NIETZSCHE
Friedrich Nietzsche (1844-1900) va a poner en cuestión no sólo la razón
moderna sino que la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando que en
nombre de ella el hombre occidental ha olvidado de su propia vida.
Nietzsche estudió profundamente
en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y encontró en ella, sobre todo
en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una de ellas es la que podemos
llamar apolínea, por referencia al dios Apolo. Consiste en la expresión del
orden, el equilibrio, la mesura, la armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha
quedado a lo largo de la historia como la esencia del espíritu griego. Pero hay
en Grecia otros dioses muy distintos del perfecto Apolo, entre ellos el
desmesurado Dionisos (Baco en la tradición romana), que juegan un papel muy
importante en la cultura clásica, sobre todo en el teatro y la música. Es la
corriente vital que se expresa en las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión,
la desmesura, el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de
ellas: la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a la vida como la
unión de lo masculino y lo femenino.
Pero la tradición griega
renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la vida, que caracterizará
la historia de occidente, se encarna en la figura de Sócrates y Platón, que
inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”, sacrificando para ello no sólo
el cuerpo y lo material sino el carácter histórico de la vida. La potencia de
la cultura griega ha sido castrada: el mundo de ideas que inventa Platón
constituye la antítesis de la vida: es un mundo eterno, inmutable, inmaterial,
es decir, todo lo contrario de nuestra existencia concreta. La metafísica del
verdugo ha triunfado.
Y esa tarea la continúa más
tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en sus palabras. El mundo
platónico de las ideas se transforma bien pronto en el “más allá” cristiano: el
destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en un más allá
fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.
Esta metafísica decadente
fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha consagrado como virtudes
aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la vida, como la humildad, la
paciencia, la obediencia, la compasión, mientras estigmatiza como vicios las
verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el egoísmo.
Ha triunfado la moral del
resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los fuertes, los
aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad directamente y sin
subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo poder se asienta en la
culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es culpable el cristianismo
ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de contenido positivo la vida
humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como fundamento de la vida, que
alcanza su máxima expresión en la invención de un Dios a quien se atribuye el
poder que el hombre no es capaz de asumir para sí mismo.
Dios ha muerto; nace el superhombre.
Por eso es necesario matar a
Dios. Nietzsche es ateo. No se trata en su caso de una cuestión teórica sino de
una necesidad vital: Dios debe morir para que el hombre viva, el hombre debe
recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la vida le ha llevado a poner en
Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente el de la tradición cristiana
sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a reemplazarlo como fundamento
de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo, muy presentes en su tiempo.
Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque implica asumir una absoluta
soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba sentido a su existencia y
comprender que sólo al hombre le corresponde crear sus propios valores. La
muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio moral externo y situarse
“más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga a afrontar ese
temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la cual “por fin
aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el superhombre.
Nietzsche afirma que habla
demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados para este
parto. Porque el superhombre representa la superación del animal enfermo que es
el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que permanece “fiel
a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores frente a la
moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida y creando
sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre? Nietzsche
ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de ellos lo
caracteriza como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva, capaz de
imponer su voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena conciencia el
sacrificio de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de igualdad).
Otros textos, por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha recuperado la
inocencia del niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de
odiar francamente, sin resentimientos ni disimulos.
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