PICO DELLA MIRANDOLA (1463-1494)
El humanismo y el nuevo
espíritu de conciliación religiosa, encuentra en Pico, su mejor interlocutor.
Su obra más conocida es
el ensayo: "Oración por la
dignidad del hombre."
En este ensayo, describe
la creación: Usando como fuentes, el Génesis y el Timaeus, y agrega algo de su
propia cosecha.
"Cuando Dios ha completado la creación del mundo, empieza a
considerar la posibilidad de la creación del hombre, cuya función será meditar,
admirar y amar la grandeza de la creación de Dios. Pero Dios no encontraba un modelo para hacer al hombre. Por lo
tanto se dirige al prospecto de criatura, y le dice: “No te he dado una forma,
ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tú tendrás la forma y
función que desees. La naturaleza de las demás criaturas, la he dado de acuerdo
a mi deseo. Pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitantes, de
acuerdo a tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del Universo, de manera
que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho ni mortal, ni
inmortal. Ni de la tierra, ni del cielo. De tal manera, que tú podrás
transformarte a ti mismo, en lo que desees.
Podrás descender a la forma más baja de existencia, como si fueras una
bestia. O podrás en cambio, renacer mas allá del juicio de tu propia alma,
entre los mas altos espíritus, aquellos que son divinos."
En esta nueva concepción
del universo, aparece el hombre con el brillo de la cultura clásica griega.
Como un ser consciente de su propia gloria, con capacidad intelectual y
estatura espiritual, no contaminada con el pecado original.
Y la manera de entender
las cosas también se ha transformado. Ahora la imaginación predomina sobre el
análisis racional.
El humanismo da al
hombre una nueva dimensión, la naturaleza se ve divinizada y el cristianismo
adquiere una nueva perspectiva. Con ello, los humanistas desafían al orden
establecido, en una forma que ni ellos logran imaginar. Con el redescubrimiento
de la sofisticada espiritualidad clásica. Dada como una opción viable y alterna
al cristianismo. La autoridad moral de la iglesia, es colocada en entredicho, y
los dogmas eclesiásticos son considerados obsoletos.
En la oración de Pico,
se presenta al hombre como capaz y dotado de las cualidades, para situarse en
el lugar de su conveniencia dentro del Cosmos, incluyendo su vínculo con Dios,
sin mencionar la necesidad de un salvador intermediario, ni mucho menos de la
participación institucionalizada de una jerarquía religiosa, ni tampoco de los
rituales y dogmas que la acompañan.
TOMÁS HOBBES (1558 -1579)
La concepción hobbesiana
del estado de naturaleza se aparta del sentido paradisíaco, que a ese estado,
asigna el pensamiento teológico. Hobbes separa con claridad dos etapas: una
situación de barbarie y de guerra de todos contra todos (“El hombre es un lobo
para el hombre”), un mundo sin germen de derecho, y por otra parte, un estado
creado y sostenido por el derecho, un estado con suficiente poder para iniciar
y reformar su estructura.
Según Hobbes la
naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y
del espíritu que pueden reclamar, para sí mismos, un beneficio cualquiera al
que otro no pueda aspirar.
La inclinación general
de la humanidad entera es entonces un perpetuo e incesante afán de poder que
cesa solamente con la muerte. La pugna de riquezas, placeres, honores u otras
formas de poder, inclina a la lucha, la enemistad y a la guerra. Por ello en la
naturaleza del hombre se encuentran tres causas principales de discordia: la
competencia, la desconfianza y la gloria. De esta manera la competencia impulsa
a los hombres a atacarse para lograr un beneficio, la desconfianza para lograr
la seguridad y la gloria para ganar reputación. Con todo esto, mientras el
hombre viva sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la
condición o estado que se llama guerra. Una guerra que es la de todos contra
todos.
Las pasiones que
inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas
que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por
medio del trabajo. La razón los hace pensar que sin seguridad y duración, los
bienes y privilegios deseados no tienen sentido porque no se pueden disfrutar.
La razón entonces sugiere normas adecuadas de paz, a las cuales pueden llegar
los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que Hobbes llama leyes de
la naturaleza, las cuales servirán para que el hombre salga de ese estado de
guerra.
Esta inclinación de
pactar lleva a los individuos a convenir un contrato, que implica la renuncia
de todos sus derechos que poseían en el estado de naturaleza para otorgárselo a
un soberano que a cambio les garantizará el orden y la seguridad. Con el
contrato se renuncia a la libertad y a cualquier derecho que pudiera poner en
peligro la paz.
Esta es la generación
del Leviatán o dios mortal, al cual debemos nuestra paz y nuestra defensa. Y
fundando el Estado sólo es posible la sociedad civil. Es decir, la organización
de todos los súbditos sometidos al poder del Estado, se convierte en el polo
opuesto de la guerra.
LEVIATÁN
Capítulo XIII
De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su
felicidad y miseria
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades
corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre
manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así,
cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre
no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para
sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo
que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para
matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros
que se encuentran en el mismo peligro que él.
Y en lo que toca las facultades mentales, (dejando aparte las artes
fundadas sobre palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por
normas generales e infalibles llamada ciencia, que muy pocos tienen, y para muy
pocas cosas, no siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida
(como la prudencia) cuando buscamos alguna otra cosa) encuentro mayor igualdad
aún entre los hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la prudencia no es
sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente a todos los hombres
en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que quizá haga de una tal
igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría,
que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo; esto es, que todo
otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros, a quienes, por causa de la
fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba. Pues la naturaleza de los
hombres es tal que, aunque pueden reconocer que muchos otros son más vivos, o
más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán, sin embargo, que haya
muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a mano, y
la de los otros hombres a distancia. Pero esto prueba que los hombres son en
ese punto iguales más bien que desiguales. Pues generalmente no hay mejor signo
de la igual distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente con
lo que le ha tocado.
De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de
alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la
misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su
camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces
sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse. Y
viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que
el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye, o posee
asiento adecuado, puede esperarse de otros que vengan probablemente preparados
con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo,
sino también de su vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el
mismo peligro frente a un tercero.
No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta
inseguridad mutua que la anticipación; y esto es, dominar, por fuerza o
astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante
grande como para ponerla en peligro. Y no es esto más que lo que su propia
conservación requiere, y lo generalmente admitido. También porque habiendo
algunos, que complaciéndose en contemplar su propio poder en los actos de
conquista, los que van más lejos de lo que su seguridad requeriría, si otros,
que de otra manera se contentarían con permanecer tranquilos dentro de límites
modestos, no incrementasen su poder por medio de la invasión, no serían capaces
de subsistir largo tiempo permaneciendo sólo a la defensiva. Y, en
consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la
conservación de un hombre, debiera serle permitido.
Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien,
considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer
respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le valore
a la altura que se coloca el mismo. Y ante toda señal de desprecio o
subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (que, entre
aquellos que no tienen un poder común que los mantengan tranquilos, es lo
suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales, por
daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo.
Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza
del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria.
El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por
seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para
hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los
segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una
sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea
directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación,
su profesión o su nombre.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin
un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición
que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues
la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un
espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente
conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza
de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como
la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una
inclinación hacia la lluvia de muchos días en conjunto, así la naturaleza de la
guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida
hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario.
Todo otro tiempo es paz.
Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que
todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en
que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su
propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la
industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente,
tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden
ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover
y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de
la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo
que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el
hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.
Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas
cosas que la naturaleza disocie de tal manera los hombres y les haga capaces de
invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia, desee, no
confiando en esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la misma por
experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado
cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el
cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay leyes y
empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya hecho, qué
opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando
atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones.
¿No acusa así a la humanidad sus acciones como lo hago yo con mis palabras?
Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos,
y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las
acciones que proceden de estas pasiones, hasta que conocen una ley que las
prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley
alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará.
Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de
guerra; y yo creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay
muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos lugares
de América, con la excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia
depende de la natural lujuria, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de
la brutal manera que antes he dicho. De todas formas, qué forma de vida habría
allí donde no hubiera un poder común al que temer puede ser percibido por la
forma de vida en la que suelen degenerar, en una guerra civil, hombres que
anteriormente han vivido bajo un gobierno pacífico.
Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que los hombres
particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo,
en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su
independencia, en continuo celo, y en el estado y postura de gladiadores; con
las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto es, sus fuertes,
guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e ininterrumpidos
espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra. Pero, pues,
sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello aquella miseria
que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia
que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e justicia, no
tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no
hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes
cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni
de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuvieras solo en el
mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en
sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no
haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino sólo aquello
que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta
aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra
de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella,
consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la
muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida
confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere
adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al
acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la
naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes capítulos.
(Según la versión
de Antonio
Escohotado, "Leviatán o la invención moderna de la razón",
Editora Nacional, Madrid, 1980)
Fragmentos del texto:
“La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades
corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre
manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así,
cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre
no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para
sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él.
(…) De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la
esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres
cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar,
devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia
conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en
destruirse o subyugarse.
(...) Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la
naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero,
gloria.
El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por
seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para
hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los
segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una
sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea
directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación,
su profesión o su nombre.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin
un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que
se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre.”
JEAN-JACQUES ROUSSEAU (1712-1778)
Rousseau retoma el
problema que ya habían planteado Hobbes y Locke: ¿cuál es el estado natural del
hombre? Es decir: ¿cómo era el hombre antes de fundar la sociedad? O quizás
mejor: ¿cómo sería el hombre si prescindiéramos de lo que la sociedad ha puesto
en él? Rousseau supone lo contrario que Hobbes: el hombre natural era un ser
benévolo, que vivía en paz con la naturaleza y con los demás hombres, satisfacía
con facilidad sus limitadas necesidades y carecía de ambición y de avaricia.
Este “buen salvaje” gozaba de una placentera libertad natural y estaba
guiado por un sano amor de sí.
Todo se arruina cuando
aparece la propiedad privada: cuando un hombre cerca un terreno y proclama que
es suyo, comienza el egoísmo, las envidias y la injusticia. Se termina la paz
del estado de naturaleza y esta situación es aprovechada por los poderosos para
imponer unas leyes injustas que, bajo pretexto de establecer la paz, sólo se
dirigen a perpetuar la opresión de los débiles y anular su libertad. Es decir,
el progreso en la cultura, las ciencias y las artes, ha traído consigo una
situación de esclavitud para un ser humano que había nacido libre. Como se ve,
una postura pesimista acerca de la situación social de su tiempo que no
compartían muchos de sus contemporáneos ilustrados, encandilados por la idea de
progreso.
¿Qué hacer ante esta
situación? Rousseau comprende que no se puede volver a un estado adánico y
resucitar al buen salvaje: su crítica no apunta a la civilización en general
sino a la forma concreta que esta civilización ha adquirido. Propone en cambio
establecer un nuevo contrato social muy distinto del que propugnaba Hobbes con
su legitimación del absolutismo. Un contrato mediante el cual el individuo una
sus fuerzas con las de los demás sin perder su libertad. Para lograrlo, se
trata de establecer lo que él llama la voluntad general, es decir, la voluntad
de la comunidad en su conjunto, que no es la mera suma de las voluntades
individuales. Desde el momento en que el ciudadano acepta someterse a esta
voluntad general no pierde un ápice de su libertad, ya que se somete a una ley
que él mismo se ha dado como parte de esa comunidad y por lo tanto no obedece a
nadie más que a sí mismo. Cada uno se da a todos los demás y al hacerlo recobra
esa libertad que entrega, con la ventaja de que aumenta su fuerza y la defensa
de lo que es suyo. Esta voluntad general se determina por medio del
sufragio universal, que tiene la virtud de eliminar las opiniones
extremas y establecer la opinión común de la sociedad. Desde el momento en que
un ciudadano ha aceptado libremente el pacto, el resultado de la votación,
cualquiera que sea, estará expresando su propia voluntad, aun cuando él haya
votado otra cosa distinta.
Se pasa así del estado
de libertad natural propio del buen salvaje al de una libertad civil fundada en la razón, creando una
unión social perfecta que está muy por encima del estado de naturaleza. Y aquí
Rousseau, ilustrado y optimista en el fondo, supone que este nuevo orden social
será capaz de erradicar el mal y la injusticia y asegurar la felicidad del
hombre.
“El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir: Esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: <<¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!>>”
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