martes, 20 de enero de 2015

Platón: presentación (427-347a. C.).
Se ha dicho que la historia de la Filosofía no es más que un comentario a la filosofía de Platón. Probablemente esta afirmación es exagerada, pero no cabe duda de que con Platón comienza la gran Filosofía occidental: todo lo anterior, Sócrates incluido, son intentos muchas veces geniales pero siempre fragmentarios y parciales. Por primera vez Platón propone un sistema filosófico, es decir, un conjunto de reflexiones articuladas entre sí que abarcan los grandes temas del pensamiento humano: cómo podemos conocer la verdad, qué es el bien y el mal, en qué consiste la belleza, cómo debe organizarse la vida política y en definitiva en qué consiste la realidad. Sin  embargo su filosofía no toma la forma de un tratado académico o científico. Los libros de Platón son, en su mayoría, diálogos en los cuales dos o más interlocutores -uno de ellos suele ser Sócrates- hablan acerca de un tema, utilizando muchas veces recursos literarios y poéticos de una gran belleza y frecuentemente dejando el tema inacabado.
Quizás se pueda definir a Platón como un político frustrado (genialmente frustrado). En su juventud intentó dedicarse a la política activa con poco éxito. Hizo varios viajes a Siracusa como consejero político y uno de ellos terminó tan mal que lo vendieron como esclavo, siendo rescatado por algunos amigos. Cuando volvió a Atenas abandonó la política activa y dedicó sus esfuerzos a la teoría política, proponiendo la primera utopía de la historia, es decir, un modelo de sociedad que él consideraba perfecta. En sus diálogos La República y Las Leyes describe esa sociedad ideal, en ocasiones hasta el mínimo detalle. Sin embargo, en todos sus demás libros está presente su teoría política, incluso cuando trata temas aparentemente tan distintos como la teoría del conocimiento o la metafísica, como veremos enseguida.
Platón: su filosofía.
Un breve resumen de la filosofía de Platón es imposible. De modo que sólo vamos a indicar algunos temas fundamentales de su pensamiento, sin pretender siquiera desarrollar los más importantes.
Comencemos por el modo de llegar a conocer la verdad, lo que se llama teoría del conocimiento. Como en muchos otros temas, Platón lo explica en el diálogo La República por medio de una ficción literaria, una historia alegórica que utiliza para transmitir su teoría filosófica. Método que nos recuerda lo que hemos dicho acerca del mito: las historias pueden utilizarse para expresar ideas.
Imaginemos un grupo de cautivos, encadenados de tal modo que no pueden moverse, encerrados en las profundidades de una caverna. Los cautivos sólo pueden mirar hacia el mundo de la caverna, que está abierta a la luz del sol a sus espaldas. Frente a la entrada de la cueva hay una hoguera encendida y entre los cautivos y la hoguera pasan caminantes que llevan objetos en sus manos y hablan entre sí. Los cautivos, como no pueden volverse, sólo pueden ver las sombras de los caminantes y su carga proyectadas en el fondo de la caverna y oír el eco de sus voces. Y como están encadenados desde que nacieron confunden esas sombras con la verdadera realidad.
Lo mismo nos pasa a nosotros. Ya hemos explicado por qué los griegos desconfían del testimonio que nos dan los sentidos, incapaces de ofrecernos la verdadera realidad. Recordemos a Parménides: si nosotros somos capaces de conocer la verdad, la belleza, la bondad es necesario que esas ideas existan realmente. Y conviene aclarar que el término idea no significa aquí lo mismo que en nuestra cultura: para nosotros la palabra idea indica un producto de nuestra mente, algo que nosotros pensamos. Para Platón, las ideas son, por el contrario, realidades objetivas, que existen por sí mismas, independientemente de que las pensemos o no. En este sentido son reales, más aún, son las únicas realidades en el sentido pleno de la palabra, ya que las cosas materiales sólo participan imperfectamente de la realidad de las ideas. Y cuando decimos, por ejemplo, que un ser humano es bello o bueno, estamos afirmando que esos datos que nos dan los sentidos participan de las ideas de belleza o de bondad. Así como las sombras tienen algo de los objetos que las proyectan en el fondo de la cueva, así los cuerpos que vemos y las palabras que oímos contienen algo que reciben de esas ideas.
Y para que eso suceda es necesario que esas ideas sean universales: las ideas matemáticas (como proporción, igualdad, semejanza), la belleza, el bien, son ideas únicas. Las cosas materiales, por el contrario, son muchas y diversas. Pero así como la luz del sol es capaz de iluminar numerosos objetos a la vez, cada uno de los cuales recibe algo de su luz, así las ideas pueden iluminar las cosas y personas que nos ofrecen los sentidos. Y por eso podemos decir, por ejemplo, que una flor es bella o que un hombre es bueno: la flor y el hombre han recibido algo de las ideas de belleza y de bondad. Y eso también explica que haya unas flores más bellas que otras y unos hombres más buenos que otros. Es la misma idea la que los ilumina, pero así como la luz del sol no llega del mismo modo a todas partes, también las cosas materiales participan de las ideas en distinta medida.
Y lo mismo vale para otro tipo de conocimientos, como los matemáticos. Supongamos la siguiente afirmación como ejemplo: “una semilla es a un árbol, como un huevo es a un pollo”. Se trata, como sabe cualquier estudiante de matemáticas, de una proporción, cuyo significado es evidente. Sin embargo, nuestros sentidos sólo nos permiten ver la semilla, el árbol, el huevo y el pollo. Ni la vista más aguda ni el oído más sensible nos pueden aportar lo más importante de esa frase: la idea de proporción. Un animal vería los mismos objetos que nosotros, pero no sería capaz de comprender su significado, porque el animal sólo puede conocer la realidad por medio de sus sentidos. Lo mismo sucede con la idea de igualdad: vemos cada uno de los objetos, pero cuando decimos que son iguales estamos afirmando que ambos participan de la misma idea.
Por lo tanto hemos de aceptar la existencia real de un mundo de ideas (mundo inteligible, lo llama Platón). Al hablar de “mundo” no nos estamos refiriendo a un lugar: sólo las cosas ocupan lugar, y sería absurdo decir, por ejemplo, que la idea del bien está a la derecha o a la izquierda de la idea de belleza. Para comprender a Platón, y no sólo a él, hemos de quitarnos de la cabeza el prejuicio de que sólo es real lo que podemos ver, tocar u oír: las ideas son reales pero no materiales, existen pero no en un lugar determinado. Y casi se podría decir que son más reales que las cosas, porque son eternas y no cambian. Una persona bella sólo lo es durante un espacio de tiempo, el triángulo que dibujo en la pizarra será borrado mañana. Pero las ideas de belleza y la idea de triángulo son eternas y no cambian con el tiempo.
De modo que vivimos en un mundo de cosas (los cuerpos de las personas, los árboles, los animales) que sólo puede ser comprendido porque participa de un mundo de ideas. Gracias a este mundo podemos llegar a conocer ideas que no cambian nunca (como las ideas matemáticas, por ejemplo), descubrir que unas cosas valen más que otras, distinguir el bien y el mal (por las ideas de belleza y de bien) y afirmar verdades universales, que valen para todo tiempo y lugar, cosa que la vista y el oído nunca podrían ofrecernos. Sólo por la existencia del mundo inteligible es posible la ciencia, el conocimiento que va más allá de lo que se ofrece a nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras narices. Y de todas esas ideas, la idea del bien es la suprema. Así como el sol hace posible que nuestros ojos vean las cosas materiales, la idea del bien ilumina todo lo que conocemos por la razón. Porque es la idea que nos atrae en la búsqueda de la verdad, lo que se ha llamado el amor o eros platónico, que no nos permite quedarnos instalados en el mundo material y las necesidades del cuerpo. El mundo de los sentidos sólo puede ofrecernos, como sustituto de la verdadera ciencia, lo que Platón llama opinión, es decir, un conocimiento de inferior calidad, propio de las cosas que cambian y que resulta útil en muchos casos, pero que no llega a comprender la realidad misma.
Pero el conocimiento de las ideas requiere un aprendizaje largo y difícil, como veremos enseguida.
El hombre.
Sólo el hombre es capaz de conocer así. Los demás animales están limitados a los datos que les ofrecen sus sentidos y por lo tanto son incapaces de conocimientos universales. ¿Por qué? Porque el ser humano no es sólo cuerpo: él posee un alma que es, por así decirlo, ciudadana del mundo de las ideas y que hace posible que el hombre se eleve más allá de lo material y visible. Un alma que, a diferencia de nuestro cuerpo, es inmortal y capaz de vivir muchas vidas sucesivas y que vive en una lucha constante con un cuerpo que no comprende su aspiración a lo más alto, ocupado como está en satisfacer sus necesidades y deseos terrenales. Sócrates decía no temer a la muerte, porque estaba convencido de que constituía la liberación del cuerpo y el paso a una vida mejor para el alma.
Para explicar todo esto Platón recurre a nuestro viejo conocido, el mito. No queda muy claro si Platón cree realmente en esta explicación mítica, o simplemente la utiliza como elemento pedagógico, para facilitar la comprensión de su filosofía a sus discípulos. De todas formas, lo explica más o menos así. Antes de unirse al cuerpo, al alma vivió en el mundo de las ideas y por lo tanto las conoció directamente, cara a cara. Por una especie de “pecado original”, el alma es exiliada de este mundo y se une a un cuerpo. Y cuando esto sucede, al alma se olvida de los conocimientos que adquirió en su vida anterior: el cuerpo la llena de inquietudes, de necesidades y deseos que hacen que el alma se ocupe más del mundo visible que del inteligible. Sin embargo, algo queda en ella de su antigua sabiduría, y cuando advierte en el mundo visible ese reflejo de las ideas de que hemos hablado antes, es capaz de recordar las ideas mismas que había olvidado. Aprender, por lo tanto, es recordar, y esto explica el episodio del esclavo que resuelve ante Sócrates un problema de geometría: el alma del esclavo ya sabía la respuesta, aunque la había olvidado, y bastaron las hábiles preguntas de Sócrates para sacarla a la luz.
En términos más filosóficos, podemos decir que Platón defiende el innatismo del conocimiento: las ideas son innatas, las tenemos desde antes de nacer, y no porque un maestro nos las inculque. Como vimos al hablar de Sócrates, todo aprendizaje es reminiscencia, es decir, recuerdo de lo que habíamos olvidado, de tal modo que la acción del maestro se parece a la de una comadrona que ayuda a dar a luz la verdad. Conviene advertir, de paso, que si separamos de las explicaciones platónicas las alusiones al mito, este innatismo se parece mucho a modernas teorías psicológicas y pedagógicas, que afirman la existencia en el ser humano de estructuras innatas que hay que ayudar a desarrollar, antes que introducir en el alumno los conocimientos desde fuera. Pero este es otro tema, que va más allá de lo que podemos tratar aquí.
La política.
Antes hemos dicho que toda la filosofía de Platón tiene un significado político. Para comprenderlo, es necesario recordar que la política no significaba para los griegos lo mismo que para nosotros. La polis griega no era solamente un lugar donde vivir, como pueden serlo las ciudades modernas: formaba parte fundamental de la vida de un griego libre. En la época clásica no se concibe la búsqueda individual de la felicidad. La felicidad es la felicidad de la polis, y el ciudadano será feliz en la medida en que se integre como una parte de ella, de tal modo que el destierro de la polis era para un griego similar a la pena de muerte. Todavía no había surgido el concepto de individuo y mucho menos el de individualismo: el hombre se comprendía a sí mismo formando parte indisoluble de la sociedad en la que habitaba.
Platón es uno de los representantes más claros de esta concepción política del hombre. Todo el proceso de conocimiento que hemos descrito tiene un objetivo: conocer el bien, la idea suprema que orienta o debe orientar toda nuestra vida, y sólo aquellos que hayan llegado a conocerlo serán capaces de dirigir la ciudad hacia su finalidad última: la felicidad de los ciudadanos. Es decir, el conocimiento de las ideas está orientado a la formación de políticos, aunque de un modo muy distinto al que ejercitaban los sofistas. Los políticos platónicos no deben tratar de convencer sino de buscar el bien de la ciudad. Y ese bien es universal, válido para todos los ciudadanos, lo sepan ellos o no, ya que se no se fundamenta en una mera convención o acuerdo entre los habitantes de la polis sino en ideas eternas que deben ser el modelo por el cual se gobierne este mundo. Por ello sólo pueden dirigir la ciudad aquellos ciudadanos que hayan sido capaces de elevarse sobre el mundo visible y conocer las ideas en sí mismas, llegando hasta la idea suprema del bien: el gobernante debe ser un rey filósofo.
La propuesta política de Platón es, pues, una propuesta aristocrática en el sentido etimológico de la palabra: gobierno de los mejores, y por lo tanto se aleja de la democracia ateniense, que otorgaba el poder al pueblo. Para Platón, el pueblo nunca podrá gobernar, porque el camino hasta las ideas es largo y difícil, y sólo una pequeña parte de los hombres es capaz de ascender desde este mundo visible al mundo de las ideas. La democracia sólo lleva a la lucha de facciones por el predominio y la consiguiente fragmentación de la sociedad. Hay que notar, sin embargo, que esta aristocracia platónica es una aristocracia de la sabiduría, muy distinta de las aristocracias que han gobernado este mundo y que sólo exigían “a los mejores” haber nacido de padres tan “aristocráticos” como ellos, poseer suficiente cantidad de tierras y riquezas o haber vencido en la guerra. Como dijimos antes, Platón echa de menos el esplendor de la polis del siglo de oro y busca en la filosofía el camino para restaurarla, aunque este camino le lleve muy cerca de una concepción totalitaria de la sociedad. Basándose en estos principios construye -sobre el papel- lo que él considera una ciudad perfecta, diseñando  la primera utopía de la historia.
Coherente con su doctrina filosófica, habrá que ocuparse ante todo del plan de estudios para formar gobernantes. Platón detalla en La República lo que hoy llamaríamos las asignaturas de ese currículo. No ha de quedarse en las enseñanzas corporales tan valoradas en el mundo griego, como la gimnasia y la danza: esas asignaturas se dirigen a perfeccionar el cuerpo que, como ya sabemos, está limitado al mundo de los sentidos. De lo que se trata es de ayudar al alma a elevarse hasta el mundo de las ideas. Para ello, conviene empezar por las matemáticas, no porque Platón quiera formar matemáticos profesionales, sino porque su estudio ayuda a superar el mundo de los sentidos. Las verdades matemáticas no se ven ni se oyen: se piensan con la razón. Cuando enunciamos una ley matemática estamos afirmando una verdad que los sentidos no pueden darme, ya que se trata de leyes universales y necesarias. Y este aprendizaje acostumbra al alma a comprender los límites del conocimiento sensible para llegar a la verdad. Los gobernantes también deben estudiar astronomía, no para que se esfuercen en mirar hacia arriba, sino porque el orden y la armonía del universo, que ya había descubierto Pitágoras, son un buen reflejo de ese mundo de ideas a los cuales el gobernante tiene que llegar. Pero la asignatura suprema, a la que pocos llegan, será la dialéctica, es decir, el estudio de las ideas en sí mismas y no sólo de sus reflejos en este mundo, hasta llegar a comprender la idea del bien. Así como los ojos necesitan acostumbrarse para mirar el sol, así también el alma se deslumbra con la idea del bien, y son necesarios muchos años de estudio para poder hacerlo. Sólo el que lo consiga será digno de ser el rey filósofo y podrá dirigir la polis hacia su verdadera finalidad: la felicidad de los ciudadanos.
Esta felicidad, sin embargo, no consiste en lo mismo para todos. Platón distingue tres grupos de habitantes de la polis, según el punto a que hayan llegado en el camino de ascensión hacia las ideas. El grupo más numeroso lo forman los artesanos, que no han superado el mundo de los sentidos (la opinión): su misión es el trabajo manual, que provee a la ciudad de los bienes materiales que necesita para la vida. La virtud propia de los artesanos es la templanza, es decir, el hábito de moderar las pasiones conformándose con lo necesario: no se puede pedir más que esta virtud inferior a quienes no han sido capaces de asomarse al mundo de las ideas. Algo más han avanzado los guerreros o guardianes, que se encargan de defender la polis de sus enemigos y por lo tanto su virtud característica es de un tipo más alto: la fortaleza, el valor capaz de enfrentarse al enemigo y dar la vida por su ciudad. Queda reservado al tercer grupo, el de los gobernantes, la virtud más alta que es la prudencia, es decir, la sabiduría práctica, capaz de tomar las decisiones que convengan en cada momento a la luz de las ideas, especialmente de la idea del bien. Y hay que notar, cosa insólita en la época, que Platón abre la posibilidad de que a este grupo de gobernantes accedan las mujeres, tradicionalmente ausentes de la vida política de Atenas. Corresponde finalmente a la virtud de la justicia, propia de la misma polis, dar a cada uno lo suyo, es decir, distribuir las funciones públicas según la capacidad de cada uno de los habitantes de la ciudad.
La pertenencia a uno u otro grupo de ciudadanos la decide el proceso de la educación: los que se quedan en los primeros pasos serán artesanos y según vayan ascendiendo llegarán a guerreros o gobernantes. Pero una vez que forman parte de uno de estos estamentos no deberán conspirar para pasar a un nivel superior, bajo severas penas. Además, a los dos grupos superiores se les exige más que al pueblo llano: no podrán tener una familia propia ni gozarán de propiedad sobre sus bienes. Será el Estado quien decida las uniones, eduque a los hijos y distribuya los bienes según las necesidades. Una especie de “policía secreta” vigila para que este orden no se ponga en cuestión, llegando incluso a desconfiar de los poetas, cuyo discurso no siempre se atiene a la corrección política.
Como dijimos antes, no hay lugar en la polis platónica para lo que hoy llamaríamos “derechos individuales”: el ciudadano está en función de la comunidad política y su felicidad radica en su integración en la sociedad antes que en el cumplimiento de sus proyectos individuales. Probablemente ninguno de nosotros querría habitar en esta ciudad platónica. Pero algunas críticas actuales a esa utopía pierden de vista la época y el contexto histórico en que se escribe: falta mucho tiempo para que se abran paso lo que hoy entendemos por derechos humanos, como el derecho a la vida y a la libertad. No se puede negar que, pese a su carácter totalitario, la República de Platón supera los criterios dominantes en esa época acerca del ejercicio del poder, basado en el nacimiento, la fuerza militar o la riqueza al proponer el predominio de la sabiduría en la política.
En cualquier caso, la filosofía de Platón inicia un camino que va a marcar todo el pensamiento de nuestra cultura occidental. Como veremos más adelante, el cristianismo tomó de Platón muchas de sus ideas fundamentales, hasta el punto de que Nietzsche llamó a la doctrina cristiana “platonismo para el pueblo” y no hay filósofo en la historia occidental que no haya tenido en cuenta su pensamiento, empezando por su discípulo Aristóteles, de quien pasamos a hablar.

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