TEXTOS DE ROUSSEAU Y HOBBES
“Si se busca en qué consiste el bien más
preciado de todos, que ha de ser objeto de toda legislación, se encontrará que
todo se reduce a dos cuestiones principales: la libertad y la igualdad, sin la
cual la libertad no puede existir.
Renunciar a la libertad es renunciar a ser
hombre, a los derechos y a los deberes de la humanidad.
La verdadera igualdad no reside en el hecho de
que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano
sea tan rico como para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse
forzado a venderse. Esta igualdad, se dice, no puede existir en la práctica.
Pero si el abuso es inevitable, ¿quiere eso decir que hemos de renunciar
forzosamente a regularlo? Como, precisamente, la fuerza de las cosas tiende
siempre a destruir la igualdad, hay que hacer que la fuerza de la legislación
tienda siempre a mantenerla.”
Jean-Jacques Rousseau.
El contrato social. 1762.
"El primero que, tras haber cercado un
terreno, decidió decir: Esto es mío y encontró a personas lo
bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
Qué de crímenes, guerras, asesinatos, qué de miserias y horrores habría
ahorrado al género humano aquel que, arrancando los potos o llenando el foso, hubiera
gritado a sus semejantes: Guardaros de escuchar a este impostor; estáis
perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de
nadie".
ROUSSEAU, J.J., Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres, II
HOBBES, Leviatán. Capítulo XIII
De la condición natural del género
humano, en lo que concierne a su felicidad y miseria
La naturaleza ha hecho a los hombres tan
iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a
veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que
otro, aún así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre
hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda
reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él.
Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza
suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por
federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él.
Y en lo que toca las facultades mentales,
(dejando aparte las artes fundadas sobre palabras, y especialmente aquella
capacidad de procedimiento por normas generales e infalibles llamada ciencia,
que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no siendo una facultad natural,
nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia) cuando buscamos alguna otra
cosa) encuentro mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la
fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda
igualmente a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente.
Lo que quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa
fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que
el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros, a
quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba. Pues
la naturaleza de los hombres es tal que, aunque pueden reconocer que muchos
otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán,
sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia
inteligencia a mano, y la de los otros hombres a distancia. Pero esto prueba
que los hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues
generalmente no hay mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el
que cada hombre se contente con lo que le ha tocado.
De esta igualdad de capacidades surge la
igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos
hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos
gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su
propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en
destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no
tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien
planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, puede esperarse de otros
que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y
privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad.
Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero.
No hay para el hombre más forma razonable de
guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación; y esto es, dominar,
por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro
poder lo bastante grande como para ponerla en peligro. Y no es esto más que lo
que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido. También porque
habiendo algunos, que complaciéndose en contemplar su propio poder en los actos
de conquista, los que van más lejos de lo que su seguridad requeriría, si
otros, que de otra manera se contentarían con permanecer tranquilos dentro de
límites modestos, no incrementasen su poder por medio de la invasión, no serían
capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo sólo a la defensiva. Y, en
consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la
conservación de un hombre, debiera serle permitido.
Por lo demás, los hombres no derivan placer
alguno (sino antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay
poder capaz de imponer respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que
su compañero le valore a la altura que se coloca el mismo. Y ante toda señal de
desprecio o subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva
(que, entre aquellos que no tienen un poder común que los mantengan tranquilos,
es lo suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus
rivales, por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo.
Así pues, encontramos tres causas principales
de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo,
inseguridad; tercero, gloria.
El primero hace que los hombres invadan por
ganancia; el segundo, por seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros
usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y
ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por
pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier
otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo
en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo
en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto,
están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo
hombre contra todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el
acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en
batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe
considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del
tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un
chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en
conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha,
sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no
hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es paz.
Lo que puede en consecuencia atribuirse al
tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede
igualmente atribuirse al tiempo en que los hombres también viven sin otra
seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En
tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es
inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni
uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción
confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan
mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni
artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y
peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre,
desagradable, brutal y corta.
Puede resultar extraño para un hombre que no
haya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de tal manera los
hombres y les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible
que, en consecuencia, desee, no confiando en esta inducción derivada de las
pasiones, confirmar la misma por experiencia. Medite entonces él, que se arma y
trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va
a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo
que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya
hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus
conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando
echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad sus acciones como
lo hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la
naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí
mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de estas pasiones,
hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que
haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que
lo hará.
Puede quizás pensarse que jamás hubo tal
tiempo ni tal situación de guerra; y yo creo que nunca fue generalmente así, en
todo el mundo. Pero hay muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes
salvajes de muchos lugares de América, con la excepción del gobierno de
pequeñas familias, cuya concordia depende de la natural lujuria, no tienen
gobierno alguno; y viven hoy en día de la brutal manera que antes he dicho. De
todas formas, qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al
que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar,
en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno
pacífico.
Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en
el que los hombres particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra
otros, sin embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana
están, a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y postura
de gladiadores; con las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto
es, sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e
ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra.
Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello
aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
De esta guerra de todo hombre contra todo
hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de
bien y mal, justicia e justicia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder
común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude
son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no
son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar
en un hombre que estuvieras solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son
cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente
también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción
entre mío y tuyo; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto
tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa
condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque
con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en
parte en su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres hacia
la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias
para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la
razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los
hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman
leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos
siguientes capítulos.
(Según
la versión de Antonio Escohotado,
"Leviatán o la invención moderna de la razón", Editora Nacional,
Madrid, 1980)
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