medio del sufragio  universal, que tiene la virtud de eliminar las opiniones extremas y establecer la opinión común de la sociedad. Desde el momento en que un ciudadano ha aceptado libremente el pacto, el resultado de la votación, cualquiera que sea, estará expresando su propia voluntad, aun cuando él haya votado otra cosa distinta.
Se pasa así del estado de libertad natural propio del buen salvaje al de una libertad civil fundada en la razón, creando una unión social perfecta que está muy por encima del estado de naturaleza. Y aquí Rousseau, ilustrado y optimista en el fondo, supone que este nuevo orden social será capaz de erradicar el mal y la injusticia y asegurar la felicidad del hombre.
La concepción de la democracia que defiende Rousseau no coincide demasiado con las democracias modernas. Él propone una democracia directa que excluye toda delegación del poder, rechaza los partidos políticos y la división de poderes. Su influencia, sin embargo, ha sido enorme no sólo entre los teóricos de la filosofía política sino también en la filosofía moral, como veremos enseguida al describir la ética de Kant.

Kant: la síntesis de la Ilustración.
Emmanuel Kant (1724-1804) llena todo el siglo XVIII, tanto desde el punto de vista cronológico como ideológico. Su filosofía intenta recoger en una síntesis genial los elementos sueltos que construyeron la Ilustración: el racionalismo, el empirismo, la ciencia moderna, la teoría ética y política. Y ello hasta el punto de que sucede con él algo parecido a lo que pasó con Sócrates: su pensamiento divide en dos la historia de la Filosofía de su época, en un período pre-kantiano y otro post-kantiano.
Y sin embargo, no fue en su tiempo un personaje famoso sino más bien un oscuro profesor en una ciudad perdida de la Prusia oriental (Koenigsberg, ahora parte de Rusia) de la que casi no salió en su vida, dedicada en su totalidad a leer, escribir y dictar clases. Desde allí, Kant revoluciona el pensamiento ilustrado, en una época en que las comunicaciones eran extremadamente difíciles. Hombre metódico hasta la exageración, creyente convencido, cordial y amable con los demás y exigente consigo mismo, soltero empedernido. Se cuenta que las amas de casa de Koenigsberg ponían el reloj en hora guiándose por la hora en que veían pasar a Kant para dar su paseo de la tarde. Siguiendo un estricto régimen de vida logró vivir ochenta años en un clima inhóspito y continuar escribiendo casi hasta el final de su vida.
A Kant le preocupaba un problema que sigue preocupando hoy a quienes se aventuran por la historia de la Filosofía: ¿por qué las ciencias progresan según pasa el tiempo y sin embargo la Filosofía vuelve a empezar continuamente, sin llegar a ningún acuerdo en los problemas fundamentales? Adelantemos la respuesta de Kant, dejando para después su explicación: eso sucede porque la ciencia trata de conocer aquello que puede conocer, es decir, aquellos temas adecuados a la capacidad de nuestra razón porque tenemos datos para pensar en ellos. La Filosofía, en cambio, está empeñada en conocer problemas metafísicos, aquellos a los que no alcanzan  nuestros sentidos, como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Y las modestas fuerzas de nuestra mente no son capaces de enfrentarse a estas cuestiones. Aunque quizás pueda encontrarse en la experiencia humana algún otro camino que nos permita acercarnos a ellos. Pero vayamos por partes.


La razón práctica.
Pero nosotros no usamos la razón solamente para saber cómo son las cosas ni para hacer ciencia. También la utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para dirigir nuestra conducta. Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos ¿qué debo hacer?, nuestra razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la respuesta: buscamos razones a favor o en contra, las comparamos, justificamos con ellas nuestra decisión o nos sentimos culpables por haber actuado por razones equivocadas. Este es el llamado uso práctico de la razón, o razón practica.
Y aquí aparece una diferencia muy importante con la razón teórica, que es su dimensión moral. La razón práctica en las decisiones morales no puede basarse en los datos de los sentidos, en la experiencia. Por una razón muy clara: cuando la razón pregunta ¿qué debo hacer? no se está refiriendo a lo que existe sino a lo que debe existir, no pregunta por lo que es sino por lo que debe ser. Y es evidente que lo que debe ser (y por lo tanto todavía no es) no podemos verlo, oírlo o tocarlo. En este sentido la razón práctica es siempre pura, en el sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El deber ser no puede justificarse en la observación de la naturaleza: aunque veamos que alguien asesina a otro (dato empírico) la razón sigue afirmando que no se debe matar: veremos en qué se basa pero lo que está claro es que no se basa en la observación de los hechos.  Tal vez si examinamos este uso de la razón podamos aproximarnos a esos noúmenos que la ciencia no podía conocer precisamente por su falta de datos empíricos.
Mientras que la razón teórica formula afirmaciones o juicios (“el calor dilata los cuerpos”), la razón práctica formula mandamientos o imperativos (“no se debe matar”). Pero existen dos tipos de imperativos: el primero, que Kant llama hipotético, es aquel en el cual la obligación se basa en motivos de tipo empírico, o, dicho de otra forma, en un premio que se pretende conseguir o un castigo que se pretende evitar. Por ejemplo: “si quieres conservar bien la dentadura, lávate los dientes”, “si no quieres que te suspendan, estudia filosofía”. Es evidente entonces que si no nos importan las consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este tipo de imperativo no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en motivos que implican datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar los mismos límites que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que advertir que Kant considera empíricos también los sentimientos, como el placer, el dolor y los afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos produce placer o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo hipotético.
¿Es que acaso hay otro tipo de imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez sin buscar un premio, aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant no lo duda: existen imperativos categóricos, es decir aquellos en los cuales la obligación se basa únicamente en el deber: haz esto porque debes. Y punto. Por lo tanto no dependen de ninguna condición, de ningún premio ni castigo, ni siquiera afectivo, ni siquiera, para los creyentes, de la esperanza de la salvación eterna ni del temor al infierno. Por ejemplo: supongamos que tengo un amigo rico que está casado con la mujer que yo quiero. Estamos solos al borde de un precipicio, no hay nadie en varios kilómetros a la redonda. Me bastaría un suave empujón en su espalda para quedarme con su dinero y su mujer, sin ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo hago? Desde el punto vista hipotético y empírico todo son ventajas; sin embargo, está claro que no debo hacerlo. Pero también es cierto que podrían existir otras razones ocultas, como el miedo a los remordimientos o el temor a la vida futura, lo cual nos volvería a llevar al terreno empírico de los premios y los castigos.
El deber moral no se puede demostrar con teorías: es un hecho, y como todo hecho se impone sin necesidad de pruebas. Si alguien le discutiera a Kant la existencia del deber moral, argumentando que siempre obramos por nuestras conveniencias empíricas, Kant le contestaría que no puede seguir la discusión. Se trataría de un caso similar al de una persona que escuchara una sinfonía de Mozart y opinara que desde el punto de vista estético no se diferencia del ruido de una moto: es imposible demostrarle lo contrario. Todo lo que sigue parte del hecho de que existe el deber moral, aun cuando siempre podamos discutir acerca de su contenido concreto, su fundamento, su origen. Y aun cuando no podamos demostrarlo, hay que reconocer que la experiencia cotidiana de cualquier persona normal es capaz de distinguir cuándo está obrando por interés propio y cuando se enfrenta a una obligación moral, aun cuando existan situaciones confusas.
¿En qué consiste ese imperativo categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten los mandamientos judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre, etc. El imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un imperativo formal: se refiere a la forma, a la manera  en que actuamos, y no pretende proponer una lista de acciones buenas o malas. Porque una misma acción puede ser moral o no serlo según su forma: podemos, por ejemplo, ayudar a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y por eso también el imperativo es autónomo: para que la acción tenga valor moral debe provenir de mi propia voluntad, de tal modo que la mera obediencia a una norma que viene de fuera no basta para que la consideremos valiosa moralmente.
Kant propone varias fórmulas del imperativo categórico. .Dice una de ellas: “Obra de manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo, un medio vale en la medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una persona para conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no significa que esté actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían motivos morales sino la utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos nos tratamos como medios: yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida, de modo que sería absurdo creer que acudir a la peluquería me convierte en una buena persona. Pero imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto y yo olvido mi prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser un medio y lo estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya que como peluquero ha dejado de serme útil.  Sólo allí comienza la moralidad de la acción. 
Obsérvese que Kant no censura que nos tratemos como medios: todas las relaciones sociales están organizadas así, desde los peluqueros a los profesores, pasando por los médicos y los fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos como medios, nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no está determinado por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres humanos. La humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y por lo tanto el  único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir que esta humanidad no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según Kant, tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios, lo cual implica que tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el mismo respeto con que debemos tratar a los demás.
Esta es la norma fundamental de la razón práctica, y por lo tanto es una norma universal, como todo lo que procede de la razón. Cuando voy a tomar una decisión moral, dice Kant, debo preguntarme si lo que voy a hacer puede convertirse en una norma universal, que valga para todos los hombres. Si es así, puedo estar seguro de que me estoy guiando por un criterio racional y no por mis intereses particulares y egoístas. Interpretando esta afirmación desde el momento actual, la universalidad del imperativo se opone a toda forma de discriminación como el racismo, la xenofobia o el machismo, que seleccionan a los seres humanos según cualidades empíricas.
La ética kantiana es muy exigente y en ocasiones de un rigorismo algo inhumano. Llega a decir que las acciones de una persona naturalmente bondadosa y compasiva tienen un valor moral inferior a las que realiza un hombre seco y poco sensible pero respetuoso del deber. Es difícil simpatizar con la desconfianza kantiana hacia todo tipo de sentimientos, así como compartir algunos ejemplos suyos, como el que declara peor  la masturbación que el suicidio. Pero más allá de su talante personal, la ética de Kant constituye probablemente la reflexión más honda que se ha realizado sobre ese tema en la historia de la Filosofía.

Libertad, Dios e inmortalidad.
Habíamos anunciado que por este camino de la moral, que no depende de los datos empíricos, quizás podríamos asomarnos a ese mundo de las cosas en sí al que no llegaba el conocimiento y la ciencia. Kant lo hace, pero advierte que lo que establecerá en adelante no serán demostraciones sino algo más modesto: serán postulados. Un postulado es algo que la razón humana exige pero no es capaz de demostrar, es una condición que da sentido a la experiencia moral pero que no se puede probar teóricamente.
Por ejemplo, la libertad. No podemos probar científicamente que somos libres, pero podemos postular la existencia de la libertad, ya que sin ella la existencia de la moral sería imposible. Y recordemos que la moral es un hecho. La acción humana no tendría valor moral si estuviéramos determinados a hacer una cosa u otra sin que pudiéramos decidirlo. Pero, puesto que tiene ese valor, somos libres.
Kant era un ilustrado y como hemos dicho antes, en todo ilustrado late una confianza en la razón que se parece mucho a la fe de otros tiempos. Él constata que la razón exige que la virtud moral y la felicidad vayan juntas. El hombre racional reclama que el bueno sea feliz, y se rebela contra las desgracias que sufren los justos y los premios que reciben los canallas. Sin embargo, vemos todos los días que felicidad y virtud no siempre son compañeras de viaje, y que muchas veces el sufrimiento es el resultado de la virtud. Por lo tanto, la razón tiene derecho a postular una vida futura en la cual la felicidad, que es empírica, y la bondad, que es moral, se reconcilien para siempre. Es decir, a postular la inmortalidad del alma.
Y ello supone la existencia de un Dios que asegure esa reconciliación entre el mundo empírico de las cosas naturales y el mundo moral de la libertad. Dios constituye la aspiración última de una razón que apuesta porque el mundo está bien hecho y tiene un sentido. Aun quienes no seguimos a Kant hasta tan lejos estaríamos encantados de que tuviera razón y la racionalidad triunfara en la historia. Aunque lo que hemos visto hasta ahora no avala tanto optimismo.

Sociedad, historia, derecho, religión.
Es imposible resumir todas las consecuencias que saca Kant de esta visión del hombre y de la ética. Su pensamiento incursiona en la filosofía de la historia, de la sociedad y del derecho, así como de la religión y de la experiencia estética, temas que no podemos desarrollar aquí. Comprende que no es el individuo quien está llamado a realizar los fines de la humanidad sino la especie humana, aunque para hacerlo siga caminos aparentemente desviados. Y que esa realización la debe hacer en sociedad, superando la contradicción que él caracteriza como “la insociable sociabilidad del hombre”: el derecho, el imperio de le ley, debe guiar esta tarea dentro del Estado, aspirando a una sociedad universal de naciones que asegure una paz perpetua entre los hombres bajo el imperio de le ley. Todo ello tiende a realizar en la tierra lo que él llama “el reino de los fines en sí”, es decir, una comunidad de seres racionales que organicen la sociedad según el imperativo moral. A Kant no se le oculta el carácter utópico de este sueño, pero no renuncia al derecho que tenemos de aspirar a él.
Como dijimos al principio, la filosofía de Kant constituye la síntesis más acabada de los diversos caminos que siguió la Ilustración, con sus aciertos y sus errores, sus logros y sus límites. El pensamiento posterior, aun el más anti-kantiano como el de Nietzsche, tiene necesariamente que contar con él.

Karl Marx (1818-1883) constituye un caso peculiar en la Historia de la Filosofía. En primer lugar porque no se trata de un filósofo: como dijo Engels en su funeral, era ante todo un revolucionario, cuya intención principal era la de preparar el camino para un cambio de estructura social que juzgaba inevitable. Y en función de ese objetivo desarrolló una intensa vida intelectual, dentro de la cual la Filosofía constituye sólo uno de sus aspectos junto a una concepción de la historia, de la sociedad y de la economía de una enorme originalidad y fuerza especulativa.
Pero además, su misma Filosofía es objeto de discusión. Algunos afirman que existe en su obra una primera etapa filosófica (que se suele llamar del “joven Marx”) en la que su pensamiento permanece todavía atado al de Hegel, aun cuando intenta superarlo, y por lo tanto conserva restos de idealismo. Según estos intérpretes, hay que esperar al Marx maduro y la aparición de su obra fundamental, El Capital, para encontrar su auténtico aporte científico, que abandona la filosofía especulativa por una teoría económica e histórica de corte decididamente materialista. Otros autores, por el contrario, defienden la continuidad de estas dos etapas de su desarrollo intelectual, afirmando que su sistema científico hay que interpretarlo a la luz de la filosofía desarrollada en sus primeras obras. Sin contar con diversas corrientes marxistas, cada una de las cuales se declara auténtica heredera de su pensamiento: el marxismo ortodoxo de la Unión Soviética, el trotskysmo, el marxismo humanista,  el eurocomunismo, etc. Y por si todo esto no bastara, no resulta fácil desligar el pensamiento del mismo Marx de los aportes de Engels y Lenin. De hecho, la obra de Marx ha sido interpretada en tantos sentidos distintos que el mismo Marx le dijo a su cuñado: “Lo cierto es que yo no soy marxista”.
Aquí nos vamos a limitar a exponer algunas de sus tesis filosóficas, entendiendo que sin ellas la enorme obra de Marx queda privada de un referente esencial para comprender su sentido. De todas maneras, hay que advertir que con Marx sucede lo mismo que con todos los autores geniales: es imposible resumir ni siquiera lo esencial de su pensamiento. Lo único que se puede hacer en pocas páginas es seleccionar algunas de sus ideas centrales, confiando al menos en no tergiversarlas

La época.
Como dijimos antes, el siglo XIX de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden muchas cosas y se preparan muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en el siglo siguiente. Pero una de las principales consiste en las consecuencias sociales que trae consigo la revolución industrial. El siglo anterior había sido el siglo de la ciencia moderna y de sus primeras consecuencias tecnológicas. En el siglo XIX se desarrolla lo que se ha llamado la primera revolución industrial, sobre todo en Inglaterra,  y se extiende la tecnología hasta invadir la vida cotidiana. Las protagonistas de la vida económica serán en adelante la máquina y la fábrica: la máquina de vapor y la producción de electricidad van a cambiar en poco tiempo no sólo las técnicas productivas sino el modo de vida de la cultura occidental, incluyendo su forma de pensar. Una revolución similar a la que sucederá en el siglo siguiente con la introducción de la informática.
Pero esta revolución, como siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes de sacar beneficios de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que se ha llamado de acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también como siempre, la parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero. Las máquinas no crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que Marx llamará el proletariado, es decir, aquellos que participan en la producción aportando lo único que tienen: su trabajo. Las condiciones del proletariado en este proceso eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas sin días festivos en ambientes insalubres, salarios de miseria, total ausencia de seguridad social. La descripción que hace Engels del trabajo de niños en las minas parece un relato de terror: niños de cuatro, cinco y siete años encargados de abrir y cerrar puertas y empujar contenedores en galerías húmedas y oscuras durante doce horas diarias, comiendo cuando pueden.
La obra de Marx resulta inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la sociedad de su tiempo. Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los fundamentos de una transformación social que supere esta organización de la vida económica basada en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar tres corrientes de pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una profunda crítica.
La primera de ellas es la filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. Él intenta invertir el sistema hegeliano. En sus palabras “se trata de poner sobre sus pies lo que en Hegel marchaba cabeza abajo”. Es decir: en lugar de considerar a la Idea, al Espíritu como el protagonista de la realidad, Marx supone que la historia está determinada por la historia de la materia. Y en su explicación de esa historia utiliza el formidable aporte que ha dejado la filosofía de su maestro: la dialéctica. El materialismo histórico, por lo tanto, trata de superar tanto el idealismo de Hegel como el materialismo groseramente mecanicista de otros representantes de la izquierda hegeliana, como el mismo Feuerbach, poniendo a la materia en un proceso de constante transformación. Más adelante veremos cómo se debe entender ese materialismo en la obra de Marx, cuyo sentido se aleja bastante del que se utiliza en el lenguaje cotidiano.
La segunda influencia importante fueron los llamados “socialismos utópicos” que proliferaron desde fines del siglo XVIII. Estos socialismos, como los de Fourier, Saint Simon y Owen, así como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, trataban de dar una respuesta a las injusticias de la sociedad, proponiendo modelos alternativos. Pero esa respuesta se basaba únicamente en razones morales, en el deseo bien intencionado de sus autores que diseñaban sobre el papel una sociedad en la que prevalecieran la solidaridad, la justicia y el amor entre los hombres. Marx comprende que ese no es el camino, que las buenas intenciones carecen de poder para transformar las estructuras sociales y que es necesario fundamentar el socialismo en una ciencia. El llamado socialismo científico intentará mostrar que las leyes que dirigen la historia tienden a la construcción de una sociedad socialista, que no consiste por lo tanto en una aspiración ética sino en una meta a la que se dirige la historia humana, considerada como una ciencia que sigue el modelo de las ciencias naturales, regidas por leyes.
Finalmente, la tercera fuente en que se inspira su obra es la economía política desarrollada sobre todo por autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde fines del siglo XVIII. Por primera vez estos y otros autores intentan construir una visión de conjunto de las leyes que rigen la economía, lo que hoy llamaríamos una teoría macroeconómica, continuando la tarea que se había iniciado ya en el siglo XVII con el mercantilismo. El enfoque ideológico de estos economistas ingleses es decididamente liberal capitalista, pero en su obra desarrollan instrumentos teóricos como la teoría del valor o las leyes del mercado que Marx utilizará para sus propios análisis, aunque dándoles la vuelta, como había hecho con Hegel.
Con estos y otros elementos Marx elaborará uno de los sistemas más importantes para comprender la historia de la sociedad en los últimos dos siglos, integrando disciplinas tan diversas como la economía, la filosofía y la historia en una síntesis genial aunque, por supuesto, discutible. Probablemente uno de los peores enemigos que ha tenido la obra de Marx ha sido la tendencia a convertirla en un dogma intocable que sólo admite seguidores incondicionales. Marx inaugura la tradición que se ha llamado “filosofía de la sospecha”, a la que también pertenecen Nietzsche y Freud y que consiste en suponer que detrás de las ideologías comúnmente aceptadas se ocultan razones de las que  nuestra cultura prefiere no enterarse, de tal modo que el individuo está dirigido en su acción por motivos que desconoce. Será tarea del “filósofo de la sospecha” sacarlos a la luz.

Qué es el hombre.
Se trata de una vieja pregunta de la Filosofía; según Kant la pregunta que resume todas las otras. Y ha sido respondida de muy diversas maneras, algunas de las cuales hemos mencionado antes, pero siempre, según Marx, desde un punto de vista idealista, como si el hombre tuviera una esencia fija independientemente de las condiciones en que se desarrolla su vida. Es hora de sospechar de ese enfoque y examinar qué se oculta detrás.
Para Marx, el hombre es un ser natural, es decir, un producto más de la evolución de la materia. Pero un producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo, que en la relación que establece con la naturaleza que le rodea produce su propio ser. Pongamos un ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por supuesto: necesita libar el polen de las flores para elaborar la miel y cambia su entorno construyendo un panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que la repetirá una y otra vez y seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le sucede lo mismo: al producir lo que necesita para vivir el hombre se produce a sí mismo y por lo tanto no es el mismo antes que después de ese acto productivo. Al descubrir el fuego el hombre primitivo cambió su entorno natural: ahora era capaz de trabajar metales, de cocinar sus alimentos, de regular la temperatura de su cueva. Pero al producir todo esto también ha cambiado él, que en adelante podrá realizar transformaciones que eran imposibles antes de la domesticación del fuego. Es lo que Marx llama “la conversión de la naturaleza en hombre”. Y esta es la raíz de lo que se entiende por materialismo: son los procesos materiales de producción los que definen la realidad humana, y como vamos a ver después, también su modo de pensar.
Por lo tanto, la pregunta ¿qué es el hombre? No tiene sentido en general: habría que preguntarse de qué hombre se trata, de qué proceso productivo estamos hablando. No es lo mismo el cazador prehistórico que el agricultor medieval que el obrero industrial: cada uno de ellos produce su propia vida de modo distinto y no tienen una esencia común de la que todos ellos participen.
Démosle nombre a esta actividad humana que transforma la naturaleza transformando a la vez al hombre que realiza: esa transformación: es el trabajo. Por eso casi podría decirse que el trabajo determina  la esencia del hombre, aunque una esencia histórica y no metafísica como las de la filosofía anterior: según sea el trabajo será el ser humano que trabaja. El trabajo no se reduce, por lo tanto a ser un medio para ganarse la vida, es más bien el medio de construirse la vida, porque si en algo se distingue el hombre de los demás animales es precisamente porque trabaja; la abeja no trabaja, sólo produce.
Este trabajo, por supuesto, es siempre trabajo social. No es el individuo el que trabaja para satisfacer sus propias necesidades sino una sociedad más o menos amplia la que distribuye las tareas. Desde las sociedades más primitivas la producción ha sido siempre una actividad social en la que el trabajo se ha diversificado, al menos a partir de lo que se ha llamado “el comunismo primitivo”: en los primeros tiempos según el sexo y la edad y más adelante según una amplia variedad de criterios. Y hay que notar que el tipo de sociedad va a depender de esa distribución del trabajo; no es lo mismo, por ejemplo, la sociedad esclavista que la sociedad industrial y sus diferencias dependen ante todo del diverso papel que cumplen sus integrantes en el proceso productivo. Marx resume esta idea en la siguiente frase: “la esencia humana...es, en su realidad, el conjunto de sus relaciones sociales”.

La alienación.
Si todo terminara aquí no habría problema. Pero la realidad es que las cosas no funcionan en la historia conforme a  esa dialéctica según la cual el hombre transforma la naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo lleva a realizarse como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está alienado, es decir, el resultado del trabajo no se lo apropia el trabajador sino una clase dominante que aprovecha el trabajo ajeno. Se divide así la sociedad en clases sociales: los que aportan su fuerza de trabajo y los que explotan el trabajo de los demás. Como decíamos antes, estas clases sociales han ido variando a lo largo de la historia: al comienzo existió un comunismo primitivo pero que pronto fue reemplazado por la división entre los amos y los esclavos, luego los señores y los siervos; más tarde los capitalistas y los proletarios. Pero estas distintas clases tienen en común que rompen el proceso de humanización según el cual el hombre produce su propia vida: para el trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el hombre se hace hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse con vida. El trabajo se convierte en ajeno, que es lo que significa el concepto de alienación. Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin llegar a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que hemos descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la paradójica situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando realizaban actividades que tienen en común con los animales (comer, beber, engendrar) pero se sentían animales cuando realizaban la actividad específicamente humana (trabajar).
Recordemos que Marx no está hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se trata, por lo tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con todos los zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que cultiva. La alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho de que la producción es siempre una actividad social, mientras que la apropiación de sus frutos es privada, ya que  la gestiona una clase que además es minoritaria. Marx explica la  alienación del trabajo por la propiedad privada de los medios de producción, es decir, por el hecho de que los instrumentos necesarios para producir los bienes que el hombre necesita para su vida estén en manos privadas y no sociales, ya se trate de la tierra, del ganado o de las fábricas. De tal modo que esa “transformación de la naturaleza en hombre” no se cumple ni para el trabajador ni para el explotador: para el primero porque el trabajo y sus frutos le resultan ajenos; para el segundo porque no realiza la actividad humana por excelencia, que es el trabajo.
Dicho en términos más técnicos. El trabajo añade un valor a la materia que transforma: el zapato vale más que el cuero de la vaca. Este valor que el trabajo añade se llama plusvalía. Pero la plusvalía que el obrero produce no vuelve a la sociedad de la que el obrero forma parte, sino que se la apropia el propietario de los medios de producción. Pagando, por supuesto, un salario al obrero para que siga trabajando. Pero ese salario, aun en el supuesto de que fuera elevado,  nunca puede ser igual a la plusvalía, pues en ese caso el propietario no obtendría ganancias. O sea que el que produce la plusvalía la pierde y quien la goza no la produce.

La lucha de clases.
Esta situación provoca una lucha entre las clases sociales, lucha que para Marx constituye el motor de la historia. Porque los intereses de la clase cuyo trabajo es explotado nunca pueden coincidir con los intereses de quienes lo explotan. Y esa tensión, que a veces toma la forma de lucha abierta y otras de lucha larvada, se resuelve según las posibilidades que ofrece el momento productivo del que se trate, y no según los deseos de sus actores. Es clásico el ejemplo tomado de la guerra de secesión en Estados Unidos: el norte industrializado se opone a la esclavitud; el sur cuya producción es más bien rural, la defiende. La diferencia no hay que buscarla en razones morales. Lo que sucede es que la esclavitud es una institución muy eficaz para el trabajo rural, pero no sirve para una sociedad industrializada, a la que le interesa fomentar el consumo y la consiguiente capacidad adquisitiva del pueblo, entre otras razones. Y la guerra la gana el norte, porque la abolición de la esclavitud coincide con lo que exige la marcha del proceso de producción, que tiende a industrializarse.
Dicho en términos más técnicos. En toda sociedad existe una tensión entre el modo de producción de esa sociedad (rural, industrial, etc.) y las relaciones de producción que se establecen entre sus miembros (esclavitud, trabajo asalariado, etc.). Cuando las relaciones de producción son las adecuadas al modo de producción vigente, la sociedad mantendrá su estructura, aunque existan tensiones entre las clases (la esclavitud en el sur). Pero cuando los modos de producción necesitan otras relaciones de producción para seguir desarrollándose se producen procesos revolucionarios que cambian las estructuras de la sociedad (la guerra de secesión y la abolición de la esclavitud). De modo que las revoluciones no se basan únicamente en los deseos de los oprimidos sino que deben adecuarse a la evolución histórica de los procesos materiales de producción. Por no tener esto en cuenta fracasó la rebelión de los esclavos dirigida por Espartaco en el Imperio Romano; el modo de producción de la época clásica necesitaba la esclavitud para subsistir y por el momento no era posible su abolición. Pero este proceso continúa. El capitalismo ha desarrollado notablemente las fuerzas productivas, y al hacerlo ha creado una nueva clase: el proletariado. Pero al crearla ha creado a la vez su propio verdugo, porque el desarrollo creciente de las fuerzas de producción del capitalismo hará crecer a la vez la fuerza del proletariado, que terminará tomando en sus propias manos los medios de producción, que dejarán de ser propiedad privada para pertenecer a la sociedad como tal. Es la etapa del socialismo, durante la cual el Estado tomará las riendas de la producción estableciendo una dictadura del proletariado provisional, hasta liquidar definitivamente el poder de la burguesía capitalista, momento en el cual se iniciará la etapa del comunismo, en la cual el Estado como aparato de poder desaparecerá por innecesario y dejarán de existir las clases sociales antagónicas al no existir ya la propiedad privada de los medios de producción que necesite ser defendida. Será el momento en que cada uno aporte a la sociedad según sus capacidades y reciba de ella según sus necesidades. El trabajo dejará entonces de ser una carga, teniendo en cuenta que la tecnología habrá eliminado ya las tareas penosas y la actividad productiva cumplirá por fin su papel de desarrollar la vida humana: habrá terminado lo que Marx llama “la prehistoria de la humanidad” y comenzará la verdadera historia.

La superestructura.
Hasta ahora nos hemos detenido en la estructura económica y social de la humanidad: el papel del trabajo y su desarrollo a lo largo del tiempo. Para Marx, esta estructura es la que determina también el modo de pensar de cada época histórica: pensamos como vivimos, el pensamiento humano y todas sus creaciones “espirituales” como el arte, el derecho, la filosofía, la moral, la religión, sólo se explican como productos que surgen de esa forma de vida que tiene un fundamento material, económico. Esos productos constituyen lo que llama una “superestructura”. Lo cual no significa que esta superestructura sea un reflejo pasivo de su base económica: si bien es cierto que depende de ella, también lo es que las ideas influyen en la marcha de la historia y en este sentido constituyen un aspecto importante en toda su evolución. Volvamos al ejemplo de la guerra de secesión norteamericana: la esclavitud era considerada inmoral por la mayor parte de los intelectuales del norte, mientras que en el sur se la justificaba con argumentos éticos y religiosos. La explicación es evidente: la moral de unos y otros era distinta porque sus normas surgían de un modo de producción diferente. Para el norte industrial la esclavitud era un freno, para el sur rural era una necesidad económica.
En general, se denomina ideología a la manera en que una sociedad se piensa a sí misma, es decir, al conjunto de creencias y representaciones que tiene cada cultura y que incluyen una  determinada jerarquía de valores. Esta ideología, como hemos visto, no surge tanto de la mente de los hombres cuanto del reflejo de las condiciones materiales en que se desarrolla su vida, y como estas condiciones materiales están alienadas, también lo estará la ideología. Si el pensamiento ilustrado, por ejemplo, pudo insistir en los derechos y libertades individuales era porque ya el individualismo tenía un papel importante en la sociedad: la burguesía había tomado el poder y expulsado a la nobleza, cuyos derechos no eran individuales sino pertenecientes a grupos familiares. Y lo mismo sucede con otros productos culturales como el arte o el derecho: piénsese por ejemplo en la defensa de la propiedad privada de nuestros códigos jurídicos, que legitiman así la propiedad privada de los medios de producción.
Pero la obra maestra de la ideología la constituye la religión. Para Marx, la religión es la conciencia de un mundo invertido: como el hombre alienado en su trabajo no produce su propia vida, inventa un ser que se la ha dado (Dios). Como las condiciones de su vida no permiten la felicidad en este mundo, imagina otro mundo después de la muerte donde será feliz. Logra así mantener una ilusión que le permite creer en su realización personal, aun cuando la realidad material diga otra cosa. La famosa frase de Marx: “la religión es el opio del pueblo” expresa esta función de huída de la realidad y creación de mundos imaginarios más hospitalarios que el real, común a todas las drogodependencias.
La superación de la ideología alienada y mistificada sólo tiene una solución radical: el cambio de la estructura material de la cual surge. La religión, por ejemplo, sólo desaparecerá cuando las condiciones materiales permitan al hombre realizar su propia vida en una sociedad que haya superado la alienación mediante la abolición de las clases sociales. Lo cual no quita importancia a la lucha ideológica: tomar conciencia de la alienación contribuye y acelera el proceso de su transformación material.
Esta descripción del marxismo se basa fundamentalmente en las obras tempranas de Marx, sobre todo en sus Manuscritos de economía y filosofía. Como hemos dicho antes, habrá que esperar a la publicación de sus obras de madurez, sobre todo El capital, para encontrar su fundamentación económica, que excede los límites de estos apuntes.

Nietzsche y el cansancio de la razón.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) representa una ruptura radical con la tradición del pensamiento que venimos siguiendo casi desde los comienzos de la Filosofía. De un modo u otro, los pensadores más importantes de la historia se han dedicado a cultivar la razón, aun cuando la entiendan de distinto modo: la definición que Kant hace de la modernidad como “la mayoría de edad de la razón” resume muchos siglos de historia del pensamiento. Nietzsche va a poner en cuestión no sólo la razón moderna sino que la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando que en nombre de ella el hombre occidental ha olvidado lo que Ortega llamará “la realidad radical”, es decir, su propia vida.
 No será el único: en el siglo XIX y XX abundan los autores que, desde distintos puntos de vista, ponen el acento en dimensiones de la vida que el pensamiento racional había soslayado y que la Ilustración no había atendido suficientemente. Pese a grandes diferencias entre ellos, se los suele agrupar bajo el rótulo de vitalistas: no niegan el papel de la razón, pero consideran que la tradición occidental ilustrada ha olvidado otros aspectos fundamentales de la vida humana. Quizás el predecesor de todos ellos sea Arthur Schopenhauer (1788-1860), en quien Nietzsche se inspiró en su juventud y a quien repudió en su madurez. Schopenhauer rechaza el racionalismo de la Ilustración, en especial la filosofía de Hegel, e incorpora a su pensamiento la metafísica religiosa del budismo, relacionándolo con el idealismo kantiano. Para él el mundo es una mera representación engañosa, que no puede superar la razón sino sólo la intuición irracional de la voluntad que no es más que la manifestación en cada individuo de una Voluntad que constituye la misma esencia del mundo y que explica desde el nacimiento de un insecto hasta las más sublimes obras de arte. La supresión por parte del hombre de su voluntad individual para identificarse con el todo constituye la versión filosófica del nirvana budista.
Otros autores seguirán este camino que intenta superar el racionalismo de la tradición ilustrada. Así por ejemplo Wilhelm Dilthey (1833-1911) va a insistir en el carácter histórico de la vida, que el pensamiento metafísico tiende a dejar de lado; Henry Bergson (1859-1941) reivindica la originalidad del impulso vital y defiende la intuición como método para captar el contenido de la vida, mostrando la insuficiencia de los conceptos y los métodos tomados de las ciencias naturales. Y algo más tarde José Ortega y Gasset (1883-1955) encontrará en la afirmación de la vida la posibilidad de reconciliar las posturas opuestas de la Historia de la Filosofía. Pero será la ruptura de Nietzsche con la tradición occidental la que marque un corte con el pensamiento anterior. Pasa con Nietzsche algo parecido a lo que sucedió con Kant: se puede compartir o no su postura pero es imposible ignorarlo si se pretende seguir haciendo Filosofía.
La vida de Nietzsche fue tan trágica como su obra. Vagó por Europa viviendo en una soledad sólo acompañada por terribles dolores de cabeza y ojos, fracasó en su vida amorosa y murió a los cincuenta y seis años después de haber pasado los últimos once perdido en la locura. A pesar de ese escaso tiempo de vida productiva, su obra constituye, junto con la de Marx, la filosofía más importante del siglo XIX. Y como suele suceder con las grandes obras, la suya ha tenido que soportar las interpretaciones más diversas, desde quienes la consideran precursora del nazismo hasta quienes ven en ella un anarquismo radical. Y su misma persona ha pasado de ser considerado un réprobo carente de moral a convertirse casi en un psicoterapeuta que promueve la autoestima. Seguramente Nietzsche reaccionaría indignado ante estas caricaturas y simplificaciones, como ante algunos comentaristas que eluden sistemáticamente algunas ideas suyas que resultan intolerables para nuestros oídos y justifican esta censura apelando al respeto que se debe a la memoria del maestro. Olvidando que el verdadero respeto a la memoria de un filósofo consiste en tomar en serio todo lo que dice, guste más o menos al lector. Hay que reconocer, sin embargo, que la interpretación de sus textos es difícil, ya que su brillante estilo literario permite diversas lecturas de sus ideas y el carácter de su filosofía  (según sus propias palabras filosofaba “a martillazos”) resulta muchas veces oscuro y hasta contradictorio. Aquí nos limitaremos a comentar algunos de sus temas clave, renunciando a todo intento de interpretación global.

Lo apolíneo y lo dionisíaco.
Nietzsche estudió profundamente en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y encontró en ella, sobre todo en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una de ellas es la que podemos llamar apolínea, por referencia al dios Apolo. Consiste en la expresión del orden, el equilibrio, la mesura, la armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha quedado a lo largo de la historia como la esencia del espíritu griego. Pero hay en Grecia otros dioses muy distintos del perfecto Apolo, entre ellos el desmesurado Dionisos (Baco en la tradición romana), que juegan un papel muy importante en la cultura clásica, sobre todo en el teatro y la música. Es la corriente vital que se expresa en las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión, la desmesura, el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de ellas: la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a la vida como la unión de lo masculino y lo femenino.
Pero la tradición griega renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la vida, que caracterizará la historia de occidente, se encarna en la figura de Sócrates y Platón, que inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”, sacrificando para ello no sólo el cuerpo y lo material sino el carácter histórico de la vida. La potencia de la cultura griega ha sido castrada: el mundo de ideas que inventa Platón constituye la antítesis de la vida: es un mundo eterno, inmutable, inmaterial, es decir, todo lo contrario de nuestra existencia concreta. La metafísica del verdugo ha triunfado.
Y esa tarea la continúa más tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en sus palabras. El mundo platónico de las ideas se transforma bien pronto en el “más allá” cristiano: el destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en un más allá fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.
Esta metafísica decadente fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha consagrado como virtudes aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la vida, como la humildad, la paciencia, la obediencia, la compasión, mientras estigmatiza como vicios las verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el egoísmo.
Ha triunfado la moral del resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los fuertes, los aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad directamente y sin subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo poder se asienta en la culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es culpable el cristianismo ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de contenido positivo la vida humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como fundamento de la vida, que alcanza su máxima expresión en la invención de un Dios a quien se atribuye el poder que el hombre no es capaz de asumir para sí mismo.

Dios ha muerto; nace el superhombre.
Por eso es necesario matar a Dios. Nietzsche es ateo, pero su ateísmo no es del mismo tipo que el de Marx o el de Comte. . No se trata en su caso de una cuestión teórica sino de una necesidad vital: Dios debe morir para que el hombre viva, el hombre debe recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la vida le ha llevado a poner en Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente el de la tradición cristiana sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a reemplazarlo como fundamento de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo, muy presentes en su tiempo. Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque implica asumir una absoluta soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba sentido a su existencia y comprender que sólo al hombre le corresponde crear sus propios valores. La muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio moral externo y situarse “más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga a afrontar ese temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la cual “por fin aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el superhombre.
Nietzsche afirma que habla demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados para este parto. Porque el superhombre representa la superación del animal enfermo que es el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que permanece “fiel a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores frente a la moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida y creando sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre? Nietzsche ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de ellos lo caracteriza como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva, capaz de imponer su voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena conciencia el sacrificio de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de igualdad). Otros textos, por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha recuperado la inocencia del niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de odiar francamente, sin resentimientos ni disimulos. Posiblemente ambas visiones son compatibles en un pensamiento que no se caracteriza por estar demasiado sujeto al rigor lógico clásico. Lo que no parece aceptable por parte de un comentarista, como hemos dicho antes, es seleccionar los textos más afines a nuestros criterios, ocultando los más duros de escuchar, como se ha hecho con demasiada frecuencia.

La voluntad de poder.
El eje alrededor del cual se mueve todo el pensamiento de Nietzsche es, sin duda, el de la vida. Pero la vida, según sus palabras, hay que entenderla como voluntad de poder. Desde este punto de vista, la vida tiende a la expansión y a someter todo lo que le es ajeno, incorporándolo a su propio ámbito, superando todas las resistencias que se le oponen. Lo cual nos lleva a una nueva definición del bien y del mal: como dice en El Anticristo, lo bueno es “el poder mismo en el hombre”; lo malo “todo lo que procede de la debilidad”. De tal modo que “los débiles y malogrados deben perecer... y además se debe ayudarlos a perecer”, y el fuerte debe evitar la compasión como uno de los peores vicios, porque sólo le lleva a compartir la debilidad de aquel a quien compadece.
Pero esta brutal simplificación de la vida es sólo una de las dimensiones de Nietzsche. No puede olvidarse su aguda denuncia de la moral del resentimiento, basada en un temor patológico a todo lo vital, que cualquier habitante de esta Europa ha tenido que sufrir en su educación. Una moral difundida por innumerables púlpitos, confesionarios y despachos oficiales convencieron a generaciones enteras acerca de la maldad intrínseca del placer sexual, de la necesidad de someterse a los amos de turno, de la superioridad del deber frente al amor, del carácter sospechoso de la afectividad, de los peligros de la libertad y la espontaneidad, del desprecio que merece el cuerpo humano y todos sus placeres. La utilización de la culpa ha sido una de las principales armas para convertir al hombre en un dócil esclavo dispuesto a sacrificar lo que tiene de más valioso: su propia vida.
Quizás Nietzsche no ha encontrado otra manera de reaccionar contra esta moral hipócrita que defender una concepción biológicamente racista de la moral y de la historia, añorando unos imaginarios paraísos antiguos en los que dominaban los auténticos nobles “de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores”, capaces de imponer su voluntad de poder a los débiles. Imagen, sin embargo, que no se puede comparar con la exaltación de la raza que hizo el nazismo, con el que seguramente Nietzsche no hubiera simpatizado en la medida en que el programa de Hitler constituye una apología de la mediocridad antes que una exaltación de la excelencia. Como se ve, contradicciones no faltan.
Nietzsche no cree que exista otra moral posible que la de someterse a una norma exterior: “autónomo y ético se excluyen”, dice en una de sus obras. Kant decía justamente lo contrario: sólo existe moral cuando la norma procede de uno mismo. Y hoy esa discusión sigue vigente. En cualquier caso, no puede negarse que la crítica nietzscheana a la moral occidental hay que tenerla en cuenta: lo que hizo Nietzsche alguien tenía que hacerlo, aunque sea necesario discutir el modo en que lo hizo.

El eterno retorno.
Nietzsche entiende el tiempo de una manera cíclica, similar a la de los viejos griegos. El tiempo no es una línea que conduzca a alguna parte sino una rueda que repite eternamente lo mismo. La diferencia está, entre otras cosas, en que el tiempo lineal implica que la historia conduce a alguna parte, que tiene una finalidad y un sentido, como supone el cristianismo, que anuncia el fin de los tiempos con la segunda venida de Cristo y el juicio final. O como en el caso del marxismo, que anuncia una sociedad sin clases. La historia cíclica, por el contrario, despoja al tiempo de toda supuesta finalidad: el instante presente vale por sí mismo, y no porque sea el camino a alguna parte. Como todo se repite, la voluntad de poder puede con todo, hasta con el pasado: cada instante es eterno y no un paso en un sendero que nos conduce más allá. En cualquier caso, el mismo Nietzsche afirma que es demasiado pronto para que la doctrina del eterno retorno pueda ser comprendida plenamente; muchas de sus afirmaciones sólo tendrán sentido cuando el animal enfermo que es el hombre occidental haya dejado paso al superhombre. Con todas sus oscuridades, desmesuras y contradicciones, la obra de Nietzsche constituye una de las interpretaciones más agudas e implacables de nuestra cultura occidental, aunque convenga evitar el riesgo de convertir sus reflexiones en un programa político y social.

José Ortega y Gasset (1883-1955) también participa de esta tradición existencial y de la herencia de la fenomenología de Husserl, aunque tampoco él se definió como existencialista. Probablemente Ortega anticipó muchos aspectos del análisis de la existencia humana que popularizó Heidegger, aunque su condición de español y la claridad y elegancia de su lenguaje no ayudaron a que fuera considerado internacionalmente tan profundo como su contemporáneo. Además, su filosofía se expresó frecuentemente en ensayos periodísticos, conferencias y críticas literarias destinadas al gran público, evitando el academicismo erudito. Durante los años del vaciamiento cultural que provocó el régimen de Franco, tuvo el mérito de traer a España el pensamiento que se desarrollaba por entonces en Europa, intentando colocar a su país “a la altura de los tiempos”, según sus palabras. En este sentido, Ortega es uno de los iniciadores de lo que hoy llamaríamos el “europeísmo”, aun cuando su postura ante la realidad de España sea francamente pesimista.
Su punto de partida, como el de todos los que cultivaron el enfoque existencial de la filosofía, es el análisis de la vida. Encontramos en él muchas ideas semejantes a las que hemos recorrido desde Husserl hasta Sartre. La vida es la realidad radical, es decir, el lugar donde radica todo  lo que hacemos y nos pasa, es un quehacer y no una sustancia, un drama y no una cosa, y en este sentido el mundo en que vivimos es parte integrante de la vida: “yo soy yo y mis circunstancias”. A diferencia de las cosas, el hombre no tiene naturaleza sino historia: es lo que no es (un proyecto) y no es lo que es (un ser ya definido). Desde este punto de vista la búsqueda de la verdad debe evitar tanto el absolutismo (la verdad ya terminada) como el relativismo (todo vale lo mismo). Ortega, fecundo inventor de nuevas palabras, apuesta por el perspectivismo: la verdad es siempre una perspectiva histórica que se construye colectivamente y que por lo tanto siempre queda abierta a nuevos puntos de vista.
Y esta centralidad de la vida permite superar los dualismos que han marcado la historia de la filosofía: la disputa entre realismo e idealismo, por ejemplo, proviene de una falsa opción entre yo y el mundo, que encuentran su unidad radical en la vida. El ser que buscaba Heidegger no deja de ser una interpretación más de esa realidad radical.
Y lo mismo sucede con la razón y los sentimientos. Otra palabra de su invención define su postura como raciovitalismo: la razón vital no es la razón que piensa la vida sino la vida misma que necesita la razón para poder vivir. De ahí que junto con nuestras ideas (los pensamientos que se nos ocurren) existan nuestras creencias (aquellas certezas con las que contamos, el terreno sobre el cual la vida se mueve) y que no pueden reducirse a los productos de la razón abstracta a los que se ha limitado frecuentemente la filosofía.
La influencia de Ortega ha sido considerable en España y los países de habla hispana pero muy limitada fuera de ellos, quizás con la excepción de Alemania, siempre interesada por lo español. Entre los pensadores más conocidos que se consideran deudores de su obra se pueden mencionar a Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, Julián Marías, María Zambrano, Pedro Laín Entralgo.
Habría que mencionar a muchos otros autores para completar un panorama de la filosofía existencial, como Miguel de Unamuno en España, Gabriel Marcel en Francia y Karl Jaspers en Alemania. Si hemos elegido a los anteriores no es por considerarlos más importantes que los ausentes sino porque los creemos suficientemente representativos de los temas centrales del pensamiento existencial.