MATERIALES PARA
LA 3ª EVALUACIÓN (última versión)
FILOSOFÍA
HELENÍSTICA
El
periodo helenístico se caracteriza por la extensión del mundo y la cultura
griega debido a las conquistas de Alejandro Magno. A las escuelas que surgen en
este periodo se las ha llamado, a veces, escuelas de felicidad, porque lo que
buscan es precisamente conseguir la felicidad y compartirla con todos aquellos
que se acerquen por sus escuelas.
Las
primeras, cronológicamente hablando, son las socráticas menores como la escuela
cínica
EL
ESTOICISMO
De
acuerdo con esta escuela o corriente filosófica, la Naturaleza entera
se halla gobernada por una "razón" providente y divina (Lógos)
que dirige sabiamente el "destino" de las cosas y de los hombres. Es
insensato e inútil intentar cambiar el plan de esa providencia divina. Ocurre
siempre lo que tiene que ocurrir, del modo exacto en que tiene que hacerlo. Por
eso, nuestro deber como seres dotados de razón es aprender a
"vivir de acuerdo con la naturaleza"; o, lo que es lo mismo, de
acuerdo con el Lógos eterno que lo gobierna providencialmente
todo. En esta conformidad de la acción con el Lógos consiste
la areté o virtud moral.
Según
los estoicos, es "sabio" (phrónimos) el hombre que acepta y
consiente con entereza y serenidad el "destino" que el
"orden" y las "leyes" de la Naturaleza le
deparan. Esta aceptación tranquila del propio destino se alcanza mediante el
control y el dominio de las pasiones, los impulsos y los afectos por parte de
la razón individual, que está en comunicación con la razón eterna y universal
que gobierna el mundo y que "participa" esencialmente de ésta
Los
estoicos llamaron apátheia o apatía a esta suerte de dominio o
de control racional sobre los propios impulsos, pasiones y afectos. Mediante la
práctica escrupulosa y sostenida de este autocontrol o autodominio, el
"sabio" llega a ese estado de imperturbabilidad espiritual. Y, según
los estoicos, esta apatheia insensibilidad o impasibilidad del
alma lleva a la ataraxia (serenidad; tranquilidad de ánimo) y
representa la única forma de felicidad a la que resulta legítimo o moralmente
aceptable aspirar.
El
estoicismo sostiene que la finalidad última de toda actuación no debe ser el
logro de la felicidad, sino la práctica del bien, el ejercicio de la
"virtud" (que consiste, como hemos visto, en el comportamiento de
acuerdo con la razón que lo gobierna todo). No debemos aspirar a ser felices,
sino a ser buenos.
EL
HEDONISMO EPICÚREO.
El
hedonismo es la doctrina filosófica basada en la búsqueda del
placer y la supresión del dolor como objetivo o razón de ser de la vida. El
bien supremo es el placer.
La
doctrina que predicó Epicuro de Samos ha sido modificada o confundida a través
de la historia, hasta el punto que algunos lo toman como un libertino mientras
que otros lo consideraron un asceta. Epicuro consideraba que la felicidad
consiste en vivir en continuo placer, porque para muchas personas el placer es
concebido como algo que excita los sentidos. Epicuro consideró que no todas las
formas de placer se refieren a lo anterior, pues lo que excita los sentidos son
los placeres sexuales. Según él, existen otras formas de placer que se refieren
a la ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción. También afirmó que
ningún placer es malo en sí, sólo que los medios para buscarlo pueden ser el
inconveniente, el riesgo o el error.
Tipos
de deseos:
·
Deseos naturales y necesarios: las necesidades básicas físicas,
como alimentarse, calmar la sed, abrigarse y el sentido de seguridad.
· Deseos
naturales e innecesarios: la conversación amena, la gratificación sexual y las
artes.
Dentro
de los deseos innaturales e innecesarios: la fama, el poder político, el
prestigio.
Epicuro
formuló algunas recomendaciones con respecto a estas categorías:
· Debemos
satisfacer los deseos naturales necesarios de la forma más económica posible.
· Podemos
perseguir los deseos naturales innecesarios hasta la satisfacción de nuestro
corazón, no más allá.
· No
debemos arriesgar la salud, la amistad o la economía en la búsqueda de
satisfacer un deseo innecesario, pues esto sólo conduce a un sufrimiento
futuro.
· Hay
que evitar por completo los deseos innaturales e innecesarios pues el placer o
satisfacción que producen es efímero.
Los
epicúreos sostenían que el placer verdadero es alcanzable tan solo por la
razón. Hacían hincapié en las virtudes del dominio de sí mismo y de la
prudencia.
El
epicureísmo identificaba el placer con la tranquilidad y enfatizaba la
reducción del deseo sobre la adquisición inmediata del placer. Epicuro
argumentaba que el placer más alto consiste en una vida simple, moderada,
complementada con discusiones filosóficas entre amigos. Enfatizaba que no era
bueno hacer algo que a uno le haga sentir bien si después de experimentarlo
denigraría las experiencias posteriores y no le permitiría sentirse bien. Así
mismo afirmaba que a veces por tener placeres momentáneos intensos se sacrifica
el bienestar posterior. Epicuro entendía por placer la ausencia de dolor.
CINISMO
El
cinismo es una de las manifestaciones más radicales de la filosofía y también
de las más incomprendidas. Los cínicos consideran que la forma de vivir es
parte fundamental de la filosofía e inseparable de su manera de pensar.
El
cinismo es una filosofía teórica y una práctica, pero también una forma de
vida, aunque esta característica se empezó a perder enseguida, es una filosofía
que pretende alcanzar la felicidad mediante la sabiduría y la ascesis. Uno de
los rasgos que diferencia al cinismo de otros movimientos es precisamente la
importancia que dan a la ascesis, la práctica continua del ejercicio mental y
físico, como camino para conseguir un estado de ánimo apropiado para alcanzar
la autosuficiencia, que les libere de los imprevistos y les endurezca para
permanecer impasibles ante "adversarios existenciales" como el
hambre, el frío o la pobreza, que no dependen de ellos.
El
nombre de cínicos tiene dos orígenes diferentes asociados a sus fundadores. El
primero viene del lugar donde Antístenes solía enseñar, que era un gimnasio
llamado Cinosarges, que se puede traducir como el perro blanco o el perro
veloz. El segundo origen tiene que ver con comportamiento de Antístenes y de
Diógenes, que se asemejaba al de los perros, por lo cual la gente les apodaba
con ese nombre (kinicós). Está comparación viene por el modo de vida que habían
elegido estos personajes, por su idea radical de libertad, su desvergüenza y
sus continuos ataques a las tradiciones y los modos de vida sociales.
El
sabio cínico considera que para alcanzar la felicidad es necesario la libertad,
la autosuficiencia y el desapego.
ANTÍSTENES
Antístenes
fue el prototipo de sabio austero y solitario, con una confianza radical en el
ser humano individual y una desconfianza total en las instituciones de
cualquier clase.
El
cambio es tan radical que se manifiesta también externamente, viste ahora un
manto, un zurrón y un bastón, indumentaria que se convierte en el uniforme del
cínico. Prescinde de una manera decisiva de todo lo que no puede llevar encima,
con la intención de librarse de los caprichos de la fortuna y regir su propio
destino. El objetivo es alcanzar la felicidad y esto se consigue si uno depende
sólo de sí mismo. Lo fundamental para el cínico es la
autarquía (autosuficiencia), es decir la independencia de todo
condicionamiento exterior, la autosuficiencia, que puede aprenderse pero que
requiere un esfuerzo. En cierta ocasión afirmó que la mayor dicha era sin duda,
morir feliz.
Antístenes
vivía según su propia ley. Las leyes establecidas, las convenciones sociales no
eran para este sabio, que como todos los cínicos despreciaba las normas, las
instituciones, las costumbres y todo lo que representa una atadura para el
hombre. Predicaba una vuelta a la naturaleza como revulsivo a la domesticación
social y cultural que se imponía en las ciudades.
Cuando
le preguntaron qué es lo que había aprendido de la filosofía, respondió: “ser
capaz de hablar conmigo mismo”.
Al
preguntarle qué cosa era lo mejor para los hombres, dijo: “morir felices”.
Decía
que por todo equipaje se debería llevar sólo el que en caso de naufragio,
pudiera nadar con él.
”Hay
que prestar atención a nuestros enemigos, porque son los primeros en descubrir
nuestras debilidades”.
”La
virtud del hombre y de la mujer son la misma”.
DIÓGENES
DE SINOPE
La
figura de Diógenes enseguida pasó a ser una leyenda de provocación y la imagen
del sabio cínico por excelencia, de aspecto descuidado, burlón y sarcástico.
Su
forma de vida perruna, su estilo agresivo, su comportamiento siempre en contra,
le diferencian sin confusiones. Vivía en un tonel, buscaba a plena luz del día
con un candil, nada menos que al hombre, se masturbaba en público, comía carne
cruda. Si alguien es el prototipo de trasgresor, ese es Diógenes de Sinope.
Cuentan
que un buen día decidió consultar al oráculo y recibió como respuesta
"invalidar la moneda en curso", que como todas las respuestas de los
oráculos era enigmática. Dicha respuesta tenía al menos tres sentidos:
falsificar la moneda, modificar las leyes o transmutar los valores. Diógenes no
quiso elegir e hizo las tres cosas, el resultado fue la expulsión y el
destierro de Sinope. “Ellos me condenan a irme y yo les condeno a ellos a
quedarse”, fue su irónico comentario. Optó por llevar una vida austera y adoptó
la indumentaria cínica, como su maestro.
Desde
sus comienzos en Atenas mostró un carácter apasionado, llegando Platón a decir
de él, que era un Sócrates que había enloquecido. Pone en práctica de una
manera radical las teorías de su maestro Antístenes.
La
leyenda cuenta que se deshizo de todo lo que no era indispensable, incluso
abandonó su escudilla cuando vio que un muchacho bebía agua en el hueco de las
manos. Conoció a algunos de los filósofos y gobernantes de la época, se cuenta
la anécdota de que estando un día en las afueras de Corinto, se le acercó a
Alejandro Magno y ofreció concederle lo que quisiera, a lo que el filosofo
respondió simplemente: “apártate a un lado que me quitas el sol”. Esta anécdota
pretende reflejar claramente que el sabio no necesita nada de los poderosos,
que está por encima de las riquezas materiales y de la ambición del poder.
Cuando
fue puesto a la venta como esclavo, le preguntaron qué era lo que sabía hacer,
contestó "mandar, mira a ver si alguien quiere comprar un amo".
Cuando
le invitaron a la lujosa mansión le advirtieron de no escupir en el suelo, acto
seguido le escupió al dueño, diciendo que no había encontrado otro sitio más
sucio.
Iba
por la calle en pleno día, con la lámpara encendida, diciendo busco un hombre.
En
cierta ocasión que se masturbaba en medio del ágora, comentó: ojalá fuera tan
fácil librarse del hambre, frotándose la tripa.
En un
banquete, algunos para hacerle una broma le echaron huesos como si fuera un
perro, el fue y les meó encima, como un perro.
Cuando
le preguntaron cuál era el vino que más le gustaba, dijo: el de los
demás.
En
otra ocasión le preguntaron por qué la gente daba limosna a los pobres y no a
los filósofos, a lo que respondió: porque piensan que pueden llegar a ser
pobres, pero nunca a ser filósofos.
Dijo
que de la filosofía había sacado el estar preparado para cualquier
eventualidad.
Dijo
también considerarse ciudadano del mundo (cosmopolita).
Dijo
que de la filosofía había sacado el estar preparado para cualquier
eventualidad.
Dijo
también considerarse ciudadano del mundo (cosmopolita).
Kant:
la síntesis de la Ilustración.
Emmanuel
Kant (1724-1804) llena todo el siglo XVIII, tanto desde el punto de
vista cronológico como ideológico. Su filosofía intenta recoger en una síntesis
genial los elementos sueltos que construyeron la Ilustración: el
racionalismo, el empirismo, la ciencia moderna, la teoría ética y política. Y
ello hasta el punto de que sucede con él algo parecido a lo que pasó con
Sócrates: su pensamiento divide en dos la historia de la Filosofía de
su época, en un período pre-kantiano y otro post-kantiano.
Y sin
embargo, no fue en su tiempo un personaje famoso sino más bien un oscuro
profesor en una ciudad perdida de la Prusia oriental (Koenigsberg,
ahora parte de Rusia) de la que casi no salió en su vida, dedicada en su
totalidad a leer, escribir y dictar clases. Desde allí, Kant revoluciona el
pensamiento ilustrado, en una época en que las comunicaciones eran
extremadamente difíciles. Hombre metódico hasta la exageración, creyente
convencido, cordial y amable con los demás y exigente consigo mismo, soltero
empedernido. Se cuenta que las amas de casa de Königsberg ponían el reloj en
hora guiándose por la hora en que veían pasar a Kant para dar su paseo de la
tarde. Siguiendo un estricto régimen de vida logró vivir ochenta años en un
clima inhóspito y continuar escribiendo casi hasta el final de su vida.
A
Kant le preocupaba un problema que sigue preocupando hoy a quienes se aventuran
por la historia de la Filosofía: ¿por qué las ciencias progresan según
pasa el tiempo y sin embargo la Filosofía vuelve a empezar
continuamente, sin llegar a ningún acuerdo en los problemas fundamentales?
Adelantemos la respuesta de Kant, dejando para después su explicación: eso
sucede porque la ciencia trata de conocer aquello que puede conocer, es decir,
aquellos temas adecuados a la capacidad de nuestra razón porque tenemos datos
para pensar en ellos. La Filosofía, en cambio, está empeñada en conocer
problemas metafísicos, aquellos a los que no alcanzan nuestros sentidos,
como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Y las modestas fuerzas
de nuestra mente no son capaces de enfrentarse a estas cuestiones. Aunque
quizás pueda encontrarse en la experiencia humana algún otro camino que nos
permita acercarnos a ellos. Pero vayamos por partes.
La
razón práctica.
Pero
nosotros no usamos la razón solamente para saber cómo son las cosas ni para
hacer ciencia. También la utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para
dirigir nuestra conducta. Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos
¿qué debo hacer?, nuestra razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la
respuesta: buscamos razones a favor o en contra, las comparamos, justificamos
con ellas nuestra decisión o nos sentimos culpables por haber actuado por razones
equivocadas. Este es el llamado uso práctico de la razón, o razón práctica.
Y
aquí aparece una diferencia muy importante con la razón teórica, que es su
dimensión moral. La razón práctica en las decisiones morales no puede basarse
en los datos de los sentidos, en la experiencia. Por una razón muy clara:
cuando la razón pregunta ¿qué debo hacer? no se está refiriendo a lo que existe
sino a lo que debe existir, no pregunta por lo que es sino por lo que debe ser.
Y es evidente que lo que debe ser (y por lo tanto, todavía no es) no podemos
verlo, oírlo o tocarlo. En este sentido la razón práctica es siempre pura, en
el sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El deber ser no puede
justificarse en la observación de la naturaleza: aunque veamos que alguien
asesina a otro (dato empírico) la razón sigue afirmando que no se debe matar:
veremos en qué se basa pero lo que está claro es que no se basa en la
observación de los hechos. Tal vez si examinamos este uso de la razón
podamos aproximarnos a esos “noúmenos” (lo
opuesto a fenómeno, por tanto, lo que no aparece ante los sentidos) que la ciencia no podía conocer
precisamente por su falta de datos empíricos.
Mientras
que la razón teórica formula afirmaciones o juicios (“el calor dilata los
cuerpos”), la razón práctica formula mandamientos o imperativos (“no se debe
matar”). Pero existen dos tipos de imperativos: el primero, que Kant llama
hipotético, es aquel en el cual la obligación se basa en motivos de tipo
empírico, o, dicho de otra forma, en un premio que se pretende conseguir o un
castigo que se pretende evitar. Por ejemplo: “si quieres conservar bien la
dentadura, lávate los dientes”, “si no quieres que te suspendan, estudia
filosofía” (hipotético, si….entonces….). Es evidente entonces que si no nos
importan las consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este tipo de
imperativo no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en motivos
que implican datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar los
mismos límites que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que
advertir que Kant considera empíricos también los sentimientos, como el placer,
el dolor y los afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos
produce placer o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo
hipotético.
¿Es
que acaso hay otro tipo de imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez
sin buscar un premio, aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant
no lo duda: existen imperativos categóricos, es decir aquellos en los cuales la
obligación se basa únicamente en el deber: “haz esto porque debes”. Y punto.
Por lo tanto, no dependen de ninguna condición, de ningún premio ni castigo, ni
siquiera afectivo, ni siquiera, para los creyentes, de la esperanza de la
salvación eterna ni del temor al infierno. Por ejemplo: supongamos que tengo un
amigo rico que está casado con la mujer que yo quiero. Estamos solos al borde
de un precipicio, no hay nadie en varios kilómetros a la redonda. Me bastaría
un suave empujón en su espalda para quedarme con su dinero y su mujer, sin
ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo hago? Desde el punto vista hipotético
y empírico todo son ventajas; sin embargo, está claro que no debo hacerlo. Pero también es cierto que podrían existir
otras razones ocultas, como el miedo a los remordimientos o el temor a la vida
futura, lo cual nos volvería a llevar al terreno empírico de los premios y los
castigos.
El
deber moral no se puede demostrar con teorías: es un hecho, y como todo hecho
se impone sin necesidad de pruebas. Si alguien le discutiera a Kant la
existencia del deber moral, argumentando que siempre obramos por nuestras
conveniencias empíricas, Kant le contestaría que no puede seguir la discusión. Se trataría de un caso similar al de una
persona que escuchara una sinfonía de Mozart y opinara que desde el punto de
vista estético no se diferencia del ruido de una moto: es imposible demostrarle
lo contrario. Todo lo que sigue parte del hecho de que existe el deber
moral, aun cuando siempre podamos discutir acerca de su contenido concreto, su
fundamento, su origen. Y aun cuando no podamos demostrarlo, hay que reconocer
que la experiencia cotidiana de cualquier persona normal es capaz de distinguir
cuándo está obrando por interés propio y cuando se enfrenta a una obligación
moral, aun cuando existan situaciones confusas.
¿En
qué consiste ese imperativo categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten
los mandamientos judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre,
etc. El imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un
imperativo formal: se refiere a la forma, a la manera en que actuamos, y
no pretende proponer una lista de acciones buenas o malas. Porque una misma
acción puede ser moral o no serlo según su forma: podemos, por ejemplo, ayudar
a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y por eso también
el imperativo es autónomo: para que la acción tenga valor moral debe provenir
de mi propia voluntad, de tal modo que la mera obediencia a una norma que viene
de fuera no basta para que la consideremos valiosa moralmente.
Kant
propone varias fórmulas del imperativo categórico. .Dice una de ellas: “Obra de
manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los
demás, siempre como un fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo,
un medio vale en la medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una
persona para conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no
significa que esté actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían
motivos morales sino la utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos
nos tratamos como medios: yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida,
de modo que sería absurdo creer que acudir a la peluquería me convierte en una
buena persona. Pero imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto
y yo olvido mi prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser
un medio y lo estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya
que como peluquero ha dejado de serme útil. Sólo allí comienza la
moralidad de la acción.
Obsérvese que Kant no censura que nos
tratemos como medios: todas las relaciones sociales están organizadas así,
desde los peluqueros a los profesores, pasando por los médicos y los
fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos como
medios, nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no está
determinado por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres
humanos. La humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y
por lo tanto el único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir
que esta humanidad no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según
Kant, tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios,
lo cual implica que tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el
mismo respeto con que debemos tratar a los demás.
Esta
es la norma fundamental de la razón práctica, y por lo tanto es una norma
universal, como todo lo que procede de la razón. Cuando voy a tomar una
decisión moral, dice Kant, debo preguntarme si lo que voy a hacer puede
convertirse en una norma universal, que valga para todos los hombres. Si es
así, puedo estar seguro de que me estoy guiando por un criterio racional y no
por mis intereses particulares y egoístas. Interpretando esta afirmación desde
el momento actual, la universalidad del imperativo se opone a toda forma de discriminación
como el racismo, la xenofobia o el machismo, que seleccionan a los seres
humanos según cualidades empíricas.
La ética kantiana es muy exigente y en
ocasiones de un rigorismo algo inhumano. Llega a decir que las acciones de una
persona naturalmente bondadosa y compasiva tienen un valor moral inferior a las
que realiza un hombre seco y poco sensible pero respetuoso del deber. Es
difícil simpatizar con la desconfianza kantiana hacia todo tipo de
sentimientos, así como compartir algunos ejemplos suyos, como el que declara
peor la masturbación que el suicidio. Pero más allá de su talante
personal, la ética de Kant constituye probablemente la reflexión más honda que
se ha realizado sobre ese tema en la historia de la Filosofía.
Libertad,
Dios e inmortalidad.
Habíamos
anunciado que por este camino de la moral, que no depende de los datos
empíricos, quizás podríamos asomarnos a ese mundo de las cosas en sí al que no
llegaba el conocimiento y la ciencia. Kant lo hace, pero advierte que lo que
establecerá en adelante no serán demostraciones sino algo más modesto: serán
postulados. Un postulado es algo que la razón humana exige pero no es capaz de
demostrar, es una condición que da sentido a la experiencia moral pero que no
se puede probar teóricamente.
Por
ejemplo, la libertad. No podemos probar científicamente que somos libres, pero
podemos postular la existencia de la libertad, ya que sin ella la existencia de
la moral sería imposible. Y recordemos que la moral es un hecho. La acción
humana no tendría valor moral si estuviéramos determinados a hacer una cosa u
otra sin que pudiéramos decidirlo. Pero, puesto que tiene ese valor, somos
libres.
Kant
era un ilustrado y como hemos dicho antes, en todo ilustrado late una confianza
en la razón que se parece mucho a la fe de otros tiempos. Él constata que la
razón exige que la virtud moral y la felicidad vayan juntas. El hombre racional
reclama que el bueno sea feliz, y se rebela contra las desgracias que sufren
los justos y los premios que reciben los canallas. Sin embargo, vemos todos los
días que felicidad y virtud no siempre son compañeras de viaje, y que muchas
veces el sufrimiento es el resultado de la virtud. Por lo tanto, la razón tiene
derecho a postular una vida futura en la cual la felicidad, que es empírica, y
la bondad, que es moral, se reconcilien para siempre. Es decir, a postular la
inmortalidad del alma.
Y
ello supone la existencia de un Dios que asegure esa reconciliación entre el
mundo empírico de las cosas naturales y el mundo moral de la libertad. Dios
constituye la aspiración última de una razón que apuesta porque el mundo está
bien hecho y tiene un sentido. Aun
quienes no seguimos a Kant hasta tan lejos estaríamos encantados de que tuviera
razón y la racionalidad triunfara en la historia. Aunque lo que hemos visto
hasta ahora no avala tanto optimismo.
Sociedad,
historia, derecho, religión.
Es imposible resumir todas las
consecuencias que saca Kant de esta visión del hombre y de la ética. Su
pensamiento incursiona en la filosofía de la historia, de la sociedad y del
derecho, así como de la religión y de la experiencia estética, temas que no podemos desarrollar aquí.
Kant comprende que no es el individuo quien está llamado a realizar los fines
de la humanidad sino la especie humana, aunque para hacerlo siga caminos
aparentemente desviados. Y que esa realización la debe hacer en sociedad,
superando la contradicción que él caracteriza como “la insociable sociabilidad
del hombre”: el derecho, el imperio de le ley, debe guiar esta tarea dentro del
Estado, aspirando a una sociedad universal de naciones que asegure una paz
perpetua entre los hombres bajo el imperio de le ley. Todo ello tiende a
realizar en la tierra lo que él llama “el reino de los fines en sí”, es decir,
una comunidad de seres racionales que organicen la sociedad según el imperativo
moral. A Kant no se le oculta el carácter utópico de este sueño, pero no
renuncia al derecho que tenemos de aspirar a él.
Como dijimos al principio, la
filosofía de Kant constituye la síntesis más acabada de los diversos caminos
que siguió la Ilustración, con sus
aciertos y sus errores, sus logros y sus límites. El pensamiento posterior,
aun el más anti-kantiano como el de
Nietzsche, tiene necesariamente que contar con él.
Karl
Marx (1818-1883) constituye un caso peculiar en la
Historia de la Filosofía. En primer lugar porque no se trata de
un filósofo: como dijo Engels en su funeral, era ante todo un revolucionario,
cuya intención principal era la de preparar el camino para un cambio de estructura
social que juzgaba inevitable. Y en función de ese objetivo desarrolló una
intensa vida intelectual, dentro de la cual la Filosofía constituye
sólo uno de sus aspectos junto a una concepción de la historia, de la sociedad
y de la economía de una enorme originalidad y fuerza especulativa.
Pero
además, su misma Filosofía es objeto de discusión. Algunos afirman que existe
en su obra una primera etapa filosófica (que se suele llamar del “joven Marx”)
en la que su pensamiento permanece todavía atado al de Hegel, aun cuando
intenta superarlo, y por lo tanto conserva restos de idealismo. Según estos
intérpretes, hay que esperar al Marx maduro y la aparición de su obra
fundamental, El Capital, para encontrar su auténtico aporte científico, que
abandona la filosofía especulativa por una teoría económica e histórica de
corte decididamente materialista. Otros autores, por el contrario, defienden la
continuidad de estas dos etapas de su desarrollo intelectual, afirmando que su
sistema científico hay que interpretarlo a la luz de la filosofía desarrollada
en sus primeras obras. Sin contar con diversas corrientes marxistas, cada una
de las cuales se declara auténtica heredera de su pensamiento: el marxismo
ortodoxo de la Unión Soviética, el trotskysmo, el marxismo humanista,
el eurocomunismo, etc. Y por si todo esto no bastara, no resulta fácil desligar
el pensamiento del mismo Marx de los aportes de Engels y Lenin. De hecho, la
obra de Marx ha sido interpretada en tantos sentidos distintos que el mismo
Marx le dijo a su cuñado: “Lo cierto es que yo no soy marxista”.
Aquí
nos vamos a limitar a exponer algunas de sus tesis filosóficas, entendiendo que
sin ellas la enorme obra de Marx queda privada de un referente esencial para
comprender su sentido. De todas maneras, hay que advertir que con Marx sucede
lo mismo que con todos los autores geniales: es imposible resumir ni siquiera
lo esencial de su pensamiento. Lo único que se puede hacer en pocas páginas es
seleccionar algunas de sus ideas centrales, confiando al menos en no tergiversarlas
La
época.
Como
dijimos antes, el siglo XIX de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden
muchas cosas y se preparan muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en
el siglo siguiente. Pero una de las principales consiste en las consecuencias
sociales que trae consigo la revolución industrial. El siglo anterior había
sido el siglo de la ciencia moderna y de sus primeras consecuencias
tecnológicas. En el siglo XIX se desarrolla lo que se ha llamado la primera
revolución industrial, sobre todo en Inglaterra, y se extiende la
tecnología hasta invadir la vida cotidiana. Las protagonistas de la vida
económica serán en adelante la máquina y la fábrica: la máquina de vapor y la
producción de electricidad van a cambiar en poco tiempo no sólo las técnicas productivas
sino el modo de vida de la cultura occidental, incluyendo su forma de pensar.
Una revolución similar a la que sucederá en el siglo siguiente con la
introducción de la informática.
Pero
esta revolución, como siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes
de sacar beneficios de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que
se ha llamado de acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también
como siempre, la parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero. Las
máquinas no crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que
Marx llamará el proletariado, es decir, aquellos que participan en la
producción aportando lo único que tienen: su trabajo. Las condiciones del
proletariado en este proceso eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas
sin días festivos en ambientes insalubres, salarios de miseria, total ausencia
de seguridad social. La descripción que hace Engels del trabajo de niños en las
minas parece un relato de terror: niños de cuatro, cinco y siete años
encargados de abrir y cerrar puertas y empujar contenedores en galerías húmedas
y oscuras durante doce horas diarias, comiendo cuando pueden.
La
obra de Marx resulta inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la
sociedad de su tiempo. Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los
fundamentos de una transformación social que supere esta organización de la
vida económica basada en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar
tres corrientes de pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una
profunda crítica.
La
primera de ellas es la filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. Él
intenta invertir el sistema hegeliano. En sus palabras “se trata de poner sobre
sus pies lo que en Hegel marchaba cabeza abajo”. Es decir: en lugar de
considerar a la Idea, al Espíritu como el protagonista de la realidad,
Marx supone que la historia está determinada por la historia de la materia. Y
en su explicación de esa historia utiliza el formidable aporte que ha dejado la
filosofía de su maestro: la dialéctica. El materialismo histórico, por lo
tanto, trata de superar tanto el idealismo de Hegel como el materialismo
groseramente mecanicista de otros representantes de la izquierda hegeliana,
como el mismo Feuerbach, poniendo a la materia en un proceso de constante
transformación. Más adelante veremos cómo se debe entender ese materialismo en
la obra de Marx, cuyo sentido se aleja bastante del que se utiliza en el
lenguaje cotidiano.
La
segunda influencia importante fueron los llamados “socialismos utópicos” que
proliferaron desde fines del siglo XVIII. Estos socialismos, como los de
Fourier, Saint Simon y Owen, así como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin,
trataban de dar una respuesta a las injusticias de la sociedad, proponiendo
modelos alternativos. Pero esa respuesta se basaba únicamente en razones
morales, en el deseo bien intencionado de sus autores que diseñaban sobre el
papel una sociedad en la que prevalecieran la solidaridad, la justicia y el
amor entre los hombres. Marx comprende que ese no es el camino, que las buenas
intenciones carecen de poder para transformar las estructuras sociales y que es
necesario fundamentar el socialismo en una ciencia. El llamado socialismo
científico intentará mostrar que las leyes que dirigen la historia tienden a la
construcción de una sociedad socialista, que no consiste por lo tanto en una
aspiración ética sino en una meta a la que se dirige la historia humana,
considerada como una ciencia que sigue el modelo de las ciencias naturales,
regidas por leyes.
Finalmente,
la tercera fuente en que se inspira su obra es la economía política
desarrollada sobre todo por autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde
fines del siglo XVIII. Por primera vez estos y otros autores intentan construir
una visión de conjunto de las leyes que rigen la economía, lo que hoy
llamaríamos una teoría macroeconómica, continuando la tarea que se había
iniciado ya en el siglo XVII con el mercantilismo. El enfoque ideológico de
estos economistas ingleses es decididamente liberal capitalista, pero en su
obra desarrollan instrumentos teóricos como la teoría del valor o las leyes del
mercado que Marx utilizará para sus propios análisis, aunque dándoles la
vuelta, como había hecho con Hegel.
Con
estos y otros elementos Marx elaborará uno de los sistemas más importantes para
comprender la historia de la sociedad en los últimos dos siglos, integrando
disciplinas tan diversas como la economía, la filosofía y la historia en una
síntesis genial aunque, por supuesto, discutible. Probablemente uno de los
peores enemigos que ha tenido la obra de Marx ha sido la tendencia a
convertirla en un dogma intocable que sólo admite seguidores incondicionales.
Marx inaugura la tradición que se ha llamado “filosofía de la sospecha”, a la que
también pertenecen Nietzsche y Freud y que consiste en suponer que detrás de
las ideologías comúnmente aceptadas se ocultan razones de las que nuestra
cultura prefiere no enterarse, de tal modo que el individuo está dirigido en su
acción por motivos que desconoce. Será tarea del “filósofo de la sospecha”
sacarlos a la luz.
Qué
es el hombre.
Se
trata de una vieja pregunta de la Filosofía; según Kant la pregunta que
resume todas las otras. Y ha sido respondida de muy diversas maneras, algunas
de las cuales hemos mencionado antes, pero siempre, según Marx, desde un punto
de vista idealista, como si el hombre tuviera una esencia fija
independientemente de las condiciones en que se desarrolla su vida. Es hora de
sospechar de ese enfoque y examinar qué se oculta detrás.
Para
Marx, el hombre es un ser natural, es decir, un producto más de la evolución de
la materia. Pero un producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo,
que en la relación que establece con la naturaleza que le rodea produce su propio
ser. Pongamos un ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por
supuesto: necesita libar el polen de las flores para elaborar la miel y cambia
su entorno construyendo un panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que
la repetirá una y otra vez y seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le
sucede lo mismo: al producir lo que necesita para vivir el hombre se produce a
sí mismo y por lo tanto no es el mismo antes que después de ese acto
productivo. Al descubrir el fuego el hombre primitivo cambió su entorno
natural: ahora era capaz de trabajar metales, de cocinar sus alimentos, de
regular la temperatura de su cueva. Pero al producir todo esto también ha
cambiado él, que en adelante podrá realizar transformaciones que eran
imposibles antes de la domesticación del fuego. Es lo que Marx llama “la
conversión de la naturaleza en hombre”. Y esta es la raíz de lo que se entiende
por materialismo: son los procesos materiales de producción los que definen la
realidad humana, y como vamos a ver después, también su modo de pensar.
Por
lo tanto, la pregunta ¿qué es el hombre? No tiene sentido en general: habría
que preguntarse de qué hombre se trata, de qué proceso productivo estamos
hablando. No es lo mismo el cazador prehistórico que el agricultor medieval que
el obrero industrial: cada uno de ellos produce su propia vida de modo distinto
y no tienen una esencia común de la que todos ellos participen.
Démosle
nombre a esta actividad humana que transforma la naturaleza transformando a la
vez al hombre que realiza: esa transformación: es el trabajo. Por eso casi
podría decirse que el trabajo determina la esencia del hombre, aunque una
esencia histórica y no metafísica como las de la filosofía anterior: según sea
el trabajo será el ser humano que trabaja. El trabajo no se reduce, por lo
tanto a ser un medio para ganarse la vida, es más bien el medio de construirse
la vida, porque si en algo se distingue el hombre de los demás animales es
precisamente porque trabaja; la abeja no trabaja, sólo produce.
Este
trabajo, por supuesto, es siempre trabajo social. No es el individuo el que
trabaja para satisfacer sus propias necesidades sino una sociedad más o menos
amplia la que distribuye las tareas. Desde las sociedades más primitivas la
producción ha sido siempre una actividad social en la que el trabajo se ha
diversificado, al menos a partir de lo que se ha llamado “el comunismo
primitivo”: en los primeros tiempos según el sexo y la edad y más adelante
según una amplia variedad de criterios. Y hay que notar que el tipo de sociedad
va a depender de esa distribución del trabajo; no es lo mismo, por ejemplo, la
sociedad esclavista que la sociedad industrial y sus diferencias dependen ante
todo del diverso papel que cumplen sus integrantes en el proceso productivo. Marx
resume esta idea en la siguiente frase: “la esencia humana...es, en su
realidad, el conjunto de sus relaciones sociales”.
La
alienación.
Si
todo terminara aquí no habría problema. Pero la realidad es que las cosas no
funcionan en la historia conforme a esa dialéctica según la cual el
hombre transforma la naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo
lleva a realizarse como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está
alienado, es decir, el resultado del trabajo no se lo apropia el trabajador
sino una clase dominante que aprovecha el trabajo ajeno. Se divide así la
sociedad en clases sociales: los que aportan su fuerza de trabajo y los que
explotan el trabajo de los demás. Como decíamos antes, estas clases sociales
han ido variando a lo largo de la historia: al comienzo existió un comunismo
primitivo pero que pronto fue reemplazado por la división entre los amos y los
esclavos, luego los señores y los siervos; más tarde los capitalistas y los
proletarios. Pero estas distintas clases tienen en común que rompen el proceso
de humanización según el cual el hombre produce su propia vida: para el
trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el hombre se hace
hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse con vida. El trabajo
se convierte en ajeno, que es lo que significa el concepto de alienación.
Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin
duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en
hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se
deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de
su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin
llegar a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que
hemos descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la
paradójica situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando
realizaban actividades que tienen en común con los animales (comer, beber, engendrar)
pero se sentían animales cuando realizaban la actividad específicamente humana
(trabajar).
Recordemos
que Marx no está hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se
trata, por lo tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con
todos los zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que
cultiva. La alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho
de que la producción es siempre una actividad social, mientras que la
apropiación de sus frutos es privada, ya que la gestiona una clase que
además es minoritaria. Marx explica la alienación del trabajo por la
propiedad privada de los medios de producción, es decir, por el hecho de que
los instrumentos necesarios para producir los bienes que el hombre necesita
para su vida estén en manos privadas y no sociales, ya se trate de la tierra,
del ganado o de las fábricas. De tal modo que esa “transformación de la
naturaleza en hombre” no se cumple ni para el trabajador ni para el explotador:
para el primero porque el trabajo y sus frutos le resultan ajenos; para el
segundo porque no realiza la actividad humana por excelencia, que es el
trabajo.
Dicho
en términos más técnicos. El trabajo añade un valor a la materia que
transforma: el zapato vale más que el cuero de la vaca. Este valor que el
trabajo añade se llama plusvalía. Pero la plusvalía que el obrero produce no
vuelve a la sociedad de la que el obrero forma parte, sino que se la apropia el
propietario de los medios de producción. Pagando, por supuesto, un salario al
obrero para que siga trabajando. Pero ese salario, aun en el supuesto de que
fuera elevado, nunca puede ser igual a la plusvalía, pues en ese caso el
propietario no obtendría ganancias. O sea que el que produce la plusvalía la pierde
y quien la goza no la produce.
La
lucha de clases.
Esta
situación provoca una lucha entre las clases sociales, lucha que para Marx
constituye el motor de la historia. Porque los intereses de la clase cuyo
trabajo es explotado nunca pueden coincidir con los intereses de quienes lo
explotan. Y esa tensión, que a veces toma la forma de lucha abierta y otras de
lucha larvada, se resuelve según las posibilidades que ofrece el momento
productivo del que se trate, y no según los deseos de sus actores. Es clásico el
ejemplo tomado de la guerra de secesión en Estados Unidos: el norte
industrializado se opone a la esclavitud; el sur cuya producción es más bien
rural, la defiende. La diferencia no hay que buscarla en razones morales. Lo
que sucede es que la esclavitud es una institución muy eficaz para el trabajo
rural, pero no sirve para una sociedad industrializada, a la que le interesa
fomentar el consumo y la consiguiente capacidad adquisitiva del pueblo, entre
otras razones. Y la guerra la gana el norte, porque la abolición de la
esclavitud coincide con lo que exige la marcha del proceso de producción, que
tiende a industrializarse.
Dicho
en términos más técnicos. En toda sociedad existe una tensión entre el modo de
producción de esa sociedad (rural, industrial, etc.) y las relaciones de
producción que se establecen entre sus miembros (esclavitud, trabajo
asalariado, etc.). Cuando las relaciones de producción son las adecuadas al
modo de producción vigente, la sociedad mantendrá su estructura, aunque existan
tensiones entre las clases (la esclavitud en el sur). Pero cuando los modos de
producción necesitan otras relaciones de producción para seguir desarrollándose
se producen procesos revolucionarios que cambian las estructuras de la sociedad
(la guerra de secesión y la abolición de la esclavitud). De modo que las
revoluciones no se basan únicamente en los deseos de los oprimidos sino que
deben adecuarse a la evolución histórica de los procesos materiales de
producción. Por no tener esto en cuenta fracasó la rebelión de los esclavos
dirigida por Espartaco en el Imperio Romano; el modo de producción de la época
clásica necesitaba la esclavitud para subsistir y por el momento no era posible
su abolición. Pero este proceso continúa. El capitalismo ha desarrollado
notablemente las fuerzas productivas, y al hacerlo ha creado una nueva clase:
el proletariado. Pero al crearla ha creado a la vez su propio verdugo, porque
el desarrollo creciente de las fuerzas de producción del capitalismo hará
crecer a la vez la fuerza del proletariado, que terminará tomando en sus
propias manos los medios de producción, que dejarán de ser propiedad privada
para pertenecer a la sociedad como tal. Es la etapa del socialismo, durante la
cual el Estado tomará las riendas de la producción estableciendo una dictadura
del proletariado provisional, hasta liquidar definitivamente el poder de la
burguesía capitalista, momento en el cual se iniciará la etapa del comunismo,
en la cual el Estado como aparato de poder desaparecerá por innecesario y
dejarán de existir las clases sociales antagónicas al no existir ya la
propiedad privada de los medios de producción que necesite ser defendida. Será
el momento en que cada uno aporte a la sociedad según sus capacidades y reciba
de ella según sus necesidades. El trabajo dejará entonces de ser una carga,
teniendo en cuenta que la tecnología habrá eliminado ya las tareas penosas y la
actividad productiva cumplirá por fin su papel de desarrollar la vida humana:
habrá terminado lo que Marx llama “la prehistoria de la humanidad” y comenzará
la verdadera historia.
La
superestructura.
Hasta
ahora nos hemos detenido en la estructura económica y social de la humanidad:
el papel del trabajo y su desarrollo a lo largo del tiempo. Para Marx, esta
estructura es la que determina también el modo de pensar de cada época
histórica: pensamos como vivimos, el pensamiento humano y todas sus creaciones
“espirituales” como el arte, el derecho, la filosofía, la moral, la religión,
sólo se explican como productos que surgen de esa forma de vida que tiene un
fundamento material, económico. Esos productos constituyen lo que llama una
“superestructura”. Lo cual no significa que esta superestructura sea un reflejo
pasivo de su base económica: si bien es cierto que depende de ella, también lo
es que las ideas influyen en la marcha de la historia y en este sentido
constituyen un aspecto importante en toda su evolución. Volvamos al ejemplo de
la guerra de secesión norteamericana: la esclavitud era considerada inmoral por
la mayor parte de los intelectuales del norte, mientras que en el sur se la
justificaba con argumentos éticos y religiosos. La explicación es evidente: la
moral de unos y otros era distinta porque sus normas surgían de un modo de
producción diferente. Para el norte industrial la esclavitud era un freno, para
el sur rural era una necesidad económica.
En
general, se denomina ideología a la manera en que una sociedad se piensa a sí
misma, es decir, al conjunto de creencias y representaciones que tiene cada
cultura y que incluyen una determinada jerarquía de valores. Esta
ideología, como hemos visto, no surge tanto de la mente de los hombres cuanto
del reflejo de las condiciones materiales en que se desarrolla su vida, y como
estas condiciones materiales están alienadas, también lo estará la ideología.
Si el pensamiento ilustrado, por ejemplo, pudo insistir en los derechos y
libertades individuales era porque ya el individualismo tenía un papel
importante en la sociedad: la burguesía había tomado el poder y expulsado a la
nobleza, cuyos derechos no eran individuales sino pertenecientes a grupos
familiares. Y lo mismo sucede con otros productos culturales como el arte o el
derecho: piénsese por ejemplo en la defensa de la propiedad privada de nuestros
códigos jurídicos, que legitiman así la propiedad privada de los medios de
producción.
Pero
la obra maestra de la ideología la constituye la religión. Para Marx, la
religión es la conciencia de un mundo invertido: como el hombre alienado en su
trabajo no produce su propia vida, inventa un ser que se la ha dado (Dios).
Como las condiciones de su vida no permiten la felicidad en este mundo, imagina
otro mundo después de la muerte donde será feliz. Logra así mantener una
ilusión que le permite creer en su realización personal, aun cuando la realidad
material diga otra cosa. La famosa frase de Marx: “la religión es el opio del
pueblo” expresa esta función de huída de la realidad y creación de mundos
imaginarios más hospitalarios que el real, común a todas las drogodependencias.
La
superación de la ideología alienada y mistificada sólo tiene una solución
radical: el cambio de la estructura material de la cual surge. La religión, por
ejemplo, sólo desaparecerá cuando las condiciones materiales permitan al hombre
realizar su propia vida en una sociedad que haya superado la alienación
mediante la abolición de las clases sociales. Lo cual no quita importancia a la
lucha ideológica: tomar conciencia de la alienación contribuye y acelera el
proceso de su transformación material.
Esta
descripción del marxismo se basa fundamentalmente en las obras tempranas de
Marx, sobre todo en sus Manuscritos de economía y filosofía. Como hemos dicho
antes, habrá que esperar a la publicación de sus obras de madurez, sobre todo
El capital, para encontrar su fundamentación económica, que excede los límites
de estos apuntes.
Nietzsche
y el cansancio de la razón.
Friedrich
Nietzsche (1844-1900) representa una ruptura radical con la
tradición del pensamiento que venimos siguiendo casi desde los comienzos
de la Filosofía. De un modo u otro, los pensadores más importantes de
la historia se han dedicado a cultivar la razón, aun cuando la entiendan de
distinto modo: la definición que Kant hace de la modernidad como “la mayoría de
edad de la razón” resume muchos siglos de historia del pensamiento. Nietzsche
va a poner en cuestión no sólo la razón moderna sino que la perseguirá hasta su
nacimiento en Grecia, afirmando que en nombre de ella el hombre occidental ha
olvidado lo que Ortega llamará “la realidad radical”, es decir, su propia vida.
No
será el único: en el siglo XIX y XX abundan los autores que, desde distintos
puntos de vista, ponen el acento en dimensiones de la vida que el pensamiento
racional había soslayado y que la Ilustración no había atendido
suficientemente. Pese a
grandes diferencias entre ellos, se los suele agrupar bajo el rótulo de
vitalistas: no niegan el papel de la razón, pero consideran que la tradición
occidental ilustrada ha olvidado otros aspectos fundamentales de la vida
humana. Quizás el predecesor de todos ellos sea Arthur Schopenhauer (1788-1860),
en quien Nietzsche se inspiró en su juventud y a quien repudió en su madurez.
Schopenhauer rechaza el racionalismo de la Ilustración, en especial la
filosofía de Hegel, e incorpora a su pensamiento la metafísica religiosa del
budismo, relacionándolo con el idealismo kantiano. Para él el mundo es una mera
representación engañosa, que no puede superar la razón sino sólo la intuición
irracional de la voluntad que no es más que la manifestación en cada individuo
de una Voluntad que constituye la misma esencia del mundo y que explica desde
el nacimiento de un insecto hasta las más sublimes obras de arte. La supresión
por parte del hombre de su voluntad individual para identificarse con el todo
constituye la versión filosófica del nirvana budista.
Otros
autores seguirán este camino que intenta superar el racionalismo de la
tradición ilustrada. Así por ejemplo Wilhelm Dilthey (1833-1911)
va a insistir en el carácter histórico de la vida, que el pensamiento
metafísico tiende a dejar de lado; Henry Bergson (1859-1941)
reivindica la originalidad del impulso vital y defiende la intuición como
método para captar el contenido de la vida, mostrando la insuficiencia de los
conceptos y los métodos tomados de las ciencias naturales. Y algo más tardeJosé
Ortega y Gasset (1883-1955) encontrará en la afirmación de la vida la
posibilidad de reconciliar las posturas opuestas de la
Historia de la Filosofía. Pero será
la ruptura de Nietzsche con la tradición occidental la que marque un corte con el
pensamiento anterior. Pasa con Nietzsche algo parecido a lo que sucedió con
Kant: se puede compartir o no su postura pero es imposible ignorarlo si se
pretende seguir haciendo Filosofía.
La
vida de Nietzsche fue tan trágica como su obra. Vagó por Europa viviendo en una
soledad sólo acompañada por terribles dolores de cabeza y ojos, fracasó en su
vida amorosa y murió a los cincuenta y seis años después de haber pasado los
últimos once perdido en la locura. A pesar de ese escaso tiempo de vida
productiva, su obra constituye, junto con la de Marx, la filosofía más
importante del siglo XIX. Y como suele suceder con las grandes obras, la suya
ha tenido que soportar las interpretaciones más diversas, desde quienes la
consideran precursora del nazismo hasta quienes ven en ella un anarquismo
radical. Y su misma persona ha pasado de ser considerado un réprobo carente de
moral a convertirse casi en un psicoterapeuta que promueve la autoestima.
Seguramente Nietzsche reaccionaría indignado ante estas caricaturas y simplificaciones,
como ante algunos comentaristas que eluden sistemáticamente algunas ideas suyas
que resultan intolerables para nuestros oídos y justifican esta censura
apelando al respeto que se debe a la memoria del maestro. Olvidando que el
verdadero respeto a la memoria de un filósofo consiste en tomar en serio todo
lo que dice, guste más o menos al lector. Hay que reconocer, sin embargo,
que la interpretación de sus textos es difícil, ya que su brillante estilo
literario permite diversas lecturas de sus ideas y el carácter de su
filosofía (según sus propias palabras filosofaba “a martillazos”) resulta
muchas veces oscuro y hasta contradictorio. Aquí nos limitaremos a comentar
algunos de sus temas clave, renunciando a todo intento de interpretación global.
Lo
apolíneo y lo dionisíaco.
Nietzsche
estudió profundamente en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y
encontró en ella, sobre todo en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una
de ellas es la que podemos llamar apolínea, por referencia al dios Apolo.
Consiste en la expresión del orden, el equilibrio, la mesura, la armonía, el
espíritu. Es decir, lo que ha quedado a lo largo de la historia como la esencia
del espíritu griego. Pero hay en Grecia otros dioses muy distintos del perfecto
Apolo, entre ellos el desmesurado Dionisos (Baco en la tradición romana), que
juegan un papel muy importante en la cultura clásica, sobre todo en el teatro y
la música. Es la corriente vital que se expresa en las orgías dionisíacas: el
exceso, la pasión, la desmesura, el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega
de ninguna de ellas: la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a
la vida como la unión de lo masculino y lo femenino.
Pero
la tradición griega renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la
vida, que caracterizará la historia de occidente, se encarna en la figura de
Sócrates y Platón, que inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”,
sacrificando para ello no sólo el cuerpo y lo material sino el carácter
histórico de la vida. La potencia de la cultura griega ha sido castrada: el
mundo de ideas que inventa Platón constituye la antítesis de la vida: es un
mundo eterno, inmutable, inmaterial, es decir, todo lo contrario de nuestra
existencia concreta. La metafísica del verdugo ha triunfado.
Y esa
tarea la continúa más tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en
sus palabras. El mundo platónico de las ideas se transforma bien pronto en el
“más allá” cristiano: el destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en
un más allá fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.
Esta
metafísica decadente fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha
consagrado como virtudes aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la
vida, como la humildad, la paciencia, la obediencia, la compasión, mientras
estigmatiza como vicios las verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el
egoísmo.
Ha
triunfado la moral del resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los
fuertes, los aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad
directamente y sin subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo
poder se asienta en la culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es
culpable el cristianismo ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de
contenido positivo la vida humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como
fundamento de la vida, que alcanza su máxima expresión en la invención de un
Dios a quien se atribuye el poder que el hombre no es capaz de asumir para sí
mismo.
Dios
ha muerto; nace el superhombre.
Por
eso es necesario matar a Dios. Nietzsche es ateo, pero su ateísmo no es del
mismo tipo que el de Marx o el de Comte. . No se trata en su caso de una
cuestión teórica sino de una necesidad vital: Dios debe morir para que el
hombre viva, el hombre debe recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la
vida le ha llevado a poner en Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente
el de la tradición cristiana sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a
reemplazarlo como fundamento de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo,
muy presentes en su tiempo. Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque
implica asumir una absoluta soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba
sentido a su existencia y comprender que sólo al hombre le corresponde crear
sus propios valores. La muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio
moral externo y situarse “más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se
arriesga a afrontar ese temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora”
en la cual “por fin aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el
superhombre.
Nietzsche
afirma que habla demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están
preparados para este parto. Porque el superhombre representa la superación del
animal enfermo que es el hombre occidental para dar paso a un “animal
magnífico” que permanece “fiel a la tierra” y que es capaz de imponer la moral
de los señores frente a la moral de los esclavos, exaltando los instintos
primarios de la vida y creando sus propios valores. ¿Cómo podemos
representarnos al superhombre? Nietzsche ofrece imágenes muy distintas en
distintos textos. En algunos de ellos lo caracteriza como un hombre carente de
cualquier debilidad compasiva, capaz de imponer su voluntad a los hombres
inferiores aceptando con buena conciencia el sacrificio de estos (Nietzsche
rechaza explícitamente la idea de igualdad). Otros textos, por el contrario,
parecen aludir a un hombre que ha recuperado la inocencia del niño, capaz de
amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de odiar francamente, sin
resentimientos ni disimulos. Posiblemente ambas visiones son compatibles en un
pensamiento que no se caracteriza por estar demasiado sujeto al rigor lógico
clásico. Lo que no parece aceptable por parte de un comentarista, como hemos
dicho antes, es seleccionar los textos más afines a nuestros criterios,
ocultando los más duros de escuchar, como se ha hecho con demasiada frecuencia.
La
voluntad de poder.
El
eje alrededor del cual se mueve todo el pensamiento de Nietzsche es, sin duda,
el de la vida. Pero la vida, según sus palabras, hay que entenderla como
voluntad de poder. Desde este punto de vista, la vida tiende a la expansión y a
someter todo lo que le es ajeno, incorporándolo a su propio ámbito, superando
todas las resistencias que se le oponen. Lo cual nos lleva a una nueva
definición del bien y del mal: como dice en El Anticristo, lo bueno es “el
poder mismo en el hombre”; lo malo “todo lo que procede de la debilidad”. De
tal modo que “los débiles y malogrados deben perecer... y además se debe
ayudarlos a perecer”, y el fuerte debe evitar la compasión como uno de los
peores vicios, porque sólo le lleva a compartir la debilidad de aquel a quien
compadece.
Pero
esta brutal simplificación de la vida es sólo una de las dimensiones de
Nietzsche. No puede olvidarse su aguda denuncia de la moral del resentimiento,
basada en un temor patológico a todo lo vital, que cualquier habitante de esta
Europa ha tenido que sufrir en su educación. Una moral difundida por
innumerables púlpitos, confesionarios y despachos oficiales convencieron a
generaciones enteras acerca de la maldad intrínseca del placer sexual, de la
necesidad de someterse a los amos de turno, de la superioridad del deber frente
al amor, del carácter sospechoso de la afectividad, de los peligros de la
libertad y la espontaneidad, del desprecio que merece el cuerpo humano y todos
sus placeres. La utilización de la culpa ha sido una de las principales armas
para convertir al hombre en un dócil esclavo dispuesto a sacrificar lo que
tiene de más valioso: su propia vida.
Quizás
Nietzsche no ha encontrado otra manera de reaccionar contra esta moral
hipócrita que defender una concepción biológicamente racista de la moral y de
la historia, añorando unos imaginarios paraísos antiguos en los que dominaban
los auténticos nobles “de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los
conquistadores”, capaces de imponer su voluntad de poder a los débiles. Imagen,
sin embargo, que no se puede comparar con la exaltación de la raza que hizo el
nazismo, con el que seguramente Nietzsche no hubiera simpatizado en la medida
en que el programa de Hitler constituye una apología de la mediocridad antes
que una exaltación de la excelencia. Como se ve, contradicciones no faltan.
Nietzsche
no cree que exista otra moral posible que la de someterse a una norma exterior:
“autónomo y ético se excluyen”, dice en una de sus obras. Kant decía justamente
lo contrario: sólo existe moral cuando la norma procede de uno mismo. Y hoy esa
discusión sigue vigente. En cualquier caso, no puede negarse que la crítica
nietzscheana a la moral occidental hay que tenerla en cuenta: lo que hizo
Nietzsche alguien tenía que hacerlo, aunque sea necesario discutir el modo en
que lo hizo.
El
eterno retorno.
Nietzsche
entiende el tiempo de una manera cíclica, similar a la de los viejos griegos.
El tiempo no es una línea que conduzca a alguna parte sino una rueda que repite
eternamente lo mismo. La diferencia está, entre otras cosas, en que el tiempo
lineal implica que la historia conduce a alguna parte, que tiene una finalidad
y un sentido, como supone el cristianismo, que anuncia el fin de los tiempos
con la segunda venida de Cristo y el juicio final. O como en el caso del
marxismo, que anuncia una sociedad sin clases. La historia cíclica, por el
contrario, despoja al tiempo de toda supuesta finalidad: el instante presente
vale por sí mismo, y no porque sea el camino a alguna parte. Como todo se
repite, la voluntad de poder puede con todo, hasta con el pasado: cada instante
es eterno y no un paso en un sendero que nos conduce más allá. En cualquier
caso, el mismo Nietzsche afirma que es demasiado pronto para que la doctrina
del eterno retorno pueda ser comprendida plenamente; muchas de sus afirmaciones
sólo tendrán sentido cuando el animal enfermo que es el hombre occidental haya
dejado paso al superhombre. Con todas sus oscuridades, desmesuras y
contradicciones, la obra de Nietzsche constituye una de las interpretaciones
más agudas e implacables de nuestra cultura occidental, aunque convenga evitar
el riesgo de convertir sus reflexiones en un programa político y social.
José
Ortega y Gasset (1883-1955) también participa de esta tradición existencial y de
la herencia de la fenomenología de Husserl, aunque tampoco él se definió como
existencialista. Probablemente Ortega anticipó muchos aspectos del análisis de
la existencia humana que popularizó Heidegger, aunque su condición de español y
la claridad y elegancia de su lenguaje no ayudaron a que fuera considerado internacionalmente
tan profundo como su contemporáneo. Además, su filosofía se expresó
frecuentemente en ensayos periodísticos, conferencias y críticas literarias
destinadas al gran público, evitando el academicismo erudito. Durante los años
del vaciamiento cultural que provocó el régimen de Franco, tuvo el mérito de
traer a España el pensamiento que se desarrollaba por entonces en Europa,
intentando colocar a su país “a la altura de los tiempos”, según sus palabras.
En este sentido, Ortega es uno de los iniciadores de lo que hoy llamaríamos el
“europeísmo”, aun cuando su postura ante la realidad de España sea francamente
pesimista.
Su
punto de partida, como el de todos los que cultivaron el enfoque existencial de
la filosofía, es el análisis de la vida.
Encontramos
en él muchas ideas semejantes a las que hemos recorrido desde Husserl hasta
Sartre. La vida es la realidad radical, es decir, el lugar donde radica
todo lo que hacemos y nos pasa, es un quehacer y no una sustancia, un
drama y no una cosa, y en este sentido el mundo en que vivimos es parte
integrante de la vida: “yo soy yo y mis circunstancias”. A diferencia de las
cosas, el hombre no tiene naturaleza sino historia: es lo que no es (un
proyecto) y no es lo que es (un ser ya definido). Desde este punto de vista la
búsqueda de la verdad debe evitar tanto el absolutismo (la verdad ya terminada)
como el relativismo (todo vale lo mismo). Ortega, fecundo inventor de nuevas
palabras, apuesta por el perspectivismo: la verdad es siempre una perspectiva
histórica que se construye colectivamente y que por lo tanto siempre queda
abierta a nuevos puntos de vista.
A
partir de ahí Ortega intenta hacer explícitas las "categorías" de la
razón vital que han de sustituir a las meras categorías del entendimiento, de
la razón pura (tal como las formularían Aristóteles, Kant o incluso Hegel).
Las
categorías de la vida, aquéllas que estructuran la vida humana y que permiten
explicarla, son:
1.
Encontrarse: la vida humana es, de entrada un "estar ahí".
2.
Ocuparse: el hombre, como ya hemos indicado, es acción, drama. Esta acción se
da en una relación yo-mundo. Lo contrario del ocuparse es la
"despreocupación", el dejarse arrastrar, entregarse a las costumbres
(que es también una forma de ocuparse).
3.
Perspectiva: mi vida es relación particular con el mundo.
4.
Libertad y proyecto: la libertad da un carácter problemático a mi vida. La vida
no es una realidad acabada, es algo que tengo que hacer. Puesto que el hombre
es forzadamente libre, el mundo está abierto a múltiples posibilidades.
5.
Circunstancia: pero aunque el hombre es libre, su libertad no es pura
indeterminación, pues el hombre no es una pura conciencia, sino una conciencia
determinada por las circunstancias que le imponen una determinación relativa a
su libertad, y que le dan un sustrato a ésta sobre el que ejercerse.
6.
Temporalidad: la vida es proyecto, futurización. El ser es dinámico, está en
movimiento continuo. Esta categoría hace a la vida radicalmente histórica.
Y
esta centralidad de la vida permite superar los dualismos que han marcado la
historia de la filosofía: la disputa entre realismo e idealismo, por ejemplo,
proviene de una falsa opción entre yo y el mundo, que encuentran su unidad
radical en la vida. El ser que buscaba Heidegger no deja de ser una
interpretación más de esa realidad radical.
Y lo
mismo sucede con la razón y los sentimientos. Otra palabra de su invención
define su postura como raciovitalismo: la razón vital no es la razón que piensa
la vida sino la vida misma que necesita la razón para poder vivir. De ahí que
junto con nuestras ideas (los pensamientos que se nos ocurren) existan nuestras
creencias (aquellas certezas con las que contamos, el terreno sobre el cual la
vida se mueve) y que no pueden reducirse a los productos de la razón abstracta
a los que se ha limitado frecuentemente la filosofía.
La
influencia de Ortega ha sido considerable en España y los países de habla
hispana pero muy limitada fuera de ellos, quizás con la excepción de Alemania,
siempre interesada por lo español. Entre los pensadores más conocidos que se
consideran deudores de su obra se pueden mencionar a Manuel García
Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, Julián Marías, María Zambrano, Pedro Laín
Entralgo.
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